No existe fiesta en toda la República Argentina en la que no se baile un tema de Ricky Maravilla. Nacido en el seno de una familia humilde de Salta hace 78 años, Luis Ricardo Aguirre -tal su verdadero nombre- no se resignó cuando su madre le dijo que eran pobres. Y no solo trabajó desde muy chico, sino que se propuso estudiar para así poder progresar en la vida. Sin embargo, ya con su título de Electrotécnico y Técnico en Comunicación en la mano, a mediados de los ‘80 descubrió que el destino tenía preparado para él algo mucho mejor. Y, aunque tuvo que derribar todo tipo de prejuicios, incluidos los propios, se consagró como uno de los máximos referentes de la movida tropical hasta el día de hoy.
“Estoy de gira por el norte del país. Obviamente, es un momento complicado para los artistas y yo no soy la excepción. Pero trato de adaptarme a las circunstancias. Además, aprovecho para componer temas nuevos y buscar ideas para poder seguir adelante con esta profesión que amo”, cuenta el intérprete de Qué tendrá el petiso en diálogo con Infobae. Y recuerda que cuando era un niño ni siquiera soñaba con subirse a un escenario.
—¿Cómo fue su infancia?
—Mi padre, Rafael, falleció cuando yo tenía apenas 2 años. Y mi mamá, Marcelina, quedó con mi hermana mayor, María Estela, y conmigo a cargo. Así que se empleó en una casa de familia. Hizo todo lo que pudo para mantenernos. Me acuerdo que en una oportunidad, cuando yo tendría 5 años, le pedí que me ayudara a escribirle una carta a los Reyes Magos y a Dios para pedirles una bicicleta. Pero al otro día corrí entusiasmado para buscar lo que había pedido. Y me encontré con una autito chiquito de plástico.
—¿Qué le dijo su madre?
—Ella trató de consolarme, pero yo lloraba. Porque, los vecinos de la casa donde vivíamos, eran todos profesionales. Eran arquitectos, ingenieros, médicos…Y yo veía que los hijos de ellos tenían los mejores juguetes. Entonces le pregunté a mi mamá: “¿Por qué Los Reyes Magos y Dios no son buenos con nosotros? ¿Por qué no me traen la bicicleta que yo quiero?”. Y ella me contestó: “Hijito, no te enojes con ellos, porque hoy no pueden con todos los chicos del mundo. Pero acordate de estas palabras: algún día te van a hacer un gran regalo y no lo vas a poder creer ”.
—Un momento muy duro para una madre…
—Sí. Después me dijo: “Además, ellos también son pobres igual que nosotros”. Yo la miré y le pregunté: “Mamá, ¿nosotros somos pobres?”. Y ella me respondió: “Sí, hijito, somos pobres”. Inmediatamente, le dije: “Yo no quiero ser pobre. ¿Cómo hay que hacer para no ser pobre?”. Y no sé cómo, pero en ese momento me salió decirle: “Yo le prometo que voy a estudiar para ser ingeniero o aviador”. Le di mi palabra. Y, cada vez que flaqueaba con los estudios, me acordaba de eso y agarraba los libros nuevamente. Así fue que terminé la primaria en Salta y, después, nos fuimos a Buenos Aires e ingresé a la ENET N°7, General San Martín, que queda en la Avenida Libertador frente a la Estación de Retiro. Y empecé a trabajar en una verdulería como repartidor, después como cadete en una farmacia, más tarde como encargado de una perfumería y como mensajero de Correos y Telecomunicaciones. En forma paralela, empecé a estudiar música.
—¿A modo de hobby?
—Claro. Era para divertirme los fines de semana. De chico, en Salta, escuchaba que mamá cantaba zambas, cuecas y muchos temas tradicionales. Y me gustaba. Pero yo había prometido estudiar. Con mis compañeros de secundario, formamos un grupo folclórico y nuestro profesor nos acompañaba a tocar a las peñas o en fiestas familiares. Todavía teníamos voces de nenes, así que no nos prestaban mucha atención. Pero la pasábamos bien. Además, empezamos a recibir la influencia de los grupos melódicos, porque estaban muy de moda El Trío Los Panchos, Los Nocturnos, Los 5 Latinos… Y como ya teníamos 16 o 17 años y queríamos enamorar a alguna chica, nos pusimos a cantar ese tipo de canciones también.
—Entiendo.
