Rodrigo duda cada vez que lo hace. Una conciencia primitiva e instintiva lo interpela. Demora nada en resolver ese cuestionamiento. Es un reflejo instantáneo de autoconvencimiento: no necesita que nadie le diga que lo que está por hacer no presenta conflictos con la ética ni los buenos modos. Asume que no está enojado, que el otro es un actor voluntario y que tiene fundamentos para tirarle una gaseosa a su interlocutor, vaciar todo el líquido de la botella encima de él.
No es la primera vez que lo hace. No será la última tampoco. No puede evitar el tránsito por ese pensamiento irreflexivo, ni sortear el temor -también primitivo e instintivo- de que tal vez no funcione. Es inevitable: Rodrigo imagina lo peor. El drama se propaga fácil en las construcciones mentales. La tragedia tiene tanta prevalencia en el imaginario que objeta lo que Rodrigo inventó, fabricó, certificó en laboratorios internacionales y testeó en otras charlas informales. Por eso duda. El titubeo no es sensato, sino obra de su subconsciente. “Lo hice mil veces ya, pero siempre tengo miedo de que falle’”, dice entre risas, antes de proceder a probar si efectivamente funciona.
Rodrigo es Rodrigo Ojeda. Nació en la ciudad de Buenos Aires hace cuarenta y dos años. Es el menor de una familia compuesta por otros cuatro integrantes: mamá Gloria, papá Miguel, hermanas Belén y Lorena, mellizas seis años más grandes. Tenía meses de vida cuando se mudaron a Resistencia, capital chaqueña. El cambio obedeció a una aspiración. Nunca pasó hambre: no puede asegurar lo mismo de sus hermanas o sus padres. Habla de situaciones complejas, de una condición humilde. No incurre en registros escabrosos o en retratos sensibles. Ilustra la vulnerabilidad de sus primeros años con un ejemplo cabal: “Recuerdo que tuvimos que mudarnos cinco veces en un mismo mes porque no había plata para pagar el alquiler y menos para pagar un flete, así que tuvimos que hacer la mudanza a pie”.
Era un nene de ocho años, un hijo del barrio Mujeres Argentinas, que limpiaba zanjas o cortaba el césped de los patios porque no quería pedirle dinero a sus padres para comprarse un alfajor. Gloria y Miguel eran radiólogos: sus ingresos cubrían las necesidades básicas. Rodrigo se crió entre médicos, entre los pliegues de los guardapolvos, en los pasillos del hospital Julio C. Perrando, el principal centro de salud de la provincia del Chaco. Mamó la gratitud de los profesionales y las miserias de un sistema sanitario con deficiencias estructurales.
La sangre no le gustaba. Los esqueletos que acumulaba Belén en su habitación le daban escozor. Ella siempre supo que quería ser médica. Él siempre supo que no quería ser médico. Su fascinación eran las oportunidades. “Todo el tiempo estaba buscando qué hacer para generar ingresos, primero para mí y después para poder ayudar a mi familia”, dice. Cursó la primaria en el colegio “Benjamín Zorrilla”, la primera escuela fundada en su provincia. Conserva aún el último guardapolvo que usó antes de su egreso, intervenido con dibujos, graffitis, dedicatorias y firmas de sus compañeros de séptimo grado.
Estudió abogacía. La abandonó, fruto de una profunda desilusión, poco antes de recibirse. “No tuve la suerte de tener profesores que me motivaran. Yo siempre fui idealista -dice-: quería ser abogado constitucionalista y en la carrera me enseñaba cómo evadir las normas que yo quería defender”. Se volcó a carreras afines a la publicidad y el marketing, la catapulta de su pulsión emprendedora, un vértigo formado en las privaciones materiales de su infancia. “Armé una empresa de publicidad exterior, de gigantografías, que nació en la provincia del Chaco y se expandió rápidamente a casi todo el país. Cinco años después, una empresa muy grande de Argentina se puso en contacto con nosotros y ahí comenzó un nuevo rumbo: las telecomunicaciones”, narra.
