Se sentía diferente a sus padres y a los 55 confirmó que era adoptada: ahora busca ayuda para dar con su familia biológica

Mónica Serenisky
Adriana Mónica Serenisky vivió sus dos primeros años de vida en Pompeya y luego sus padres se mudaron al centro de la ciudad

¿De dónde vengo? ¿Quién soy realmente?¿Quiénes me engendraron y en qué noche de amor o de desasosiego? ¿Quién me tomó de la cabeza para introducirme al mundo y arrancarme de ese vientre que me nutrió para entregarme a otra madre? ¿Por qué quien me gestó no pudo quedarse a mi lado? Estas preguntas son las que se hace todos los días, desde hace casi dos años, Adriana Mónica Serenisky (57).

Su historia la escribirá hoy con su propia voz y con el objetivo de que algo de lo que cuente despierte la clave dormida o un saber barrido bajo la alfombra o lo que sea. Algo que la conduzca a saber de dónde proviene el flujo de su sangre. Nada menos. Un origen incierto cuyo nudo estuvo en un parto ocurrido en agosto de 1966, en el rincón porteño de La Boca, sobre la calle Necochea al 700.

Lo que me contaron

“Mis padres, Cacho Serenisky y Cora Eduarda García, tenían un restaurante en Pompeya. Era una esquina completa. Adelante funcionaba el comercio; en la parte de atrás, estaba la vivienda. Nací el 22 de agosto de 1966 y esa esquina se vendió cuando yo tenía dos años. Nos fuimos a vivir al centro de la ciudad, lejos de las preguntas. La vida siguió, mis padres tenían amigos y mucha familia. Mi mamá tenía siete hermanos varones. Imaginate que estoy llena de primos, pero todos muchísimos más grandes que yo. Era la más chiquita de ese gran familión. Mi padre era comerciante y viajaba mucho al interior. Mi mamá, ama de casa y estaba totalmente dedicada a mí. Contaba que me había tenido a los 38 años, después de haber perdido varios embarazos. Conmigo había estado seis meses en reposo”.

“Más adelante en el tiempo, compraron una linda quinta en San Miguel. Tuve una vida entre algodones. Crecí con todos los mimos de una hija única. Fui a un colegio privado, a la Cultural Inglesa, era socia del Club Geba, tenía clases de guitarra, gimnasia, natación. Mamá era temerosa y me vivía llevando al médico, éramos del Sanatorio Güemes. Me veía flaca o cualquier otra cosa y allá íbamos”

“En el colegio me di cuenta de que las madres de mis compañeros de colegio, eran mucho más jóvenes que la mía, pero esos embarazos frustrados explicaban la diferencia de edad de mamá con el resto. En esa época tener un bebé a los 38 era raro, ahora sería totalmente natural. Pero la verdad es que no tenía ninguna duda de mi origen por ese entonces. Me querían tanto, yo era todo para ellos, que era una niña enteramente feliz”.

Lo que no pregunté

“Cuando llegó mi adolescencia, mi madre empezó a llenarse de miedos. Me estaba encima. Cuando me levantaba me hacía el desayuno y, mientras desayunaba, ¡me preguntaba qué quería almorzar! Odiaba eso. Era adolescente y rechazaba que estuviera tan pendiente. Era caprichosa y, en casa, se hacía lo que yo quería. ¡Imaginate que en el auto era yo la que iba adelante siempre con papá y mamá iba atrás! Ella me controlaba y, por supuesto, yo me las ingeniaba para zafar. Le mentía mucho y me iba a bailar lejísimos. No me dejaba quedarme a dormir en la casa de nadie y me esperaba levantada. Me enojaba mucho que ella en vez de pensar que yo me estaba divirtiendo, imaginaba preocupada que me estaba pasando algo. Esa conducta me marcó tanto que con mis hijos hice todo lo contrario, les otorgué total libertad. ¿Y sabés qué? Una de mis hijas también me pasó factura: me dijo que por esa libertad pensó que a mí no me importaba nada lo que le pudiera pasar. Cosas de la vida”.