—Para esa época llegó también toda del moda del rock. Entonces formamos un grupo que se llamaba The tigers. Y nos hacíamos los Elvis Presley. Yo me peinaba con un jopo grande. También empezaron a sonar los Rolling Stones y los Beatles. Y nosotros seguimos avanzando con la música, pero siempre en paralelo a los estudios. Hasta que me recibí.
—¿Tiene su título?
—Lo obtuve pero, lamentablemente, lo perdí. En realidad, era una libreta verde grande, como las viejas libretas de enrolamiento, con un escudo dorado. Y, en una oportunidad, lo llevé dentro del bolsillo de un sobretodo a un show que hice en La Rural. Pero esa noche desapareció tanto mi abrigo como el título y nunca más lo pude recuperar.
—¿Llegó a ejercer su profesión?
—¡Sí!. Llegué a estar como empleado en una empresa de máquinas fotocopiadoras y con un sueldo muy importante. Así que mi mamá estaba feliz. Pero con mis compañeros seguíamos con la música. Y resulta que, un una fiesta, nos vio un señor que nos propuso trabajar en sus confiterías bailables. Nosotros nos miramos asombrados. Pero él nos dijo: “Les voy a pagar muy bien porque ustedes hacen de todo”. Y la verdad es que cantábamos folclore, melódico, rock y temas tropicales, que estaban muy de moda por Los Wawancó.
—¿Entonces?
—Como necesitábamos una moneda, aceptamos el trabajo. En esa época se acostumbraba a que todos los sábados tocara una orquesta típica en las confiterías. Así que yo compartí camarines con los grandes maestros como Juan D’ Arienzo, Héctor Varela, Osvaldo Pugliese… Y la noche que se estrenó la milonga Azúcar, pimienta y sal, mis compañeros y yo hacíamos la previa bailable en Mi Club. Me acuerdo que estaba lleno de gente del ambiente del tango. Entre ellos, estaba Oscar Anderle, el autor de los temas de Sandro, junto a Hugo Piombi, ex presidente de algunas compañías discográficas. La cosa es que me escucharon cantar y, cuando terminó el show, me llamaron para que fuera a su mesa.
—¿Qué le dijeron?
—Anderle me dijo: “Sentante nene, que quiero hablar con vos. Me gusta mucho tu timbre de voz. ¿Querés grabar un disco?”. Yo nunca hubiera imaginado que podía hacer eso. Mi idea con la música era, solamente, divertirme. Así que me quedé asombrado. Además, en ese momento los artistas de moda eran Palito Ortega, Leo Dan, La Joven Guardia, Pintura Fresca…¡Y eran todos flacos, altos y pintones!.
—¿Usted pensaba que no tenía el physique du rôle para ser cantante?
—Claro. Yo decía. “¿Con mi estatura?”. Pero, por curiosidad, acepté. Quería saber cómo sonaba mi voz grabada. Así que Anderle me dio treinta días para preparar los temas y entramos al estudio con mis compañeros. Fue entonces cuando él me dijo que tenía que elegir un nombre artístico, que no alcanzaba con Ricky solo. Ahí me acorde que mi mamá me había contado que, cuando yo nací, la enfermera me agarró en sus brazos, me levantó y gritó: “¡Qué Maravilla!”.
—¿Recordó esa anécdota en ese momento?
—Sí, no sé por qué pero se me vino eso a la cabeza. Entonces le dije a Anderle: “¿Y si me pongo Ricky Maravilla?”. “¡Ahí está!”, me contestó. Y yo fui el joven que dio el puntapié inicial en relación a la música tropical. Porque, hasta ese momento, era un género solo para personas mayores. Hasta los músicos que lo cantaban eran grandes. Y yo tenía apenas 25 años cuando empecé a hacer cumbia profesionalmente.
—Durante mucho tiempo, la movida tropical estuvo muy estigmatizada. ¿Usted padeció esto?
—¡Totalmente! Era un género mirado de reojo, como si fuera música de segunda. Yo lo revertí con el tiempo y, en una oportunidad, hasta me convocaron para participar de un desfile en Punta del Este en el que venían modelos de todo el mundo y yo estaba a cargo del show principal, porque un DJ había reversionado mis temas y se escuchaban en todas las fiestas de música electrónica. Así fue como, pocos meses después, llegué al programa de Mirtha Legrand y al de Susana Giménez. Pero en ese momento no me importaba lo que dijeran de mí, porque yo cantaba con el sentimiento y tenía una gran conexión con el público. Y eso fue lo que vio Anderle cuando me hizo la propuesta.
