Me dirijo a Deshnoke, un pequeño pueblo de unos quince mil habitantes en el noroeste de la India, en el Distrito de Bikaner, perteneciente al Estado de Rajastán. Me alojo precisamente en Bikaner, que es bastante más grande, en una zona desértica, conocida como el desierto de Thar. Pese a lo desértico del entorno, hay gente, mucha gente, como en casi toda India y también animales sueltos. En la ruta y llegando a los lugares más habitados es muy común cruzarse cabras, cerdos, perros, monos, algún camello y por supuesto, vacas, en todo momento y en todo lugar. En el medio de una avenida, en una calle peatonal de dos metros de ancho o una vaca como la que me cruzo al avanzar por una autopista, parada, de frente a los autos que avanzan, en medio de la calzada, con una colorida guirnalda que cuelga de su cuello.
Viaje al mundo de las ratas en India
Nuestro corto trayecto, en distancia, no tanto en tiempo, porque en India hay que ir despacio por el estado del camino, por como conducen, por animales y gente en la ruta, llega a su fin y llegamos a Deshnoke. El lugar es gris, y no tiene muchos atractivos, salvo un sitio al que concurre muchísima gente, algunos turistas y muchos, la mayoría, lugareños. Se trata del Templo de Karni Mata, más conocido como el Templo de las Ratas. El lugar es una construcción que ocupa una superficie extensa, rodeado de un muro muy alto, y que fue construido en honor a Karni Mata, una india que nació en 1387 y vivió más de cien años. Esta mujer es adorada como la reencarnación de una diosa, la diosa Durga.
Me descalzo, dejo las zapatillas en el piso y espero que estén en el mismo sitio al salir. Ingreso al complejo tras cruzar la alta puerta de acceso, de plata, al igual que otras en el interior. Enseguida, apenas entro, entiendo porque el sitio es conocido como el Templo de las Ratas. Accedo a un gran patio que rodea al edificio principal, de un color ladrillo suave, y allí enseguida me sorprendo al descubrir como pequeñas ratas, y otras no tanto, se cruzan de un lado a otro. Veo como juegan, como si fueran mascotas, se trepan y se mueven como piezas de un gran rompecabezas.
Tengo que confesar que las ratas no son mis animales predilectos, me causan una especie de escozor, una tensión que me cuesta evitar, pero muy profesionalmente me concentro y me pongo a filmar. En otros sitios, muchas veces, me equivoco y repito una toma, una escena. Creo que esta es la vez en la que menos me equivoco en mi vida, mi concentración sube hasta niveles insospechados, tengo que salir entero de esta experiencia. Lo increíble sucede a mi alrededor: la gente las alimenta. La tradición indica que da suerte hacerlo. Las ratas no se desesperan con la comida, lo que indica que están bien alimentadas.
El Templo alcanzó su forma actual a comienzos del siglo XX. Fue construido por el Maharaja Ganga Singh, de Bikaner. Lo dedicó a la diosa, en especial el santuario en el medio del complejo. Cada día, a las cuatro de la mañana, se abre al público, y en ese momento, religiosos dan comida a las ratas como una ofrenda. En ese momento, realizan una ceremonia llamada Manda Ki Aarti, a través de la cual le dan una comida que se conoce como Boog.
La historia del surgimiento del templo original nos lleva a mucho tiempo atrás, a leyendas que relatan que un pariente de Karni Mata cayó a un estanque y murió. Karni Mata imploró por su vida al Dios de la Muerte y éste lo perdonó con una condición; que tanto ella como sus hijos permanecieran por siempre en el templo. Otra leyenda nos dice que veinte mil soldados escaparon del ejército siendo considerados desertores, lo cual era condenado con la muerte. La condición para perdonarlos era que permanecieran de por vida en el templo, convertidos en ratas, como guardianes. Veinte mil es la cantidad de ratas que se dice hay en el templo.
Así como para mí es un lugar que despierta curiosidad, muchos concurren a pasar el día. Algunos realizan plegarias u ofrendas y otros simplemente se sientan en el lugar con familia y amigos a pasar un momento ameno. Veo dos muchachos charlar en forma distendida, el más alto de los dos extiende su mano sobre una baranda y parece querer acariciar una rata, que ni se asusta ni se acerca, sigue indiferente. Otro grupo, se sitúa contra una pared. Uno toca una especie de bombo bien grande, mientras un hombre mayor guía una melodía pegadiza con una flauta.
Una característica es que entre las ratas hay muy pocas que son de color blanco y ver una trae suerte. En un momento dado veo que la gente se arremolina en un costado. Ahí, al fondo de una habitación a la que no se puede acceder, hay una rata albina, descansando, casi inmóvil en un rincón. Me filtro entre la gente y la veo de cerca, buscando mi dosis de buena fortuna. Me queda la duda si el pobre animalito fue puesto ahí como una rutina diaria o si fue obra del azar verlo.
Llega la última parte y es la que más me cuesta. Siempre descalzo, entro al interior del templo y ahí la sensación es más fuerte, porque el recinto es pequeño y pasan casi rozando mi cuerpo. La gente hace una fila y recibe una especie de sermón, en un contacto mucho más relajado que el mío, con el tañido de unas campanas que suenan de fondo. Recibo mi bendición y paso a la prueba final: avanzo por un pasillo de unos dos metros de ancho que con su eje siguiendo la forma de una herradura rodea al altar, caminando como si fuera por una soga a cien metros de altura. Prohibido mirar hacia abajo. Sobrevivo y llego de vuelta al salón principal, en dónde mientras recupero el aliento, permanezco unos minutos mirando las ratas. Los roedores comen pedazos de comida, juegan, corren, beben leche que les ponen en una especie de gran paellera.
Si uno las viera por primera vez hasta podría decir que son simpáticas. El problema es que yo las conozco de antes.