Al sur del centro cívico de Río Cuarto está el Aeroclub. Son quince minutos en auto. Queda del otro lado de la ruta 8, desde donde se distingue en perspectiva el vuelo de aviones, avionetas, aeronaves varias. Franco Sottile podía ir a clases de natación, jugar a la pelota en el Club Atlético y Social San Lorenzo, hacer travesuras con sus amigos, correr en motocross pero su fascinación, su perdición, eran los aviones. Sumaba horas de juego con sus juguetes y horas de contemplación con los reales. Por eso nunca dudó ni desvió su atención con otros estímulos. Él quería vivir arriba, cerca o desde un avión. Así también murió.
Cuando terminó la primera, se inscribió en una escuela secundaria con cierta filiación militar: cursaba de seis y media de la mañana hasta las doce del mediodía y desde la una y media de la tarde hasta las seis. Un transporte lo pasaba a buscar y lo devolvía a su casa. No había en su árbol genealógico una tradición castrense: su papá Carlos, dedicado a la instalación de cañerías de gas y de agua, apenas reconoce un genuino agrado por el estereotipo. “Me gustaba lo que escuchaba del servicio militar: el respeto, la educación, la vestimenta, el trato, la educación, el orden. Y me encanta ver los desfiles. Pero se ve que le gustaba muchísimo más que a mí”, dice.
Franco viajó a la ciudad de Buenos Aires a sus trece años a probarse como delantero en las inferiores de San Lorenzo. Se dedicó, a los diecisiete, a las carreras de motocross. Salió campeón, levantó trofeos. Era un deportista nato, un competidor avezado, un perfeccionista. Su familia estimaba que el peso de sus pasiones deportivas iba a ser crucial. El fútbol y las motos no eran compatibles con su proyección militar. Cualquier rasguño, cualquiera lesión lo hubiese alejado de su propósito: servir en la fuerza aérea. La decisión sorprendió a su círculo íntimo. Franco dejó todo. Se inscribió en la Escuela de Aviación Militar con asiento en la Guarnición Aérea Córdoba, a doscientos kilómetros de su ciudad. Pasó la preselección, aprobó los exámenes físicos y psicológicos. Pero debía una materia de la secundaria. Rindió geografía en junio. La dio mal: automáticamente fue desafectado de la fuerza.
“Me acuerdo que lo fui a buscar a Córdoba -relata Carlos-. Hablamos con los superiores para que por favor lo esperaran hasta septiembre para rendir de nuevo, pero no lo dejaron. Es muy estricto. Yo pensé que ahí se iba a dedicar a otra cosa, que ya se había frustrado. Empezó a cursar inglés, repasó esa materia, la sacó en diciembre y al año siguiente ingresó de nuevo a la fuerza”.
Terminó los cuatro años de cadete y, aunque deseaba ser piloto, eligió la especialidad para convertirse en integrante del grupo de operaciones especiales. Egresado de la promoción ‘75 de la Escuela de Aviación Militar con la especialidad operaciones especiales, formaba parte del Equipo Militar de Paracaidismo Representativo de la Fuerza Aérea: los águilas azules. Había estado con los cascos azules en Haití, donde conoció a su esposa María Noelia Martínez. Integró misiones especiales en Chipre, asistía periódicamente en la Antártida y recientemente estuvo involucrado en una operación de protección civil de evacuación de connacionales que se encontraban varados en tránsito en Israel, en medio del conflicto en Franja de Gaza. “Nos avisó desde ahí una semana después que lo habían citado. Él ya estaba en Israel. Hablaba muy poco de su trabajo, muy poco de lo que hacía, de lo que lograba. Siempre fue muy sencillo, muy humilde, muy callado”, recuerda su papá.
Franco vivía con su esposa en el barrio porteño de Villa del Parque. Trabajaba en la base aérea de Moreno. Había construido una casa en Río Cuarto para establecerse ahí tras su retiro. Pero la metrópolis porteña lo había deslumbrado y convencido: deseaba instalarse definitivamente ahí. Viajaba en tren hacia su trabajo. Había ascendido al rango de capitán. Tenía vislumbrado alcanzar un nuevo ascenso en 2025. Deseaba, alguna vez, ser padre. Integraba un grupo de élite de paracaidismo. Participaban en exhibiciones: entrenaron para caer en la cancha de Independiente en la Noche del Rey -el día que festejaron los 120 años de vida-, estuvieron en los 150 años de Mar del Plata, en la exposición Agroactiva, en el premio Carlos Pellegrini del Hipódromo de San Isidro.
