Desde el archipiélago de las islas de San Blas, en pleno Caribe de Panamá, una familia argentina se prepara para la aventura más grande de su vida. Hace seis años Constanza Coll y Juan Manuel Dordal navegan en altamar junto a sus dos hijos, Ulises y Renata, y su perra Lula. Todo empezó con un curso de timonel, sin que ninguno de los dos tuviera experiencia ni tradición náutica. Descubrieron una pasión cuando zarparon por primera vez en una embarcación prestada en Nueva Zelanda, después se convirtieron en papás, y antes de que su primogénito cumpliera dos años, zarparon en un pequeño velero a “perseguir atardeceres”, como suelen decir. Ella periodista de profesión, y él psicólogo, dejaron el departamento donde vivían en Buenos Aires, y se reinventaron varias veces. Luego fueron cuatro, con la llegada de la más pequeña, y actualmente están a bordo del Cambombia, un barco de 50 pies que data de 1986 y fue diseñado por el argentino Germán Frers, considerado una eminencia en la industria naval. “Este es un antes y un después para nosotros porque vamos a cruzar el Pacífico, una navegación a la que muy poca gente se anima, que es dar la media vuelta al mundo sin escalas, hasta soltar el ancla en la Polinesia Francesa”, expresa Constanza en diálogo con Infobae.
Juan y Constanza se conocen desde el jardín de infantes, ya que ambos pasaron su infancia en Ciudad Jardín, Lomas del Palomar. En la primaria ya intercambiaban algunas cartas de amor, pero no fue hasta los 19 años que se pusieron de novios. A los 23 se fueron a vivir juntos, y atravesaron muchas etapas durante dos décadas. Con tan solo un recorrido por las publicaciones de su cuenta de Instagram, @el_barco_amarillo -donde superan los 93.000 seguidores-, se percibe que el romanticismo está intacto. Son grandes generadores de proyectos que encaran con mucha energía, los concretan y cuando sienten que la misión está cumplida, se proponen nuevos objetivos. “La convivencia puede ser difícil estando en un barco las 24 horas todos los días, nosotros vivimos arriba del barco, ahí educamos a nuestros hijos; además de padres somos un equipo de trabajo, somos tripulación y somos pareja”, explica Coni.
Ulises, de 7, está cursando sus estudios a través del sistema de educación a distancia del Ejército Argentino, y es un gran compañero de juegos y risas de su hermana Renata, de 3. “Uli tenía un año y medio cuando se mudó al barco, y ha aprendido de geografía, de clima, de navegación, del medio ambiente, de diferentes culturas e idiomas, la verdad es que nunca deja de sorprendernos”, confiesa. Se acuerda de que cuando quedó embarazada muchos le dijeron que con un hijo tan chico iba a ser imposible viajar, y aquellos miedos ajenos quedaron muy pero muy atrás. “Como yo era periodista de viajes, mucha gente que me quiere me alertó, con el concepto de que la maternidad es una cosa que no te deja hacer lo que querés, que se me iba a terminar ‘eso de andar de aquí para allá’, y hoy pienso que la realidad es que tus hijos están felices si vos estás feliz; y los chicos son felices estando en el barco”, sostiene.
Dejarse sorprender
Tenían 25 años cuando arribaron al mundo náutico. Durante el primer cuatrimestre del curso de navegación surgió una oportunidad que cambió su forma de concebir la felicidad. “Llevábamos cinco meses de práctica en una embarcación de 19 pies, y yo me tiré al lance a ver si me prestaban un barco para hacer una nota en Nueva Zelanda, ¡y me dijeron que sí!”, repasa la periodista, con el mismo asombro que sintió en ese entonces. Se fueron rumbo al país de Oceanía y se sorprendieron aún más cuando les entregaron un barco de 32 pies, que era un lujo para ellos. “Quedamos fascinados, porque no sabíamos nada de barcos, y cuando vimos que había una cocina, una cama, un baño, que de repente podías vivir ahí, los dos pensamos: ‘No necesitamos nada más, esto es lo que queremos’”, asegura. Aquellos días surgió el sueño de algún día llegar a la Polinesia Francesa, mientras hacían zoom en las cartas náuticas.
