El miércoles 23 de mayo el mandatario chileno Salvador Allende llegó a Buenos Aires para las fiestas del 25 de Mayo y la transmisión del mando presidencial a Héctor J. Cámpora. Al pie de la escalerilla lo esperaba Alejandro Agustín Lanusse quien primero lo saludó militarmente y luego lo abrazo. Cuando los periodistas lo abordaron, Allende se incomodó y solo atinó a responder: “Después que salude al presidente Lanusse. No puedo romper el protocolo”. Luego sorprendió a todos los presentes cuando invitó a Lanusse a la residencia de la calle Tagle donde se alojaría para conversar amigablemente durante media hora. Antes de entrar a la residencia de la calle Tagle, el canciller argentino MacLoughlin le dijo al joven diplomático Eduardo Airaldi, su secretario privado, que lo acompañara porque “seguramente va a escuchar algo interesante”. En medio de una charla amena en el gran salón de la embajada, desde afuera se escuchaban los cánticos y gritos de los muchachos de la Juventud Peronista. También se oían los insultos a Lanusse. En un momento, mostrando su molestia, Allende le dijo al mandatario de facto: “Estos que están afuera finalmente le van a provocar la caída a Cámpora”. No sería la primera vez que Allende se dirigiría críticamente hacia la Juventud Peronista durante las ceremonias en Buenos Aires. El 25 de mayo, luego del juramento de Cámpora, y estando ya en el balcón de la Casa de Gobierno, el edecán diplomático argentino Ernesto Garzón Valdés le señaló a los jóvenes revolucionarios que lo ovacionaban. “Mire Presidente, son como un tigre”. La respuesta del mandatario chileno no pudo ser más clara: “Sí, tiene razón. Ahora, hay que tener cuidado porque cuando uno se monta en un tigre no sabe a dónde lo conduce”.
El 25 de mayo de 1973, el entonces general de brigada Carlos Suárez Mason (el temido comandante del Cuerpo I en 1976) fue designado por el presidente saliente para izar el pabellón nacional en la Plaza de Mayo en la mañana temprano, antes de las ocho. Con su uniforme de gala en el asiento trasero y adelante el chofer emprendió la marcha entre su casa en la avenida Belgrano y la Plaza de Mayo. El trayecto fue corto pues por Diagonal Sur se llega muy rápido. Al entrar en la Plaza el auto sólo desarrolló una velocidad entre 15 y 20 km/h. Debía esperarlo una sección del comando en Jefe para izar la bandera. Su sorpresa fue que no había nadie esperándolo. Vio gente colgada del mástil central y trepada a la histórica pirámide. La bandera del ERP reinaba en la plaza izada en el mástil central. Atravesó la plaza en medio de insultos y patadas y trompadas arrojadas a la carrocería del automóvil, con todas las amenazas del caso, pero pudo arribar a la puerta lateral de la Casa Rosada. Suárez Mason bajó del automóvil y se dirigió hacia la entrada donde el centinela de guardia temblaba como una hoja en un temporal de viento, pues se encontraba solo frente a la multitud, entonces le ordenó dirigirse hacia el edificio del comando en Jefe del Ejército cosa que el soldado cumplió corriendo. Luego se dirigió hacia la calle Azopardo y paro en la escalinata de entrada cuando justamente llegaba al edificio el entonces Jefe de Operaciones y le ordenó:”Comunique al general Lanusse que no voy a izar el pabellón nacional en la Plaza, tomada por el terrorismo y cuyo mástil está ocupado por la bandera del ERP. Por cualquier cosa estaré en mi comando, en Remonta y Veterinaria”.
En su comando Suárez Mason encabezó la ceremonia militar de la mañana y después el tradicional chocolate. Una vez que volvió a su casa les dijo a sus hijos mayores: “Vístanse con jeans y zapatillas y vamos a caminar. Estas cosas en esta vida las tienen que ver por si solos, con sus propios ojos y no se las tienen que contar los viejos”. Una vez cambiados salieron caminando por Tacuarí hacia avenida de Mayo y al llegar a Hipólito Yrigoyen pudieron ver cómo los activistas escupían y tiraban piedras al paso de una sección de cadetes de la Escuela Naval que venían formados en fila india por Tacuarí. Los marinos se formaron en grupo y pusieron armas al hombro y la turba retrocedió. Allí se observaba el principio de lo que vendría, destrucción por doquier e intentos de agresión a todo aquel que portaba uniforme, sea policía o integrante de las FFAA.
