“La idea es ponerle al espectáculo todo el valor agregado posible. Aquí lo único que no podemos garantizar es que el partido sea bueno. Lo demás, está asegurado”. Una reflexión por el estilo se le escuchó alguna vez a un referente de la NBA en el sector reservado a uno de los principales sponsors de la competencia en el Madison Square Garden, de Nueva York.
Esa lógica, que caracteriza al mayor certamen mundial del basquetbol no difiere demasiado de cómo piensan el asunto desde la NFL (Futbol Americano), la MLB (Major League Beisbol) o la NHL (National Hockey League) hasta Wimbledon, Roland Garros, la FIFA, el Comité Olímpico Internacional y demás corporaciones del deporte. Dicho en bruto: si el partido es feo, que no se note.
Nada demasiado distinto a lo que, en los mismos acontecimientos, se genera a través de la televisación. En el fútbol es FIFA TV. En el olimpismo, el OBS (Olympic Broadcasting Service). La calidad y la versatilidad de la generación de imágenes hace que uno quede cautivo independientemente de la excelencia deportiva de lo que se está mirando. Muy arbitrariamente registro como ejemplo aquella histórica semifinal del Mundial 2014 en el que, cierre de Mascherano mediante, la Argentina le ganó por penales a ese equipo de naranja entonces llamado Holanda y que hoy se reversionó bajo el nombre de Países Bajos. Muchos de ustedes y yo recordamos el partido como algo apasionante, de esas ocasiones en las que ni nos dimos cuenta de que pasamos tres horas atornillados a un sillón sin enterarnos de que existía algo llamado mundo exterior. Estoy convencido de tres cosas: de que el partido fue malo y casi sin chances de gol, de que lo fascinante fue la incertidumbre y de que la extraordinaria calidad de la televisación no nos permitió detenernos en sutilezas técnico-tácticas. Insisto. Idea arbitraria pero que sirve para dimensionar el peso específico que tiene el concepto de valor agregado en el show business del deporte del Siglo XXI.
Entrañable para la memoria de los argentinos, el Mundial de Qatar hizo lo suyo al respecto. Desde la previa y la salida a la cancha de los equipos hasta el espectáculo de luz y sonido del entretiempo –solo faltó que apareciera Chris Martin en vivo tocando su “A sky full of Stars”-, en Doha nada importó más que el juego en sí, pero lo periférico ayudo un montón a matar la ansiedad. Y a llenar nuestros celulares de videos inoxidables.
Acostumbrados a los banquinazos, los argentinos que celebramos aquella fiesta en persona pasamos sin escalas de un show repleto de estrellas a estadios en los que, mientras se está por tirar un corner vemos en segundo plano la ropa colgada en el tender de la vecina del club. O a la tele colocar las cámaras de espaldas a la única platea en la que hay público. O a populares en las que se reemplaza al prohibido público visitante por gigantografias en cartón de antiguas luminarias del equipo local.
Tal vez por eso consideramos como una queja más que la Copa América 2024 haya comenzado con un partido jugado en un campo de juego sin sentido. No es que la pelota haya andado a lo loco como si tuviera un conejo adentro, pero fueron demasiadas las ocasiones en las que se notaba la incomodidad tanto de argentinos como de canadienses. Incomodidad práctica y visual: desde que el cuerpo técnico de Scaloni mantuvo el día anterior una larga charla con una señora responsable del asunto era evidente que la cosa estaba lejos del legendario “verde césped” que pregonaba Angelito Labruna.