Constanza siente que de alguna manera estaban destinados a vivir en el mar, porque cada persona que se cruzaron en el camino y cada decisión que tomaron resultó fundamental para llegar al presente. No parecía el momento ideal para dejar la vida tal como la conocían: vivían en un departamento en Núñez con buena ubicación, tenían trabajos estables, podían hacer carrera en sus respectivas profesiones, un auto, y un jardín a pocas cuadras para que Ulises empezara la salita de 2. “Muchos pensaron que estábamos locos, pero nos fuimos igual, rumbo a Brasil en nuestro pequeño velero de 28 pies con Uli chiquito, con la idea de que nos iba a alcanzar con lo del alquiler de nuestra casa, y un poco de dinero del retiro voluntario que aceptó Juan”, indica. Sin embargo, a la semana de soltar amarras se dieron cuenta de que ese plan ya no era viable porque se desató una gran crisis económica.
“Lo que originalmente equivalía a 800 dólares, se redujo casi a la mitad, o sea que la conversión no nos favorecía y lo del alquiler no nos iba a alcanzar para vivir, pero estábamos decididos a no dar marcha atrás”, rememora. Con menos de 1000 seguidores en Instagram, no imaginaban que en esa red social estaba la clave, y de hecho, fueron los usuarios los que les empezaron a preguntar si recibirían huéspedes en el velero. “Nos escribían diciéndonos que querían venir a pasar algunos días con nosotros, vivir la experiencia que compartíamos, y desde ahí no paramos, ya superamos las primeras 100 personas que nos visitaron, y ahora mismo ya tenemos varios que quieren venir cuando lleguemos a la Polinesia”, revela.
Una vez más, familiares y amigos se preocuparon por ellos, y hasta rezaban para que no tuvieran inconvenientes en su nueva faceta de anfitriones. “Que nos acompañaran desconocidos les generaba temor, pero todas fueron experiencias espectaculares, tanto para los huéspedes como para nosotros, porque aprendemos de todo, vamos viajando, conociendo lugares, comidas nuevas, haciendo amigos y despidiéndonos hasta que nos volvamos a ver”, expresa. El intercambio de experiencias les llenó el alma, e incluso fue un antes y un después para muchos de los que pasaron por su hogar flotante. “Creo que todos vinieron con la idea de cambiar algo, al ver cómo cambiamos nosotros se animaron a tomar decisiones personales, ya sea cambiar de trabajo, aprender algo nuevo, seguir una pasión, darle más espacio a la naturaleza en el día a día; y a concebir la salud no solamente como ‘no enfermarse’, o tener una prepaga para que si nos enfermamos nos curen; estar saludable para nosotros es estar vivo, sentir el cuerpo y estar dispuestos a enfrentar desafíos, con seguridad en nosotros mismos”, enfatiza.
Aquellos años de transformación Constanza también se dedicó a escribir el libro El Barco Amarillo, que justamente cuenta la historia de una familia argentina que decide emprender un viaje en velero sin fecha de regreso por las costas de Brasil. “Me lo publicaron y eso representó un ingreso también, así que pudimos reinventarnos, y teníamos el sueño pendiente de alguna vez construir una casa con nuestras propias manos, lo que finalmente sucedió gracias a la ayuda de muchos amigos”, revela.
Sueños en tierra y en mar
Un pequeño terreno en Ilha Grande despertó aquel anhelo, y pusieron todas sus energías en esa meta. Un huésped brasilero que se dedica a la carpintería se ofreció a ayudarlos a construir, y de a poco fue tomando forma. “Era un desafío hace runa casa en una isla, en otro país, con poco presupuesto, y queríamos hacer bioconstrucción, algo ecológico que cuidara el medio ambiente, rescatar material del mar y de las costas, recuperarlo, era mucho trabajo”, admite Coni. La fuerza arrolladora de esta familia y el cariño que generan en quienes los conocen, hizo la magia. No hicieron una, sino varias casas, hechas principalmente con madera y vidrio, y quedaron espectaculares.
Le pusieron todo el amor, plantaron canteros frutales, crearon los muebles de manera artesanal y coronaron el segundo piso con un balcón, una hamaca y vistas a las aguas turquesas. “Son simples, pero hermosas, y cuando contamos que habíamos cumplido el sueño muchos pensaron que nos íbamos a quedar en tierra, que el barco lo íbamos a dejar para los fines de semana, pero estuvimos dos meses y ya nos resultaba inviable estar en tierra”, confiesa. “Uno se acostumbra tanto al movimiento, a la brisa, a ver los atardeceres, los amaneceres, estar sin tantas personas alrededor, que nos volvimos al barco”, comenta. Lo habían charlado seriamente, y sentían que Brasil había cumplido su ciclo, que ya habían navegado por toda la costa, conocían la música, la comida, habían entablado amistades con muchos brasileros, y hasta tenían una hija brasilera.