“Volviendo a mi adolescencia, mi padre no se metía en las peleas domésticas por las salidas. Él solamente me mimaba. Me traía regalos, golosinas, chocolates y alfajores de sus viajes. Cuando estaba en el interior llamaba a casa: con mamá hablaba dos palabras y conmigo un montón. Como adolescente llegué a pensar que mamá estaba celosa de la atención que papá me brindaba a mí. Curiosamente no recuerdo demostraciones de afecto entre ellos, como abrazarse o besarse. Era una generación que no era muy demostrativa. Conmigo sí lo eran, en exceso”.

“En la secundaria me empecé a dar cuenta de que yo era muy diferente a ellos. Mis padres no tenían estudios. Creo que ni siquiera habían terminado la primaria. Veía sus faltas de ortografía, los escuchaba conjugar mal los verbos o poner equivocadamente las palabras. Eso me daba mucha vergüenza delante de mis amigos y compañeros de colegio. Los corregía todo el tiempo. Claramente era distinta, pero bueno podía ser por la educación”.

Mi carrera para ganarle a la muerte

“La vida siguió tranquilamente y yo entré a estudiar psicología en la UBA. En un momento de la facultad estuve en un servicio de pacientes psicóticos en el Hospital Borda. Papá me iba a buscar a Constitución. Yo volvía fascinada con todo lo que aprendía y él me miraba con cara de… mi hija está muy mal. Notaba que, si bien me habían hecho estudiar en buenos lugares, no entendían mi conducta o hábitos. Yo ya trabajaba en un banco y si me tomaba un día de estudio en la oficina, papá se disgustaba. Pensaba que me iban a echar. No entendía esa parte intelectual. Para ellos era más importante el trabajo que el estudio. Seguramente, que yo estudiara psicología, les parecía algo raro. Estaba estudiando una carrera que seguramente les infundía temor, pero yo no podía saberlo”.

“Hacia el final de mis estudios papá empezó con dolores en el pecho. Tenía líquido en un pulmón. En 1990 terminaron por diagnosticarle cáncer. Le dieron pocos meses de vida. Yo tenía 23 años y ya había terminado de cursar todas las materias y seguía trabajando en el mundo financiero. Entre una cosa y otra nunca terminé de dar los finales”.

“Mi papá era todo para mí, era mi compinche. Fue un golpazo la noticia. Justo en ese momento yo había comenzado a salir con un chico, muy serio y estructurado, que parecía un joven-viejo. Se llamaba Pablo. Era un año más grande que yo y agente de bolsa. Hablábamos varias veces al día por el trabajo que hacíamos. Nació una relación y nos pusimos de novios. Creo que en él vi al padre que estaba por perder y me aferré a Pablo. Yo soñaba con entrar a la iglesia del brazo de mi padre así que, en pocos meses, nos casamos por iglesia y por civil. Quería ganarle a la muerte”.

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Claudia soñaba con entrar a la iglesia del brazo de su padre así que, en pocos meses, se casó por iglesia y por civil con Pablo. «Quería ganarle a la muerte”. (Imagen ilustrativa Infobae)

“Mi papá tenía dolores, hizo quimio y rayos y bueno, no aguantó. Cinco meses después de mi casamiento, se suicidó. Yo estaba viviendo en Núñez con mi marido y todos los días de semana pasaba a verlo después de mi trabajo. Esto fue un sábado y el viernes anterior había ido a visitarlo. Recuerdo que, cuando me fui, él se dio vuelta desde el sillón donde miraba televisión y me despidió con una gran sonrisa. Sabía lo que haría y quiso que esa fuera su última imagen. Al día siguiente, sábado, con Pablo teníamos pensado ir al cine en Belgrano. Pasamos a verlo, pero cuando llegamos al departamento encontramos en la puerta de calle a un primo suyo. Me dijo que mi papá había desaparecido cuando mi mamá se fue a comprar algo al supermercado. No lo encontraban. Empezamos a buscar por todos lados. Un vecino, papá de mi mejor amiga, fue a recorrer las comisarías. En una de ellas le dijeron que había habido un accidente en las vías del tren de Juan B Justo y Avenida Córdoba. La persona fallecida no tenía encima documentos ni nada. Solo llevaba un manojo de llaves. Se lo mostraron y nuestro vecino las reconoció. Eran las llaves de papá. Nunca entendimos cómo estando tan débil pudo llegar hasta ahí. Creo que lo pensó todo porque justo había venido mi tío de Mendoza así que había aprovechado para despedirse de su hermano”.

