(Alto Río Percy, Chubut. Enviado especial) Aterrorizadas por el resplandor de las llamas que bajaban del cerro cada vez más próximas, con el viento caliente que escupe el incendio cuando está demasiado encima, entre el crepitar del bosque de lengas y ñires y lauras y radales que se desintegraba para siempre, ellas, finalmente resignadas, se dieron por vencidas y el domingo pasado, cerca de las nueve de la noche -aunque en esta zona de Chubut todavía sea de día-, abandonaron la casa para siempre.
Los brigadistas les dijeron: “Váyanse ya, agarren las cosas de valor y salgan urgente”. Se llevaron la heladera, unas baterías de litio de la energía solar, dos garrafas para que no exploten con el calor y varias fotos que estaban pegadas a las paredes. Gisela Finocchiaro (38) besó por última vez la estatuilla de la Virgen de Medjugorje, le rezó rápido y en silencio, acarició una vieja cómoda que le había regalado su abuela y cerró la puerta de la casa. Lorena Domínguez (34) le habló a su papá, vivo en su recuerdo. Él había levantado con sus manos las paredes y ya no está. Las dos lloraban mientras juntaban las cosas.
“No mires atrás”, le recomendó Gisela a Lorena cuando salían por el camino. Se tomaron de la mano. A sus espaldas, una lengua de fuego de kilómetros de extensión avanzaba hacia su casa tragándose toda la vegetación de este páramo ubicado del otro lado del cerro La Torta, “detrás” del Parque Nacional Los Alerces. Era cuestión de horas.
A las siete de la mañana del lunes 5 de febrero, Gisela actualizó la web del FIRMS, un sistema abierto de monitoreo satelital de la NASA sobre incendios forestales, y vio lo que sabía que iba a ver; un punto rojo encima de la zona de su casa. “Lore, ya está, se quemó, el fuego ya pasó por la casa”, le dijo a su amiga.
Entraron en crisis. La casita, en las cumbres de la zona rural de Alto del Río Percy, la habían empezado a levantar en 2018 y un año más tarde la terminaron. Cumplieron un sueño. Disfrutaron varios inviernos durísimos de nieve hasta el cuello, primaveras floridas llenas de abejorros, también asados y brindis familiares, y la nueva amistad con los pobladores de la zona. “¿Y ahora que ya no la vamos a tener, qué?”, se preguntaron en su casa de Esquel, recién llegadas, con los ojos estallados de humo y el pelo cubierto de cenizas, todavía presas del estupor.
¿Qué se hace cuando todo lo que imaginabas y concretaste como proyecto de vida, a poco de cumplir 40, se desmorona en contra de tu voluntad, por un fuego que alguien encendió para joder? ¿Cómo se explica la maldad? ¿Qué se hace ante el abismo de la nada? ¿Cómo se empieza de cero?
Todavía no habían salido del shock cuando una hora más tarde, Gisela miró su teléfono y vio que tenía un mensaje de un funcionario municipal de Esquel con un texto breve pero realmente increíble: “Tu casa zafó”, decía, y adjuntaba un video que probaba el milagro. En las imágenes la casita era una luz blanca intacta entre un desierto de cenizas y esqueletos de árboles carbonizados hasta donde daba la vista, hectáreas y hectáreas.
“Seguíamos con miedo de que el viento se diera vuelta y regresen las llamas”, aclara Lorena. Enteradas de la novedad, no obstante, salieron desde Esquel inmediatamente hacia la casa, a unos 40 minutos por un camino de piedras que en su etapa final es muy empinado y solo apto para 4×4.
El miedo tenía un sentido: el fuego seguía todo alrededor, las columnas de humo de los focos eran decenas de chimeneas por todo el valle que nublaban la visión. Había bomberos, brigadistas y policías por todos lados, yendo y viniendo, como en una guerra (porque combatir un incendio de más casi 8.000 hectáreas es una guerra).
El acceso a la casa estaba cortado por Gendarmería en una tranquera bastante más abajo de la casa. Un oficial se apiadó después de varias horas de espera y dejó pasar a una sola de llas. Fue Lorena, que era la que más había llorado. Al llegar no creyó lo que vio. No quedaba ni la nada misma. Excepto la casa. Ni siquiera estaba manchada de hollín. El incendio había pasado “por arriba”, se había llevado arbustos y árboles centenarios sin tocar el hogar. El cartel que de bienvenida, inspirado en los abuelos sicilianos de Gisela, también estaba intacto: “Monte Lontano”.
No hay explicación posible para esto porque las chicas no habían tomado grandes precauciones para evitar que llegara el fuego: ni mojaron el perímetro de la casa ni armaron cortafuegos. Apenas unos días antes, como se veía humo, su vecino don Nazario Mendoza, que vive aquí desde que nació y que fue quien les vendió un pedazo de su tierra porque necesitaba comprar animales (y porque conocía al papá de Lorena), les recomendó sacar las malezas. “Entre los tres limpiamos un poco, pero nada más”, detalla Domínguez, abogada, todavía incrédula.
El fuego estuvo tan cerca que se comió los árboles que daban sombra encima a la casa pero el único daño registrado en la propiedad fueron los vidrios de la casa, que explotaron. “Como es doble vidrio reventó sólo el de afuera, se ve que por el calor. Si hubiera sido vidrio simple se prendían las cortinas y chau”, calcula Gisela, profesora de educación física.