“Siempre supimos que queríamos ser papás de nuevo, pero dudábamos si iba a ser compatible con el estilo de vida que llevamos, hasta que sentimos que sí, que las condiciones estaban dadas; quedé embarazada en Salvador de Bahía, y después enseguida llegó la pandemia, así que decidimos quedarnos al norte de Brasil”, cuenta. En cada puerto se iba haciendo los estudios médicos para controlar el avance de la gestación, y lo combinaba con el seguimiento de un médico en Argentina. “Pasé mi embarazo sin ningún inconveniente, fue perfecto, hacía yoga en la cubierta, me sentí súper bien, y el parto fue en una clínica, donde me quedé solamente un día”, detalla.
Recuerda el momento en que se subió a un bote para ir desde el muelle hasta el barco, con la bebé, de un día de nacida en el huevito, Ulises con 4 años, Juan y la perra. “Una imagen hermosa y graciosa, pero no veíamos la hora de volver, porque ahí nos sentíamos seguros”, enfatiza. Y agrega: “Muchas veces el mar está asociado al miedo por las tormentas, las películas catastróficas sobre naufragios, la piratería; y nosotros que llevamos seis años a bordo los 365 días del año, no creemos que el miedo sea el camino, sí el respeto, entender que es el mar conecta el mundo entero, que es una fuerza súperpoderosa, y que los riesgos se pueden reducir y casi que anular cuando controlamos cuándo zarpar, cuándo llegar, qué rutas hacer, estar preparados, ir sin apuro y de manera cautelosa, y es así como nos manejamos”, remarca.
Después de terminar la construcción de las casas sustentables, -en Instagram @casascoral_ig-, zarparon nuevamente, y pusieron en alquiler las viviendas, que funcionan hasta la actualidad con reserva previa. No tenían un rumbo definido, así que recurrieron a las redes sociales, donde su ahora multitudinario público está atento a cada uno de sus posteos. “Les contamos que estábamos definiendo hacia dónde ir, que podía ser Panamá, el sudeste asiático, Grecia, y que si conocían a alguien que nos pudiera prestar un barco o hacer intercambio, nos avisaran”, indica. La respuesta llegó más rápido de lo que imaginaban, por parte de una familia salteña que les ofrecía una embarcación que habían comprado recientemente, y como todavía no habían aprendido a navegar, iba a estar desocupada durante al menos seis meses.
“Lo habían dejado en Panamá hasta que pudieran venir, conocían nuestra historia, nos brindaron su generosidad; y mientras lo usamos le hicimos algunos trabajos al barco para que les quedara listo para navegar, y nos fuimos a las islas de San Blas en Panamá, que disfrutamos un montón”, relata. Fue después de conocer ese paraíso que supieron que era momento de conseguir un barco propio para seguir la travesía. Hasta ese entonces habían pasado por tres embarcaciones: primero el Tangaroa, de 5,90 metros que se las había prestado su maestro de náutica, Jorge Correa; luego el Tangaroa II, muy artesanal y pintado de amarillo -de allí surgió el nombre de sus redes-; y tras el nacimiento de Renata pasaron a un artillero francés de 25 pies. “Queríamos navegar el océano y sentíamos que ese barco no era el más indicado, así que lo pusimos a la venta y se vendió en dos minutos en Brasil”, cuenta, y esa venta fue la antesala a encontrar el barco de sus sueños.
El milagro del Cambombia
Ni bien vieron el dibujo del perfil del barco, se enamoraron del diseño. “Es un orgullo nacional sea obra del diseñador naval argentino Germán Frers, y fue construido por Beneteau en Francia en 1986, con interiores de madera de teca, caracterizado por su fortaleza, que se desliza veloz y cómodo en el mar, porque se diseñó para correr regatas oceánicas, es decir que es el barco perfecto”, describe. Y el tamaño también resulta ideal, con 50 pies y mucho más espacio en los tres camarotes con tres baños, y cocina con comedor. “Nunca me imaginé estar parada en una cubierta de 15 metros de largo, porque claramente estaba fuera de nuestro presupuesto”, dice entre risas.
Así como aquella vez probó suerte y propuso hacer una nota en Nueva Zelanda, le mandó un mensaje al dueño de la embarcación y le abrió su corazón sobre la vida que llevan como familia. “Le escribí sobre nuestros proyectos de navegación, para qué queríamos el barco, y por qué resultaba tan especial para nosotros este barco en particular”, describe. Del otro lado, el propietario de nacionalidad británica, navegante desde muy joven, leyó atentamente las palabras de la periodista, que a la hora de explayarse con su pluma deja el corazón como garantía. “Se copó con el proyecto y nos vendió el barco a la mitad del precio que estaba publicado”, remata. “El Cambombia -el nombre con que bautizaron la embarcación- fue un milagro, incluso cuando entramos y lo conocimos era todo perfecto”, asegura emocionada.