“No pude llorarlo. Todos me decían que tenía que hacerme cargo de mi mamá. Tuve el mandato de cuidarla, de ser fuerte, de seguir. Ese primer año me ocupé de ella porque cayó en una grave depresión. Se sentía culpable por haber estado en el super cuando él se escapó para buscar la muerte. Recién pasado todo ese primer año pude elaborar mi duelo y fue, entonces, cuando me dí cuenta de que mi relación con Pablo no era lo que yo quería para el resto de mi vida. No era sociable, era muy temeroso y extremadamente correcto para su edad. No era para mí. Nos separamos dos años después de habernos casado y volví a vivir al departamento de mi madre. Ella, de alguna manera, creyó que yo seguía siendo la adolescente que tenía que controlar y cuidar, pero yo ya tenía 25 años”.

Mis hijos y muchas ambiciones personales

“Comencé a salir con un compañero del banco donde trabajaba: Gustavo. Pude volver a ser yo, a estar en mi eje. Viajábamos, salíamos a bailar, teníamos mucha vida social. Quedé embarazada bastante rápido y entonces, con lo que me había quedado de mi separación anterior, me compré un departamento. Nos fuimos a vivir juntos y nació nuestra hija Sofía. Mi madre estaba feliz. Después vino el segundo embarazo y llegó Agustina. El tercer hijo fue Matías, en el año 2000. Tenía 33 años y ya mi relación con Gustavo no era la misma. Se habían terminado los viajes al Caribe y comencé a notar su conformismo, sus escasas ambiciones de crecimiento. En ese momento trabajábamos en otras entidades financieras, pero a él solo le preocupaba tener la cuota del club al día y jugar al fútbol. Pocos días después de haber nacido Matías mi cabeza hizo un click radical. Vinieron mis suegros a visitarnos a nuestra casa para conocer a su nuevo nieto. Era un sábado y Gustavo se había ido a jugar al fútbol. Mi suegro llegó, miró un par de minutos al bebé y se sentó en el sillón del living a ver un partido. Fue ver a mi suegro y darme cuenta de que eso era lo que me iba a pasar con Gustavo en un par de años. Se iba a sentar a ver fútbol de esa misma manera. Gustavo era y es un buen padre, muy presente. Iba a todas las consultas con la pediatra, a los actos y reuniones del colegio. Pero su obsesión eran los deportes y con el control remoto en la mano no íbamos a ningún lado. No me alcanzaba eso. Me faltaba como pareja que él tuviera expectativas de crecimiento laboral y económico. Decidí separarme. Yo tenía un muy buen trabajo, el departamento era mío, no estaba casada por lo que no tuve que hacer trámites de divorcio. Fue relativamente fácil para mí, para él no tanto. Me separé hace más de veinte años y él sigue alquilando en el mismo lugar, no tiene auto ni casa ni una computadora. Es feliz así. No creció en lo más mínimo y yo en ese momento estaba llena de ambiciones”.

Las huellas de la ausencia

“Mi mamá tomó mal mi separación de Gustavo. No quería que sus hermanos se enteraran. Era su problema. Siempre fui muy independiente y trabajé para que nadie me tuviera que mantener ni decir qué hacer. En el banco en el que trabajaba compartía oficina con Carlos. Él tenía cinco años menos que yo y novia desde hacía ocho años. Se fue a convivir con ella, pero no resultó. Éramos amigos, salíamos del trabajo y tomábamos el mismo colectivo diferencial. Charlábamos mucho. Había un local en la calle Florida donde siempre tomábamos helado. Imaginate que yo era una separada con tres hijos y él un soltero, sin hijos y menor. Carlos veía en mi familia la postal de la familia que deseaba. Nos enamoramos. Y esta vez sí me casé. La ceremonia fue por civil en el 2001 y mi mamá no quiso ir. Consideró que era un escándalo lo que estaba haciendo. Ese mismo año nació Micol, mi última hija”.

