Durante años estuve convencida de que mi boda había sido el día más feliz de mi vida. Ni el hecho de haberme separado cambiaba la perspectiva de todas las cosas increíbles que había vivido entonces.
Ya en las horas previas me sentía una reina: la manicura trabajando para que mis manos y pies estuvieran perfectos. La modista ajustándome el vestido que era soñado. El estilista y la maquilladora produciéndome como si fuera a recibir el Oscar. El fotógrafo, haciendo su trabajo en medio de tantas personas que solo se ocupaban de mí. Un descapotable esperándome para llevarme a la iglesia…
En la entrada a la basílica casi me muero de miedo y emoción: tomada de la mano de papá escuché las trompetas y al abrirse los pórticos vi a una multitud clavándome las miradas. Un coro con voz de ángeles cantaba el Ave María y mi futuro marido me esperaba en la otra punta de la alfombra roja con los ojos llenos de lágrimas. La ceremonia fue hermosa y cuando terminó, todos nos abrazaban, nos decían cosas divinas al oído, querían estar cerquita nuestro.
La fiesta también fue increíble. Apenas llegamos la música empezó a sonar al máximo y todos aplaudían, gritaban, se volvían locos. Después de bailar y saltar un buen rato, nos fuimos a comer algo mientras la gente hacía fila para hablar con nosotros, para sacarse alguna foto.
Bailé el vals con papá, con mi marido, y seguimos a full toda la noche. Al amanecer nos fuimos a desayunar con los íntimos y después de unos abrazos eternos nos dejaron en el hotel. Dormimos pocas horas y salimos para nuestra luna de miel en Rio.
Diez años y muchas experiencias después seguía convencida de que ese había sido uno de los mejores momentos de mi vida. Pero a los cuarenta y algo me animé a meterme con esa vaca sagrada. Aunque percibía que había sido un día muy especial, me pregunté si acaso eso era la felicidad. El disparador fue darme cuenta de que la mayoría de las personas que me habían abrazado y sonreído, en realidad no representaban nada para mí.
Claro, esa noche y por un rato, se había cumplido el sueño de mi vida: ser el centro atención, que todos me miraran, me quisieran, me admiraran.
Entendí por qué las estrellas tienen tantos problemas con las drogas y el alcohol y hasta terminan suicidándose. Si están llenas de momentos parecidos al de mi boda; ¿cómo bajarse de ese tren y volver a ser normales? ¿Cómo seguir con la vida cuando el reloj marca las doce y la Cenicienta tiene que regresar a la realidad? Para peor a ella la van a buscar, la encuentran y rescatan. En nuestra vida común nadie nos busca y mucho menos nos rescata. Tenemos que seguir viviendo esta vida, no la de los sueños.
Pensé en los líderes políticos y en su imposibilidad de retirarse. Esa necesidad de ser siempre el centro de la escena. Por eso la historia suele ser cruel y con frecuencia los echa por la puerta trasera. Igual, comprendo su adicción; ¿quién no quiere vivir permanentemente en un estado como el de la noche de bodas? Pero que caro es el precio de tener esa vida: aguantarse todas las miserias humanas, solo para disfrutar unos instantes de un falso paraíso.
Vinieron a mi mente tantas celebridades preocupadas por sus figuras, por estar flacas, jóvenes, como si le pudieran ganar al tiempo. El esfuerzo que hacen por tener alguna alfombra roja que pisar, incapaces de ver los enormes costos que pagan por ese reconocimiento.
Tantos años creí que el día más feliz de mi vida había sido el que fui el centro del universo. Y eso era lo que seguía buscando, convencida de que se trataba de la felicidad. Hoy sé que no pasa por ahí, que no necesito tanta parafernalia ni adrenalina.
Hablar a corazón abierto con una amiga, tapar a mis hijos mientras duermen, oler mi cafecito en un bar cualquiera o abrazar sin ropa a mi pareja son algunas de las cosas que me dan verdadera alegría. Es algo más simple y sin embargo más profundo.
Mi corazón descubrió que el reconocimiento no tiene mucho para ofrecer. En el fondo, no es más que un pobre sustituto del amor.
La verdadera plenitud solo existe en el encuentro con el otro.
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Nos pasamos la vida subiendo una escalera para darnos cuenta, cuando llegamos arriba de todo, de que estaba apoyada en la pared equivocada.
La felicidad es una relación con uno mismo y con los demás.
Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”