Viajaron 1000 millas desde Santa Lucía hasta Cartagena, y como no disponían de piloto automático, navegaron al timón en turnos de 12 horas cada uno durante ocho días. “Al llegar a Panamá sentíamos que el barco estaba pidiendo millas, que las condiciones de navegación estaban dadas para ese sueño que teníamos al principio de dar media vuelta al mundo, y lo pensamos mucho, porque es una responsabilidad gigante llevar a dos niños pequeños a través del Pacífico durante 35 días”, reflexiona. Por un instante barajaron la posibilidad de que Ulises y Renata se quedaran con sus abuelos en Buenos Aires durante ese mes, pero no podían imaginar lanzarse a la experiencia sin ellos.
“Queremos llegar a la Polinesia Francesa con nuestros dos hijos y mostrarles que se puede, sentimos que estamos preparados, tanto a nivel seguridad, porque hicimos todas las tareas que había que hacer para preparar el barco, como con la experiencia de Juan, tenemos un excelente capitán que en seis años nunca permitió que la pasáramos mal a bordo”, dice con admiración. Y además, la tripulación que los acompañará le brinda aún más tranquilidad y contención. “Gracias a que el barco es más grande pudimos invitar a tres amigos; una pareja de biólogos argentinos que navega hace bastante, por ende nos aportan también sus conocimientos; y Andrea, una chica que fue huésped en el barco amarillo en Brasil en dos oportunidades, y ella es médica emergentóloga pediatra cirujana, así que estoy chocha”, expresa.
Con alegría, cuenta que la profesional de la salud que las acompaña preparó todo tipo de insumos. “Más que una farmacia se trajo un hospital ambulante, hasta polvos para preparar yesos por si hubiera alguna quebradura, o si tuviera que operar, así que más no puedo pedir; hicimos un millón de cosas para llegar con la certeza de que estamos con el barco en óptimas condiciones para cruzar el océano. De otra manera no iría, ni mucho menos llevaría a mis hijos”, resalta. Ya hicieron las compras para los 35 días que estarán navegando, provisiones que combinarán con la pesca diaria, y el 6 de abril zarparon para cruzar el canal de Panamá. “Eso demora un día completo, y la idea es no parar en ningún lado hasta llegar al destino, recorrer algunos meses las islas francesas, y después barajar y dar de nuevo, a ver qué nos depara el futuro”, proyecta.
El entusiasmo está a flor de piel, y se combina con un viaje en el tiempo hacia los inicios, donde hubo muchos obstáculos que vencer, prejuicios que derribar y convicciones que mantener con el ejemplo. “Trabajamos mucho, tenemos actividades en el barco, son muchas las cosas que hay que hacer para mantener este estilo de vida, y afrontamos momentos difíciles, como cuando alguno de los chicos se enfermaba buscar el hospital más cercano y tener que acercarnos lo antes posible, pero siempre resolvimos y salió todo bien”, asegura. Al contrario de lo que solían decirle, sus hijos no fueron una limitación, sino una constante motivación para no perder de vista el foco de su bienestar.
“Tenemos reglas con las pantallas, que los dibujitos se permiten recién después del atardecer, cuando se hace de noche, y hace poco cuando volvimos al mar después de dos meses en tierra, se hizo la hora y ninguno de los dos quería irse de la cubierta, porque habían extrañado tanto ver esos paisajes que no les interesaba”, cuenta. Y con ternura recuerda las palabras de su hijo: “Estábamos ya con nuestros amigos en plenos preparativos en el barco, Juan estaba tocando la guitarra, Renata cantaba con él, y Ulises me miró y me dijo: ‘Ay mamá, esto es vida, esto es la vida’”. Siente que es como suele decir su pareja, que todo cambia según la perspectiva de quien contempla. “Antes de tomar esta decisión le pregunté cómo íbamos a hacer para estar en el medio de la nada con los chicos, y él me contestó: ‘¿En el medio de la nada o en el medio de todo? ¿En medio de todo lo que nos gusta? ¿En medio de nuestra familia? ¿En medio de una experiencia inolvidable con amigos? ¿En conexión con todo el mundo a través del mar?’, y con eso me respondió todo, así que soltamos las anclas y nos vamos hacia nuevos paraísos”.