“Mamá terminó aceptando la relación. Me ayudaba con los chicos. Si bien teníamos una empleada, ella era una abuela muy dedicada a nosotros. En el 2006 mamá empezó con problemas de salud. Tenía várices en el esófago, tuvo un ACV y todo siguió de mal en peor. Falleció con 78 años”.

En un ambiente clínico, una doctora joven y un visitador médico comparten una conexión profunda, simbolizando el encuentro de almas gemelas en el contexto profesional. Sus miradas y gestos sugieren un fuerte vínculo afectivo, ejemplificando cómo el amor y las relaciones pueden florecer en cualquier entorno. (Imagen ilustrativa Infobae)
Con Carlos pasaron de vivir en un departamento en medio del cemento, a estar en una casa en una reserva forestal. «¡Éramos una familia numerosa con cuatro hijos y cuatro perras!» . (Imagen ilustrativa Infobae)

“Nosotros teníamos planes para irnos a vivir a Santa Clara del Mar, cerca de Mar del Plata, y llevarla con nosotros. No pudo ser. Seguimos con nuestros proyectos de vivir más cerca de la naturaleza y nos mudamos. Finalmente, por los colegios, nos establecimos en Mar del Plata. Yo había pedido el pase en mi trabajo y me lo dieron. Compramos una casa en El Grosellar. Pasamos de vivir en un departamento en medio del cemento, a estar en una casa en una reserva forestal. ¡Éramos una familia numerosa con cuatro hijos y cuatro perras! Carlos es diseñador industrial y había dejado su trabajo en Buenos Aires para cumplir con este sueño. Yo estaba abocada al mío para que a mis hijos no les faltara nada. Tampoco quería que algún día Carlos me pudiera pasar la factura de que había tenido que mantener a mis otros hijos. Carlos estaba sin trabajo y, entonces, lo contacté con una gente que le dio trabajo y comenzó a crecer. También compró máquinas 3D para hacer otras cosas más relacionadas con lo suyo. Yo me sentía muy segura de él. Estaba muy enfocada en mi carrera, mis hijos y lo rechazaba un poco sexualmente porque estaba muy cansada por la rutina extenuante que llevaba. En 2017 Carlos me pidió separarse. Fue un baldazo de agua fría. Se cansó de mí y se fue. Yo estaba convencida de que se iba a arrepentir, pero al mes me pidió el divorcio. Hicimos división de bienes. Me quedé viviendo en la casa con los chicos y las perras. Un tiempo después intentamos volver, pero la cosa no funcionó. ¡Lo loco fue que su primera pareja fue su psicóloga! Después de mucho llanto y terapia entendí por qué el abandono me dolía tanto. Me había abandonado mi padre al suicidarse. Y, ahora, el último hombre de mi vida también se había ido”.

La respuesta inesperada en una boda

“Agustina, una de mis hijas, se fue a vivir en 2019 a Europa. Anduvo por Alemania, Irlanda, Suecia y, ahora, está en España. Tiene ciudadanía española por sus abuelos paternos. Matías se fue en 2023 con visa de trabajo a Francia y ahora también está en España por la ciudadanía. La más chica y la más grande viven acá. Sofía es bióloga, está en el Conicet y haciendo el doctorado. Micol jugó al tenis profesional, pero ahora es profesora de ese deporte y estudia publicidad. Yo sigo viviendo en la misma casa en la reserva. En la Pandemia aproveché para hacer el curso de coaching ontológico. También me enteré, por Infobae, de los mundiales de escritura organizados por Santiago Llach y participé. Publiqué un compilado de esos escritos que titulé Cuentos en Cuarentena y se los dí a mis hijos. En uno de esos cuentos, sin haber pensado demasiado en nada, doy a entender que tengo la sospecha de ser adoptada. Agustina, la que está en España, lo leyó y llamó para preguntarme: ¿Mamá en serio vos pensás que sos adoptada?. Le dije que no sabía, que no me quitaba el sueño, pero que siempre me había sentido muy diferente a mis padres. Siguió pasando el tiempo.