Tenían la gimnasia de encontrar y adaptar espacios para instalar carteles publicitarios. Pasaron de los carteles a las antenas. “La compañía de telecomunicación nos daba una coordenada, que es un radio donde necesitaba instalar una antena. Nosotros hacíamos la búsqueda, la evaluación, alquilábamos el espacio, conseguíamos toda la documentación que es enorme porque hay muchísimas reglamentaciones municipales, provinciales y nacionales, armábamos la estructura y por último venía la compañía a montar sus antenas”, describe. Es una empresa de servicios de infraestructuras de telecomunicación: se llama Punto Medio S.A. y tiene quince empleados. Es la primera firma de Rodrigo Ojeda.
La segunda tiene su raíz en un contexto hostil, adverso. El jueves 19 de marzo de 2020 el presidente Alberto Fernández decretó el aislamiento social, preventivo y obligatorio. La cuarentena por la pandemia de covid encerró a Rodrigo, a su esposa, a su hijo recién nacido, a su hija de cuatro años, en su casa. Recuerda salir “disfrazado” a hacer las compras. Recuerda el contraste de su hermana Belén, médica pediatra de oficio, médica clínica por fuerza mayor durante la pandemia: “Estaba ocho horas con el mismo barbijo, de mala calidad, y sin camisolines. Usaba la misma ropa con la que después volvía a su casa”. Mientras él cubría todo su cuerpo para ir al supermercado, su hermana, de guardia en la salita de su barrio de origen, combatía el virus mortal en la primera línea de batalla con insumos precarios.
A los ocho años, un impulso moral lo había empujado a contribuir en la economía de su casa. Tres décadas después, una enfermedad infecciosa surgida en un mercado mayorista de mariscos de Wuhan, China, lo motorizó a involucrarse en la cadena de soluciones. Rodrigo es de naturaleza inquieta. Readaptó su empresa para importar equipos de protección personal. Pero el umbral de su compromiso sucedió una madrugada cualquiera de un martes perdido en la homogeneidad de los días de aislamiento. “Eran las cuatro de la mañana y estaba mirando un estado de WhatsApp acostado en la cama: vi que un contacto había subido un video de YouTube de una máquina que fabricaba barbijos. Ahí me hizo un clic. ‘Esto es lo que tenemos que hacer’, pensé”.
Belén es reservada. No le iba a admitir un escenario desolador. Rodrigo comprendió tanto sus pocas confesiones como sus largas omisiones. Lo que le pasaba a su hermana, le pasaba a los médicos. En abril de 2020, Resistencia era noticia por ser el primer foco de la pandemia en el país. Dejó la exclusividad paulatinamente. No hubo regiones ignoradas por el virus. Lo que pasaba en su ciudad, pasaba en el país. El acceso a los insumos era escaso y costoso: la demanda global relegaba las posibilidades de Argentina primero, del Chaco después. Rodrigo tenía una industria ajena al área de salud, una herrería y oficinas administrativas. Pero quería montar una fábrica.
“No podíamos salir a la calle, no podíamos hacer una obra, no se podía hacer absolutamente nada. Pretendíamos hacer algo inviable en ese momento”, grafica. No era un trabajador esencial. De a poco fue consiguiendo las licencias. Alquiló un galpón vacío dentro de un parque industrial privado. Consiguió las autorizaciones para que un equipo remodelara el espacio de cero. El miedo de los trabajadores al contagio, en esos primeros meses donde la incertidumbre galopaba y las listas de infectados y de muertos personalizaban el drama, fue también un escollo. En la paradoja de esos tiempos, le compró a China maquinaria para neutralizar su virus importado. Hizo una inversión a ciegas: solo un video le enseñaba el ensamble y el funcionamiento. No dormía: por la diferencia horaria, coordinaba de madrugada las entregas con sus proveedores y durante el día supervisaba la obra.
En 39 días levantó una fábrica de confección de barbijos. Las dos máquinas autómatas que adquirió producían lo mismo: barbijos triple capa. Lo que el video ilustraba y lo que la caja contenía era dispar. Costó montarla, ponerla en funcionamiento y entenderla para que el producto no tuviese arrugas, pliegues, irregularidades. Le faltaba el insumo. “Intentábamos comprárselo a proveedores de Buenos Aires. Pero nadie nos atendía el teléfono, a nadie le interesaba una fábrica chiquita de Chaco. Era como conseguir agua en el desierto”, relata. Gestiones entre autoridades provinciales y nacionales destrabaron la contienda. Se abrió un flujo para proveedores de telas del área metropolitana. Nació Zutt Protect, su segunda empresa: es una palabra del idioma alemán que significa “hacer las cosas bien”.