El asunto no es el nivel de degradación de la superficie. Ni siquiera la real influencia en el desarrollo del juego, aunque al día siguiente del estreno el uruguayo Jorge Fosatti, entrenador de Perú, dio a entender que la lesión de Luis Advincula podría tener que ver con que las alfombras de césped natural del estadio de Arlington se instalaron de última y sobre una base demasiado dura. Lo que hay que mirar y debería haber impuesto como condición la dirigencia sudamericana, es que cualquier anomalía con el campo de juego es una señal elocuente de cierta falta de interés en la realización del torneo en un tierra que, repleta de iconos del deporte, pletórica en campeones mundiales y olímpicos, abundante en ejemplos que ojalá algún día logremos imitar, lleva medio siglo intentando vanamente que el fútbol sea algo más que un pariente menor de sus competencias real y espontáneamente populares. No es sino un síntoma más al respecto que unos cuantos vecinos de Atlanta se preguntaran si había un congreso de algo en la ciudad ante la presencia de lo que, en realidad, era un montón de gente entusiasmada con el debut del campeón del mundo.
Cuesta imaginar que los estadios de la Eurocopa –coincidencia maldita que nos lleva a inevitables e ingratas comparaciones- tuviesen campos de juego a los cuales acondicionar poco antes de los partidos, sea por un recital reciente de los Rolling Stone, sea porque hay que pasar del artificial al natural, cuando es sabido que este último necesita un uso aunque sea aficionado para asentarse debidamente. Es más, la propia Conmebol impone un lógico rigor al uso previo de los estadios elegidos para las finales de sus torneos de clubes. Un rigor que evidentemente no se exigió a los norteamericanos y que, para ser justos, tampoco se impuso a la AFA cuando en los cuartos de final de 2011, paraguayos y brasileños fallaron cinco de los siete penales del desempate en un, ponele, flamante estadio Ciudad de La Plata cuyos puntos desde los 11 metros se veían dignos de paisajes lunares.
Esta sensación de cierto desinterés de los anfitriones de la copa que acaba de comenzar y que vuelve a ilusionarnos con un equipo que, aún incómodo en el debut, sumó 15 ocasiones de gol y volvió a marcar dando muestras de enorme excelencia colectiva, se potencia básicamente por el nivel de excelencia que ese mismo país tiene para organizar sus principales competencias. A nadie se le ocurriría que los selectivos olímpicos de natación que se realizarán próximamente en Indianápolis se hagan en una pileta de seis carriles en lugar de los diez reglamentarios. O que los trials de atletismo que acaban de comenzar en el Hayward Field de Eugene se disputen en las viejas pistas de carbonilla en vez de las de la máxima tecnología sintética. Aclaración de Perogrullo: la pileta y la pista son a la natación y al atletismo lo mismo que el campo de juego al fútbol.
En todo caso, la pregunta final para la que no encuentro respuesta es que razón existe para que, por segunda vez en ocho años, la Copa América se juegue en los Estados Unidos. Otro recuerdo obvio: el que se está jugando y del que se destaca oficialmente que es el torneo entre seleccionados más viejos del mundo es, en realidad, el campeonato sudamericano, al cual se invitaron desde 1993 equipos como México, Jamaica, Costa Rica, Japón o Qatar que, hasta donde enseñan los maestros, no forman parte del territorio sudamericano. Es más, todos esos países tienen sus propias competencias regionales; ninguna otra confederación continental incluye en sus torneos países de otra región, excepción hecha de Israel que desde 1970 y por cuestiones de conflictos geopolíticos compite en Europa o la ambigüedad geográfica de Turquía.
¿Qué inspiró a las autoridades de la época –la gran mayoría de ellas detenidas por recordado FIFA gate- a que justamente el torneo del Centenario (2016) se disputará en los Estados Unidos, país que debutó en el torneo recién en 1995 y que, desde entonces, solo lo disputó en otras dos ocasiones? Si el argumento es el de la convocatoria de público queda claro que la enorme mayoría de los asistentes son parte de la enorme colonia hispanoparlante del país sumado a unos cuantos que quieren ver a Messi como si fuese una especie de Taylor Swift de las pelotas.
Si el argumento es la dedicación organizativa nos estamos metiendo en un problema conceptual. Y lo bien que hacen en reclamar los protagonistas, aun cuando puedan sonar exagerados.
Los campeones del mundo y muchos de sus rivales que forman parte de la mejor materia prima del fútbol mundial merecen ser cuidados de otra manera. O, simplemente, ser cuidados.