Hubo algo en el cosmos, algo mágico, que se combinó para que la casa sobreviva. Finocchiaro trae de adentro la virgencita de Medjugorje, un regalo que le trajo de Bosnia-Herzegovina una amiga de la familia. “Es la que salvó las iglesias durante la guerra de los Balcanes, se la conoce como Reina de la Paz”, dice cargada de fe, y explica la traducción del nombre Medjugorje, que le agrega misterio a todo eso: “Significa ‘entre montañas’”.
Lorena se emociona. Sobre el frente de la casa hay un andamio. Quedó, por decisión de ambas, como recuerdo del paso de su papá por la casa. Tiene el mismo valor que para Gisela los muebles de su abuela. Los dos parientes murieron hace menos de un año. “Nos salvaron nuestros muertos”, asienten las dos. Algo del orden de lo místico pareciera darles la razón. No existe una conclusión razonable para explicar cómo es que el fuego no tocó la casa.
“Quizá las ayudó que tenían bien limpio de malezas el terreno, pero es increíble”, especula con argumentos terrenales Evaristo Mendoza, hijo de Nazario, baqueano de 36 años, mientras mira lo que hasta hace cinco días era un bosque verde y tupido, montado a su caballo marrón.
El domingo, cuando supo que se venía el fuego, Evaristo cabalgó varias horas hasta la casa de su padre, ubicada unos cientos de metros cerro arriba de la casa de las chicas. Él vive largo tiempo en otro campo, donde trabaja, y cuando vio a lo lejos las llamas llegó presuroso a socorrer a su papá. Pero Nazario no quería ni loco abandonar la casa.
Evaristo, ante semejante situación, decidió quedarse con su padre. O se salvaban o se morían los dos. El lunes, el fuego ya había arrasado con la zona donde viven las chicas, y estaba demasiado cerca de la casa de don Mendoza. Lorena y Gisela intentaron convencerlo de que evacúe: “El fuego no va a venir hasta acá. Y si viene, me mojo la ropa y que pase lo que tenga que pasar, pero mi casa no la dejo”, les respondió. Algunas horas después finalmente Evaristo convenció a su padre de salir. “Mamá -que por problemas de salud había bajado a Esquel con los primeros humos- se va a morir si nos pasa algo”, lo persuadió.
“Pero yo sabía que el fuego no iba a venir”, sonríe ahora Nazario, nacido hace 64 años aquí mismo, de donde nunca se movió, mientras ceba mate y sus tres perros corren entre las gallinas y las plantas. Las llamas frenaron a menos de 100 metros de su casa aquel lunes. Su lugar está intacto, un paraíso verde. Pero a esa distancia los brigadistas siguen trabajando para evitar que, con el calor que hace, los troncos todavía calientes bajo las cenizas vuelvan a encender.
“Nazario es un hijo de este lugar, cuando nos vendió el terreno, él nos dijo dónde teníamos que poner la casa, qué árboles podíamos cortar y nos puso como condición que cuidásemos la vegetación. Nos dijo que si íbamos a cortar árboles para levantar la casa, antes de hacerlo les pidamos permiso a la Naturaleza”, se emociona Lorena.
“Nazario quería gente que respetara el bosque, que no viniera a explotar el lugar, los vecinos de aquí son personas que cuidan mucho lo suyo”, cuenta Finocchiaro. Las amigas soñaban, para un futuro no tan lejano, construir unos dormis para alojar turistas que vengan en plan de hacer silencio y disfrutar del entorno único. “Ahora no retrocedimos un casillero, retrocedimos mil”, sonríe con resignación calma Lorena.
Alrededor de la casa todavía humean ciertas ramas. Llega una camioneta con dos bomberos. Buscan saber de dónde sale una columna de humo que se ve a lo lejos. Evaristo mira hacia la ladera y la encuentra. Salen disparados los tres. Los bomberos en la camioneta y Mendoza en su caballo. Gisela y Lorena miran alrededor. Dicen que las noches aquí son increíbles, que se ven millones de estrellas. Que hay que ser valiente para estar en Monte Lontano en invierno, porque puede hacer -20 grados, que la Luna cuando sale detrás de los cerros te paraliza.
Lorena y Gisela concretaron el sueño de tener la casita en medio de un paisaje conmovedor para celebrar una amistad muy cercana y de muchos años. El sábado, no pueden dejar de recordarlo, hicieron un asado con amigas y brindaron. Todo era verde aún. El fuego les quiso arruinar los planes y no lo logró, a pesar de que ya no hay bosque ni jardín.
“Ha habido una energía acá que es avasallante, los brigadistas que llegaron el lunes y vieron cómo se salvó la casa se pusieron a llorar”, se emociona Lorena otra vez. A Gisela, que apenas volvió después del fuego besó a la Virgen, nada la detiene: “Usaremos esa energía avasallante para reconstruir este paraíso, vamos a reforestar y a sentarnos a disfrutar de ver cómo rebrota todo, aunque tarde décadas, aunque dure 100 años, aquí vamos a estar”.
Fotos: Franco Fafasuli (enviado especial)