La burocracia, la desidia, los convenios preexistentes, el acartonamiento de las estructuras administrativas, las trampas de la política, la propia inexperiencia los afectó. La planta distribuyó su primer lote de barbijos en marzo de 2022. En tiempos epidemiológicos, tarde. La población vacunada con esquema completo era del 80 por ciento y por novena semana consecutiva se registraba una caída sostenida en los indicadores: contagios, muertes, porcentaje de positividad y ocupación de camas de unidad intensiva. Las urgencias clínicas no empataban con los tiempos de la actividad pública.
La capacidad productiva de la fábrica era de quince mil barbijos mensuales dirigidos al sistema sanitario de la provincia. Rodrigo debió competir con los oportunistas. Superado el miedo al contagio y abrumado por una situación económica apremiante, hubo una explosión de fabricación de insumos hospitalarios. “La gente hacía cualquier cosa, en cualquier condición, en cualquier lado, y obtenía cualquier tipo de permiso. Nosotros estábamos pensando en recubrir las paredes de PVC mientras otras fábricas con piso de tierra dejaban los barbijo en el suelo. La verdad que fue un desastre. Y después el comercio paralelo: los sobreprecios y la reventa de los productos”, rememora. Pecó de ingenuo e idealista. Pensó que edificar una fábrica de excelencia, con mano de obra local, proveedora de insumos necesarios en tiempos de emergencia sanitaria bastaba para integrarse al sistema provincial. Creyó que le iban a abrir las puertas de inmediato. No fue tan así.
Como en su infancia, él ya estaba otra vez dentro de un hospital. Se involucró. Prestó atención. Detectó emergencias. Sabía que la infección masiva estaba en retirada. “¿Por qué nosotros pusimos una fábrica? -dice-. No fue por la pandemia, porque el covid tenía un principio y un final. Los nuestros son productos que se consumieron, se consumen y se van a consumir siempre. Lo que hay que hacer es evolucionar desde la calidad y la tecnología”. No dejó de hacer barbijos. Sumó más artículos de primera necesidad. Desarrolló camisolines, la bata de tela descartable, y sets de cirugía mayor y cirugía menor, productos estériles para intervenciones quirúrgicas. Se amplió: incorporó trabajadores, maquinaria, insumos, proveedores. Recibió la autorización de la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT) y de la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (FDA). Envió a analizar sus productos a Nelson Labs, uno de los laboratorios más prestigiosos del mundo, que le otorgó a sus barbijos una capacidad de filtración mayor al 99 por ciento. Presume con orgullo dirigir una de las pocas fábricas del país que producen sets de cirugías estériles y la única que mantuvo su producción nacional de barbijos cuando el boom comercial de la pandemia se apagó.
En la evolución de su escala productiva, adquirió una nave industrial abandonada que había sido creada para ser un lavadero de jean denim. Pasó de tener quince a ciento treinta empleados. El crecimiento fue exponencial. Reforzaba así su premisa: “Me crié en los pasillos de un hospital público, siempre quise devolverle a la comunidad productos de calidad, certificados a nivel internacional y totalmente accesibles”. Al borde del río Paraná, al sur de Resistencia, en los confines urbanos de la capital chaqueña, la fábrica confrontaba con la estética de su entorno.
Rodrigo volvió a prestar atención. Vio a niños y maestros caminar entre el barro con bolsas de residuo como camperas. Vio a estudiantes de medicina, veterinaria, odontología caminar bajo entre chaparrones. Vio artículos periodísticos de alumnos y docentes que caminan kilómetros para aprender o enseñar. La indignación le parió una idea. Imaginó una solución: otros guardapolvos. Lo habló con su equipo de trabajo: quería saber si era posible, si era rentable y si era accesible para el usuario. “Empezamos un proceso de investigación interna: necesitábamos comprobar diferentes tipos de tela y lograr con un laboratorio externo una fórmula que pudiera incorporar las diferentes facultades que habíamos pensado”, retrata.
Fue la maestra Matilde Filgueira de Díaz quien en 1915 ejecutó la idea en la escuela porteña Cornelia Pizarro, ubicada sobre la calle Peña en el barrio de Recoleta. La ropa de los alumnos, de distintas clases sociales, segregaba. La propuesta de homogeneizar la vestimenta y aplacar las diferencias generó controversias. Lo resolvió de su bolsillo: compró metros de tela blanca, los distribuyó equitativamente en su alumnado y les enseñó a los padres a diseñar el modelo. Un inspector del Ministerio de Educación, convocado por quienes rechazaban la utilización de una prenda reparadora, aprobó la práctica. Se propagó. Se federalizó. Se institucionalizó hasta que el guardapolvo blanco se convirtió en patrimonio cultural del país, un emblema patrio, un invento argentino.