El viernes 12 de julio de 2024, como parte del comando del grupo de operaciones especiales de la VII Brigada Aérea y miembro de los águilas azules, participó de un entrenamiento en la VI Brigada Aérea de Tandil. El equipo era experto en el Trabajo Relativo de Velámenes, una disciplina reservada para paracaidistas expertos que consiste en el despliegue de formaciones en caída libre. Dos meses antes, Franco Daniel Maizarez, sargento del Comando de la IVta Brigada Aerotransportada del Ejército Argentino, había muerto mientras participaba de “una actividad de adiestramiento operacional programada”, que consistía “en el lanzamiento de paracaídas automáticos y de alta infiltración en el campo de instrucción militar, en inmediaciones del Aeródromo La Mezquita”, según detalló el comunicado de prensa difundido por la Secretaría General del Ejército.
Sus papás se habían preocupado cuando su hijo empezó a dedicarse al paracaidismo. Él les pidió que no se asustaran y les garantizó que era una actividad segura. El quinto salto fue el último programado de ese viernes último. Minutos después de las cinco de la tarde, los paracaídas de Franco Sottile y Ariel Nievas quedaron enredados en pleno vuelo. Empezaron a caer violentamente en espiral. Tenían pocos segundos para tomar decisiones. Ariel Nievas fue el único de los dos que aterrizó de pie. Sobrevivió por lo que hizo su compañero. Sobrevivió porque Franco decidió sacrificarse: murió para que no murieran los dos. Sabía que no tenía tiempo ni distancia para abrir el paracaídas alternativo. A cuarenta metros del suelo y en viaje a una velocidad mortal, decidió desprenderse.
Algo había pasado antes en el aire. Habían querido juntar las velas para trazar una formación lateral. La prueba falló. Las razones son materia de investigación. Las lesiones, producto de la caída, fueron fatídicas. Los paracaidistas no pueden saltar si no hay una ambulancia en tierra. Lo llevaron de urgencia al Hospital Ramón Santamarina, donde finalmente murió. Su compañero solo sufrió heridos leves. El accidente ocurrió a las 17:11. La primera en enterarse fue su esposa. Sus papás se enteraron de la tragedia a las siete y media. El desconsuelo perdura.
El cuerpo del capitán llegó en la mañana del domingo 13 de julio al Casino de Oficiales del Área de Material Río Cuarto en Las Higueras para su velatorio. La mañana del lunes fue trasladado al parque del Cementerio Perpetual donde sus camaradas le hicieron un cordón de honor y sus familiares y amigos lo despidieron en una ceremonia emotiva. Allí, coincidieron Ariel Nievas y la familia Sottile. Carlos relata que fue él quien se acercó a saludarlo. “Yo sentía que a él le daba vergüenza venir a saludarnos por todo lo que pasó, por lo que estaba pasando la familia. No se animaba a venir cerca de la mamá, el hermano y de mí. Tal vez él se sentía culpable por estar ahí, vivo”, dice.
Ariel había llegado la noche anterior con el cuerpo de su compañero. Se había quedado a dormir en la sala velatoria. Había estado acompañándolo desde el viernes trágico. Después de la ceremonia y antes de que el día del entierro termine, Carlos decidió avanzar. “Lo abracé un ratito -confiesa-. Le dije que la vida de él tiene que seguir. No sé si normal, pero tiene que seguir. Y le dije que no tiene que sentirse culpable por nada”. Hablaron pocos minutos. Intercambiaron los teléfonos. Prometieron volver a verse para compartir un café o solo para charlar. “Le dije que cuando pase el tiempo y me quiera contar bien lo que pasó, que me lo cuente, pero sino no importa. No sé si sirven los detalles”, duda.
Ariel lloraba. Alcanzó a contarle poco y suficiente. “Nos vimos a los ojos y cuando nos miramos, presentí todo lo que iba a hacer el Perro”, le admitió, según consigna Carlos en su relato. El Perro era Franco. Le decían así, con cariño, porque era renegado y severo. Ariel y Franco se miraron, se tuvieron de frente y no bastó que el capitán dijera algo para tomar la decisión que acabaría con su vida y salvaría la de su camarada. “Él sabía lo que tenía que hacer. Era parte del protocolo. Era lo que tenía que hacer. Nosotros tenemos instinto de supervivencia. Ellos no: para ellos está grabado ‘primero el otro’. Eligió desprenderse sabiendo que no iba a poder abrir el otro paracaídas”, dice Carlos, orgulloso.
En ese modo de despedirse, en esa decisión voluntaria y racional, radica su consuelo. “Me da algo de alivio saber que murió así como vivió”, dice. Condensan su pesar las llamadas y los comentarios que recibió: desde el pésame de la vicepresidenta Victoria Villarruel y el ministro de Defensa Luis Petri hasta las infidencias de los propios camaradas que conocían su vida, sus valores, sus maneras. “Yo no quisiera que fuera un mártir, un héroe, preferiría que siguiera en la fuerza y estar en Buenos Aires el 5 de agosto festejando su cumpleaños. Pero él no es un héroe ni quería serlo. Él cumplió con sus deberes, hizo lo que tenía que hacer”.