El Cabildo era una choricería popular, la plaza invadida por personas armadas con palos, algunos con las caras tapadas. Ya se podía ver en directo el incendio de automóviles y de un colectivo sin que la autoridad policial intente un esbozo de respuesta, pues estaba totalmente superada. Llegaron padres con sus hijos, sonaron tiros desde el bajo de Libertador y aparecieron numerosos grupos con las banderas y carteles de las organizaciones armadas, y coparon la primera fila. No faltaron los encapuchados, algo que no se justificaba. No se sabía lo que pasaba en el Congreso y cuando el discurso de Cámpora ante el pleno terminó –habló tres horas– se esperaba su llegada en automóvil descapotable. Ni pensarlo, a esa altura de la jornada los desmanes parecían incontrolables. Grupos bien identificados habían tomado por asalto el palco oficial. Mirando hacia la Casa Rosada se podía ver cómo la pintaban con consignas guerrilleras (“casa montonera”) y se insultaba a los visitantes que se reconocían mientras los golpes sacudían sus enormes puertas. Al comandante de la Armada, almirante Coda, parecía que lo linchaban si no fuera que lo auxilió su custodia. Todo uniformado era agraviado. Uno de los momentos más difíciles fue ver como a pocos metros se volteaba a un policía de la División Azul y se le quemaba la moto. “Se van, se van y nunca volverán” (los militares) gritaba la gente, azuzada por la “militancia”. En un momento, en medio de las corridas, los gases y el humo de los autos incendiados, jóvenes con brazaletes de la JP intentaron establecer el orden, mientras se podían observar algunas caras conocidas: Soledad Silveyra, sonriente; Piero con un cartel, Juan Carlos Gené, David Stivel, Bárbara Mujica y al padre Carlos Mugica que se trepaba a la Pirámide.
En el Salón Blanco de la Casa de Gobierno no entraba más gente. Era tal el desorden que Allende comentó: “Un poco más y también juro yo”. Tras entregar la banda presidencial, Lanusse salió por la puerta que da a Paseo Colón bajo la atenta mirada de los periodistas Enrique Bugati (Clarín) y Enrique Maceira (La Prensa), afirmando “yo no me ando escapando de nadie, me iré por donde vine”. El almirante Coda y el brigadier Rey partieron en helicóptero mientras en la plaza les dirigían todo tipo de improperios. Luego, Cámpora salió al balcón a hablar a la multitud.
Para el entonces teniente Jorge Echezarreta, oficial del “Escuadrón Junín” del Regimiento de Granaderos a Caballo, el 25 fue una jornada inolvidable por lo traumática. “Me mandaron a la Catedral con mis soldados para atender el Tedeum (misa de acción de gracias) que se iba a realizar ese día, al que iba a asistir el presidente Cámpora y las delegaciones extranjeras. Desde las primeras horas de la mañana mucha gente pretendió invadirla. Tuvimos que cerrar las puertas y poner pedazos de mármol y escombros de una obra vecina como barricada y contener a la gente. No teníamos el armamento reglamentario, solo los sables. Nos quedamos ahí hasta pasadas las 20 horas en que me fue a rescatar el capitán Julio César Veronelli, a pesar de encontrarse con hepatitis. Adentro de la Catedral estábamos a oscuras, porque nos habían cortado el agua y la luz. Uno de los que pasó por esa situación fue Benito Llambí que estaba a cargo del protocolo del Tedeum (49 días más tarde sería Ministro del Interior)”.
“Afuera escuchábamos los cánticos “a la Casa de Gobierno la cuidan los granaderos, y después del 25 la cuidan los montoneros” Tuve que retirar a mis soldados de las calles para evitar que una multitud enardecida, pusiera sus manos sobre los hombres vestidos con uniformes de Granaderos e intentaran robar los tesoros de la catedral, las cenizas del General San Martín o el cofre del Soldado Desconocido. A la noche y cuando ya no quedaba nada por quemar y romper en la Plaza, fuimos rescatados por el teniente Luchessi y en el cuartel nos esperaba el coronel Daniel García. Se alegró mucho, por haber superado el episodio sin heridos, y me dijo: Tenemos que ir a dar gracias a la Capilla, y le respondí “mi Coronel, pasé 12 horas con Dios en la Catedral, tomando agua bendita, déjeme ir al bar, con mis camaradas”, se rió y me acompañó. El Tedeum se realizó el día siguiente y me tocó estar entre el presidente Cámpora y Vicente Solano Lima.