—¿Imaginó algo de lo que iba a venir después?
—No, para nada. Yo fui corriendo a contarle a mi mamá. “¡Voy a ser artista, me ofrecieron grabar un disco!”, le dije. Y, en lugar de ponerse contenta, ella se lamentó: “¡Hijito! ¿Y de qué vas a vivir?”. Ella pensaba en los altibajos que tienen los músicos, en el tema de los boliches, la noche y todas esas cosas. Y no quería eso para mí, quería que siguiera con mi profesión. El tema es que, cuando se lanzó el álbum en Córdoba, fue un éxito. Entonces Anderle me dijo que tenía que ir a actuar allá. Pero yo tenía mi trabajo en la empresa, me había comprometido con los shows en las confiterías y estaba estudiando.
—Tenía que jugársela…
—Él me dijo: “Está perfecto lo que hacés, pero te voy a pedir que pruebes seis meses con la música. Si no te gusta o no te resulta, retomás el trabajo y volvés a la facultad”. Yo fui a hablar con el gerente de la empresa, que como tenía muy buen concepto de mí me dijo que me iba a esperar, pero que a los seis meses y un día tenía que regresar a mi puesto. Y suspendí los estudios.
—¿Nunca más dejó la música?
—Los seis meses se hicieron diez, veinte, treinta…Y ya llevo casi cuarenta años de carrera como cantante.
—No le voy a preguntar cuánto facturó, pero seguro que le fue mejor que con la electrónica…
—La verdad es que, lo que yo quería que fuera mi profesión, terminó siendo mi hobby. Siempre me la paso reparando televisores y todo lo que encuentro a mi paso. Pero, obviamente, vivo de la música. Y, cuando me reciben en los mejores hoteles con alfombras rojas o me llevan en una limusina, me acuerdo de las palabras de mi mamá cuando me decía: “Algún día Dios y los Reyes Magos te van a hacer un gran regalo”. Porque yo creo que, este sueño que estoy viviendo, es un regalo.
—La vida de los artistas, muchas veces, termina siendo muy solitaria…¿En quienes se refugia usted?
—Tengo a mi pareja desde hace quince años, Natali, que también se dedica a la música como yo…
—¿No se separó el año pasado de Taky Natali?
—No. A mí no me gusta mucho habla de mi vida privada. Pero sí, estamos juntos. Y yo me aferro a ella y, obviamente, a mi familia.
—Sé que usted no quiere hablar de los pedidos de ADN que tiene de supuestos hijos extramatrimoniales…
—Así es.
—Pero tiene tres hijos de su primera esposa, Kike, Martín y David, y entiendo que con ellos tiene una buena relación. ¿Estoy en lo correcto?
—Totalmente. Somos todos muy unidos. Y mi mayor orgullo es que sean todos profesionales. Tengo un hijo arquitecto, otro que se dedica al comercio y otro que trabaja en comunicaciones. Además, los tres son músicos. Pero el único al que le gustaría dedicarse a esto es el arquitecto, que además es el arreglador de mis temas.
—¿Usted lo aconseja?
—Por supuesto. Yo le digo que esta profesión es una bendición, pero hay que abrazarla con mucho cariño porque tiene muchos altibajos. Yo los he vivido. Y además, es muy demandante por las giras, los viajes y los shows con los que tenés que cumplir aunque estés un poco enfermo. Porque, cuando estás en el escenario, tenés que olvidarte de todo y brindarte al público. Pero yo logré que la música tropical llegara a todos los estratos sociales. Y a mí esta carrera me dio mucho, de verdad.
—Logró cumplirle la promesa a su mamá y salió de la pobreza, lo que no es poco…
—Sí. Yo, desde muy chiquito, pasé a ser como el jefe de la familia. Y, cuando yo tenía 8 años, mi madre me pidió permiso para ponerse de novia. Había conocido a un hombre muy respetuoso, Agustín, que después pasó a ser mi padrastro y con el que tuvo a mis dos hermanas menores, María del Carmen y Carmen Rosa. Me acuerdo que nunca la tuteé. Le dije: “Usted es muy joven y merece tener un compañero”. Y así fue como se casó en segundas nupcias. Pero yo, por suerte, le pude cumplir mi promesa.