Rodrigo imaginó un guardapolvo mejorado, diferente. Había pensado en uno hidrorrepelente, capaz de expeler el agua y mantenerse seco; antimancha -será siempre blanco o del color original-; con actividad antimicrobial para combatir los olores, por ejemplo, de la comida o la sudoración; con actividad antiviral, apto para neutralizar el virus de covid y de la gripe cuando el usuario tose en su codo; con una fórmula mejorada para repeler también a los mosquitos. “El guardapolvo fue un producto que se pensó para nivelar, para que todos los estudiantes estén exactamente en la misma situación, sin distinción de clase social. Eso, obviamente, con el tiempo se perdió. Lo que queremos hacer es reivindicar un producto que tiene más de cien años, porque no hay nada más patriota que el guardapolvo para nosotros, y desde ahí darle un valor agregado que humanice al usuario, que se sienta orgulloso de la actividad que está desarrollando, que es la de estudiar, la de enseñar, la de curar”.
Es una fórmula propia, una receta que está en proceso de patentamiento en Estados Unidos, un guardapolvo único en el mundo. Su creador proyectó el invento “para aquel chico que tiene que ir en bicicleta o caminando a la escuela, para el estudiante universitario, para el maestro o para el médico que tiene que ir a estudiar o trabajar en condiciones climáticas adversas, ya sea porque llueve o porque su terreno se embarraba”. Desea que el usuario -el alumno, el veterinario, el odontólogo o quien sea que lo use- no se moje, no se ensucie y llegue a su destino en condiciones dignas. Está en vías de desarrollo un kit complementario con un guardapolvo con capucha, una mochila, un pantalón oversize y un código QR de identificación personal.
El guardapolvo Zutt saldrá al mercado en un mes. El plan es lanzarlo en el marco de una fecha patria. “Nuestro sueño es que toda la educación pública del país pueda acceder a este producto, a través de acuerdos con el sistema educativo o desde nuestros canales privados”, dice Rodrigo. Para que esto ocurra, vislumbra un precio competitivo con los estándares actuales. En 2023, un guardapolvo clásico costaba 7.250 pesos. En febrero de 2024, en el comienzo del último ciclo lectivo, el producto registró una suba interanual del 219 por ciento: valía 23.100 pesos. Hoy cotizan, en promedio, por encima de los treinta mil pesos. “Va a ser un valor de mercado similar al de un guardapolvo convencional. Esa es nuestra política: el objetivo es que sea de verdad accesible para todos”, promete.
En la pandemia, Rodrigo vio a gente humilde usando sus barbijos, cuando por entonces valían cuarenta pesos, los más económicos del mercado, y eran de uso sanitario. Sueña ahora que el uso del guardapolvo que creó se propague, que se democratice, que lo usen todos, que ninguno se moje, que ninguno se ensucie, que se reduzcan los niveles de contagio en establecimientos educativos y sanitarios. Su fervor emprendedor no se detiene. No deja de proyectar. Sigue siendo un idealista. “El mundo se puede cambiar. Lo único que hay que hacer es involucrarse. Nadie va a lograr la cura del cáncer en cinco minutos, pero tenemos que por lo menos tener el interés de lograrlo”, define.
Quiere potabilizar el agua con su tela. Quiere vincularse con Unicef y con la Fundación Leo Messi para fabricar remeras con actividad antiviral. Quiere seguir forjando empresas en su patria y en su provincia. Ya tiene tres: la tercera es Altotek, una forma de industria textil derivada del denim y el algodón chaqueño. “Argentina es muy difícil para invertir, es muy volátil, pero es una universidad hermosa”, dice. Habla, a la par, de un país maravilloso, de una tierra de oportunidades, de un campo fértil para la proliferación de unicornios. Pero teme que ahora, en una nueva prueba informal de su invento, el guardapolvo que describe como revolucionario absorba el líquido, se ensucie, moje a su interlocutor y la vergüenza lo invada.
Video y fotos Alejandro Beltrame.