Un día, ella necesitaba unos datos para la documentación por su trámite de ciudadanía y me preguntó: ¿Dónde naciste? Le dije que ni idea, que suponía que en un hospital o una clínica. Nunca le había prestado atención a mi partida de nacimiento. Ahí empezó todo. Era 2022. Busqué mi partida y leí la dirección: Necochea 740. Busco en Google maps la ubicación y veo que es una casa horrible, de chapa, en el barrio de La Boca y tenía un cartel de venta. Ahí me asaltó la pregunta. Si el embarazo había sido tan complicado, ¿cómo era que había nacido en una casa así y no en un hospital? Pero la mayoría de mis tíos habían fallecido para poder preguntar. Tenía una prima en Lincoln, que siempre fue muy cercana a mi madre. Pensé que ella debía saber algo. La llamé varias veces y cuando al final la localicé para preguntarle me dijo que no sabía nada.

A fines de julio de 2022 se casó la hija de otro primo hermano ya fallecido. La ceremonia se hizo en el Palacio Paz en la ciudad de Buenos Aires. Yo viajé. Esa noche estaba sentada en la mesa principal. A mi lado estaba Silvia, la viuda de mi primo y madre de la novia. Charlamos de reiki, de los procesos de sanación y de golpe le dije: Tal vez, vos me podés ayudar con… Creo que ella estaba esperando esa pregunta porque no me dejó terminar la frase, se ve que tenía atragantado al tema, porque de una me dijo: ‘Sos adoptada, pero no te voy a poder ayudar porque de tu historia no sé nada’. Ella y su marido habían adoptado a su primer hijo y seguramente no estaban de acuerdo con que mis padres no me lo hubieran dicho. Fue como que necesitaba decírmelo. Era el momento del brindis y tuvo que levantarse para ir a cortar la torta. Quedé paralizada. Al otro día, muy temprano, tenía mi vuelo de regreso a Mar del Plata. No dormí ni un segundo. Al llegar, inmediatamente, le conté a mis hijos. Tenía 55 años y pensaba, ¿por dónde empiezo a buscar?”.

Adriana Seresniky
La calle Necochea en la que figura en su partida de nacimiento que le generó el siguiente planteo: «Si el embarazo había sido tan complicado, ¿cómo era que había nacido en una casa así y no en un hospital?»

El silencio de muchos

“Esa misma semana empecé a contactar a otros conocidos que hacía mil que no hablaba. Me confirmaron que aquello que me había dicho la mujer de mi primo era verdad. Una fue la hija de mi madrina. Su madre habría sido el contacto con la partera. Me contó que ella tenía 12 años el día que me llevaron a la casa de Pompeya envuelta en una manta. Lo recordaba perfecto. Dice que mis papás me alzaron y me abrazaron. Otra que sabía que yo era adoptada era la hija de un socio de mi papá, pero dijo que era un secreto. No tenía mayores datos para aportar. Fueron varios los que conocían la verdad. Todos me contaron lo mismo: mis padres me amaban, pero tenían mucho miedo de que yo me enterara. De eso no se hablaba. Por eso se habían mudado al centro, para evitar preguntas en el barrio. Ya no tenía dudas: la realidad era que ellos no eran mis padres biológicos. Tenía que comenzar con la búsqueda por mi identidad”.

