Crecí en una casa en la que, fundamentalmente por iniciativa de mi viejo, el Abuelo Diego, se prescindía del concepto del “Día de”. Años 60/70, por ese entonces no había mucho más que el Día del Niño, el Día de la Madre, el Día del Padre o el del Maestro. “Todo un curro para vender”, sintetizaba con su proverbial contundencia. Todo lo demás llegó de la mano de una supuesta modernidad que nos lleva a importar Halloween, San Valentín o el Día del Amigo (¿Posta llegamos a la Luna?) y a instalar sin origen conocido los del Abuelo, los Padrinos (3er domingo de abril) o el Vecino (11 de junio).
Creatividad argentina, ahora mismo podrías encontrar los flyers de empresas dedicadas a este tipo de regalo que podría calificarse de express en la que descubrirá el centenar de oficios y condiciones a las cuales vaya a saber por qué, se las vincula con alguna fecha particular. Nada que deba sorprender en un país en el que una legisladora mendocina presentó una iniciativa para declarar al Metegol como deporte provincial y, cómo no, prohibir el uso del molinete. (Infobae, 9 de octubre de 2022).
De tal modo, tiene hasta cierta lógica aquello de ¿por qué celebrar a nuestra gente querida un día en especial más allá de su cumpleaños? Sin embargo, sabemos que debajo del pregón de honrar a nuestra gente querida todos los días, todo el tiempo, se esconde una trampa. A veces, siempre es nunca en especial.
Hay matices, como los del ya universal 8M. Porque cuando hablamos de esa fecha no estamos pensando en una caja de bombones o un ramo de flores sino en honrar y respetar a la mujer todo el tiempo y en todos los aspectos. Claramente, a partir de un necesario cambio de época en el que registramos de manera brutal la cantidad de atrocidades físicas y espirituales a las que aún hoy se somete a muchas de ellas, se hace evidente que el Día Internacional de la Mujer no forma parte del vulgar lote de “Días de”.
Lejos de pretender meterme en honduras que básicamente son parte de un aprendizaje de marido y padre de mujeres, algunas de ellas militantes, me sumo a la fecha, cuándo no, en Modo Olímpico.
Desde sus orígenes a fines del Siglo XIX y hasta no demasiado antes del comienzo del Siglo XXI, el olimpismo no fue un movimiento naturalmente inclusivo. Ya tendremos tiempo más cerca de París de 2024 para profundizar sobre el tema: se sorprenderían de la cantidad de prejuicios y restricciones que los Señores de los Anillos han puesto a la hora de aceptar la presencia femenina en los juegos, llegando a argumentar la presunta incapacidad de las damas para practicar algunas disciplinas.
Afortunadamente, las cosas han cambiado también en algunos ámbitos del deporte. La cita parisina se anuncia como los primeros Juegos con la misma cantidad de atletas de ambos géneros. Insospechadamente, fue Buenos Aires un punto de inflexión clave al respecto, cuando en ocasión de los Juegos Olímpicos de la Juventud de 2018 se llegó a una cifra sin precedentes de 4000 participantes de los que el 51 por ciento fueron chicos y el 49, chicas.
Solo para darles una idea, en Atenas 1896 no compitieron mujeres, en París 1900 solo 22 contra 975 varones y, mucho más cerca en el tiempo, en Montreal 1976 hubo apenas 1260 damas contra un total de 4824 caballeros.
Todas estas cifras representan una adecuada introducción para poner en contexto la evolución que, en este mismo sentido, tuvo el deporte olímpico argentino.
Desde su debut en París 1924, la Argentina obtuvo un total de 77 medallas olímpicas, sin diferenciar el color. Lo que no quiere decir que tengamos esa cantidad de medallistas ya que hay que sumar muchas más por las conquistas en deportes colectivos.
Hasta Sydney 2000, sólo tres fueron conquistadas por mujeres: Jeanette Campbell (natación, 1936), Noemi Simonetto (atletismo, 1948) y Gabriela Sabatini (tenis, 1988).
Desde entonces, 70 deportistas mujeres argentinas recibieron sus medallas sobre un total de 192 conquistas argentinas. Siempre teniendo en cuenta la distorsión que generan los deportes colectivos respecto de los individuales, no deja de ser una muestra elocuente del progreso. Aclaración necesaria: para el medallero, la dorada del fútbol en Atenas o la plateada de las Leonas en Sydney solo suman uno. Pero a casa se la llevaron el premio 18 futbolistas y 16 jugadoras de hockey. Por eso decimos que son 77 medallas para el historial oficial pero son algo más de 300 los que se subieron al podio.
Siendo que me resulta casi extravagante ir camino a mi octavo juego olímpico presencial, no puedo menos que admitir que se me achica el diccionario para poner en contexto lo que tuve el honor de atestiguar respecto del talento, la creatividad, el esfuerzo y el compromiso de nuestras chicas. Supongo que el primer gran impacto lo tuve con el nacimiento de las Leonas en tierra australiana cuando cerca del final de la goleada a las neozelandesas que abrió la puerta al primer podio de nuestro hockey y al nacimiento mismo del apodo de Leonas no supe como seguir con el relato sin que se me notara la voz quebrada de la emoción.
Sean Lucha Aymar, Magui Aicega o Ceci Rognoni. Sean Georgina Bardach, Ceci Carranza Pato Tarabini o Paola Suarez. Sea la inclasificable e incomparable Peque Pareto y un montón de mujeres entre las cuales símbolos como Belén Pérez Maurice, Sabrina Ameghino, Gabi Best, Laura Abalo o la Pantera Mediterránea Yaz Nisetich no necesitaron podios para llevarnos bien arriba, creo que uno de los más hermosos regalos que me hizo esta carrera fue la de permitirme admirar profundamente a gente de la que, en unos cuantos casos, me considero amigo.
En la dualidad entre la omisión ingrata –imposible personalizar tanta gloria en estas líneas- y honrar a un puñado como punto de referencia o ayuda memoria elegí el camino de señalar solo a parte de tanta integridad deportiva y humana como ayuda memoria.
Hagamos nosotros ese ejercicio de recordar y poner en contexto: está claro que si no lo hacemos nosotros menos podemos esperar de autoridades inexistentes.
Permítanme, de este modo, sumarme olímpicamente al 8M.