“Escribí a la Conadi, a las Abuelas, a la Defensoría del Pueblo, al Registro civil… Me contacté con varios grupos de búsqueda en Facebook. Los organismos oficiales demoraron meses en contactarme. Finalmente, una de esas entidades, informó que la casa que figura en mi partida era de la partera que figura ahí: Aurora F. de De Simone. Supuestamente eran dos las parteras que trabajaban en el Hospital Argerich que usaban esa dirección y que estarían involucradas en varios casos a lo largo de los años, pero ambas han fallecido. La casa queda convenientemente a cinco cuadras del Argerich. Si me preguntás creo que nací en el Hospital Argerich pero que pusieron esa dirección para no involucrar al hospital. Me pude enterar de otros dos casos que tienen el mismo domicilio en la calle Necochea 740 y el mismo nombre de la partera en sus partidas de nacimiento. Una de ellas es una mujer que vive en Nueva York, Estados Unidos, y que nació en 1964. Con ella me contacté. El otro caso, es un chico que nació en julio del mismo año en que nací yo, pero con él no tengo relación. Eso lo sé porque parece que él fue a manos de unos familiares de mi madrina de nacimiento”.

“En algún momento pensé que el camino era conocer la nómina de las parturientas y nacidos vivos y muertos entre el 21 y 22 de agosto de 1966, la lista no debería ser tan larga. Pero desde el Programa Nacional del Derecho a la Identidad me informaron que en el Hospital Argerich no había registros médicos anteriores al 78 y yo soy del 66. Hay más cosas que me llamaron la atención de mi historia. Una es por qué me llamaban por mi segundo nombre, Mónica, y no por el primero, Adriana, que a mí me gustaba mucho más. Mamá me decía que me llamaban así en honor a una de las enfermeras que había sido muy atenta con ella. Pero ¿qué enfermeras? Las parteras que firmaban las partidas de los bebés tenían otros nombres una era Aurora, la mía, y, la otra, se llamaba Guillermina María Guevara. Eso me hace sospechar que mis padres insistían en llamarme Mónica en un intento de negar mi primer nombre. Yo prefería Adriana y es el que usé siempre en mi trabajo y con mis amigos. Pienso que Adriana podría ser el nombre de mi madre biológica. No lo sé. Todo son preguntas.”

“Me hice el test de ADN en Family Tree. Mandé las muestras a Rosario y estas se enviaron a Houston, Estados Unidos. Los resultados, un código en realidad, vos los podés subir después a otros bancos de datos y vas viendo compatibilidades y coincidencias. No obtuve muchos resultados porque las coincidencias fueron muy lejanas. El más cercano sería un primo segundo que vive en Nueva York. Pude contactar a su hijo, Cameron. Me contó que ellos tienen origen griego y que creen tener familiares en la Argentina, pero que no los conocen. Era como llegar a un camino sin salida. Mi grupo sanguíneo es 0+ y eso significa que uno de mis padres biológicos tiene ese grupo de sangre”.

“Mis hijos me apoyan en esta búsqueda, pero también me previenen sobre el hecho de que es probable que mis padres biológicos no estén vivos. Este año, en el último fin de semana largo, vino a Mar del Plata una médium y fui a verla al teatro. No la conocía. Subí al escenario y me preguntó con quién me quería conectar: le respondí que con mis padres de crianza para saber si mis padres biológicos están vivos. Fue muy fuerte porque me dijo que mi papá biológico está fallecido, que mi mamá biológica está viva y que tengo dos hermanos. Me conmovió. Después de eso hice una publicación en Facebook de mi búsqueda, antes no estaba preparada y solamente lo había publicado en grupos cerrados. Lo abrí con la esperanza de que lo vea más gente y surja algo, algún dato. Tengo fe en que algo voy a encontrar”.

Trato de no imaginar cómo habrá sido mi entrega. Si habrán pagado por mí o no. Prefiero pensar que eran muy jóvenes y que no podían hacer frente a lo que significa cuidar un bebé. No tengo ningún enojo, ningún reproche, ni guardo rencores para nadie. Solo tengo agradecimiento. Los padres de crianza me dieron todo; los biológicos, me dieron la vida. Solo quiero tener más paz que la que me dio saber la verdad. Ya no tengo ruidos en mi corazón y solamente querría sumar afectos que tengan que ver con mi identidad. Todas las noches rezo y agradezco por la familia que tuve, por la que tengo y por la que, algún día, voy a conocer”.

(Si alguien tiene algún dato o idea para Adriana y ayudarla en su búsqueda su mail es sereniskya@gmail.com)

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