“Estoy seguro de que me la quieren dar”, le dijo Cristian “El Hígado” Muñoz en una llamada telefónica a su abogado, Eduardo Ramírez, días antes de aquel fatal viernes 27 de agosto de 2004, cuando después de asaltar la sucursal del Banco Galicia de San Miguel ubicada en Presidente Perón y Sargento Cabral, fue abatido por la policía. Su autopsia describió que recibió cuatro disparos, dos soportados por un chaleco antibalas, otro en su pierna derecha, y un cuarto letal que le atravesó el cráneo. Había regresado a una de sus especialidades en el delito, el robo a entidades financieras, pero lo tenían apuntado por dos secuestros que por entonces causaron conmoción en la Argentina: los de los jóvenes Cristian Ramaro en Tigre y Nicolás Garnil en San Isidro, entre otros tantos más…
Hasta ahí venía eludiendo a la justicia como podía. Si hasta se había animado a redactar una carta de puño y letra con el asesoramiento de su letrado, dirigida a la fiscal de San Isidro Rita Molina, que intervenía en una de las tantas causas que lo tenían en jaque por entonces. La misiva decía en su parte principal:
“Quiero decirle que no soy un nene de pecho porque es verdad que robo, pero para sobrevivir porque esta sociedad no te da oportunidad por tener antecedentes penales. Pero le aclaro que yo no mato, no violo ni secuestro. Y no me hago presente a aclarar todo esto porque tengo otra causa pendiente ante la justicia…”
“Hígado” fue el apodo que se ganó según Roxana, su hermana, por una borrachera feroz que comprometió seriamente ese órgano y de la que le costó bastante recuperarse cuando era un adolescente y cometía sus primeros asaltos. Se inició allá por comienzos de los 90 robando autos en José C. Paz. Y recién salió en libertad en 1995, pero el proceso en su contra siguió y más adelante le traería consecuencias.
A dicha hermana, con la que este cronista tuvo oportunidad de hablar por aquellos tiempos en el estudio de Eduardo Ramírez en San Miguel, le dolía ver a ese chico que iba junto a ella al colegio de la parroquia Nuestra Señora de Lourdes de Grand Bourg. Y que por entonces era un integrante más del mundo del delito, y por eso temía por su vida.
Muñoz tenía 23 años cuando dejó la casa de sus padres, Susana y Juan Manuel, apodado El Gordo, también con delitos en su haber, entre ellos algunos secuestros. Nacido el 4 de julio de 1972 según su prontuario, decidió a irse a vivir con María Romina -con quien tuvo dos hijas, Valentina y Aylén- hermana de Maximiliano Peñaflor, alias Pachu, su lugarteniente en el delito, también con varias entradas y salidas de prisión.
Pasaron algunos años de aquel debut delictivo y se terminó convirtiendo en el delincuente más buscado del país. “El Hígado” se movía por la zona norte del conurbano, la más poderosa a nivel económico, y sentía odio hacia los policías de San Isidro porque argumentaba que le cargaban en su ya pesada mochila todos los delitos graves que no sabían, no podían o no querían resolver, según su punto de vista y el de su letrado defensor.
Los de la Bonaerense después de tanto buscarlo finalmente lograron detenerlo allá por agosto del 97 junto a un grupo importante de personas y lo sindicaron como el líder de esa banda. El operativo para que cayera lo llevó adelante la división Sustracción de Automotores de la Provincia de Buenos Aires. Los problemas se incrementaron para “El Hígado” cuando los fueron identificando uno por uno porque los uniformados involucraban en la organización a varios integrantes de su propia familia. Así detuvieron a sus hermanas, Roxana y Paola, a sus cuñados, Maximiliano Peñaflor y Juan Carlos Rivero, a su padre, Juan Manuel, alias El Gordo, a su comadre, Alicia Ester Vieira, y a su concubina, María Romina Peñaflor. Pero con el correr de la investigación de la justicia todos resultaron todos sobreseídos, menos él.
Le endosaban infinidad de delitos: el asalto a un Banco de Florida, más de una decena a otras entidades financieras y camiones de caudales, el homicidio de un custodio y la exclusividad de casi todos los robos de autos del corredor norte. Así Muñoz se la pasó detenido hasta que en mayo de 2003 la Sala III de la Cámara de Apelaciones de San Isidro dictó un fallo que determinó su absolución. Las “desprolijidades” de ciertos policías por “intentar” cargarle culpas a como diera lugar perjudicaron la investigación y propiciaron su libertad.
Pero tres meses más tarde recibió la peor noticia relacionada con aquel hecho en el que debutó robando autos: una condena a nueve años de prisión que debía completar. Cuando se enteró nunca se entregó y pasó a ser un prófugo más de la justicia. Por entonces lo tenían bajo la lupa además como el principal sospechoso de los secuestros de Ramaro y Garnil. Para colmo El Gordo Juan Manuel, su padre, había sido detenido por esos días como sospechoso de lavar el dinero de dichos raptos. El panorama para ”El Hígado” no podía ser peor…
Con Pachu Peñaflor eran compinches, “uña y mugre”, como se llama en la jerga. Ambos estaban en pareja con la hermana del otro. Cómo sería el lazo mafioso entre los dos que siempre se sospechó que “El Hígado” puso en práctica el secuestro de Nicolás Garnil para solventar la defensa de Pachu que permanecía detenido en Córdoba.
Las especulaciones y los rumores mal intencionados también hablaban acerca de que una vez preso, Peñaflor habría brindado información extra relacionada con Muñoz que puso aún más en el ojo de la tormenta a su ladero, a quien ya lo irelacionaban también con los secuestros del gerente de Telecom Augusto Peña Robirosa y del arquitecto Carlos San Martín.
Los tenían cercados. A Peñaflor –a quien también defendía el abogado Ramírez- lo trasladaron desde Córdoba para que declarara porque lo relacionaban no solo con el secuestro de Cristian Ramaro, sino también hasta con el ocurrido en 2002 con Antonio, el padre del actor Pablo Echarri. En su momento tuvo pedido de captura por 19 secuestros exprés en Lomas, cuatro en San Isidro y dos en Campana, según su abogado.
A Nicolás Garnil lo habían raptado con un auto robado a una pareja, que luego reconoció como uno de los ladrones al “Hígado“ Muñoz en fotografías que se le mostraron en sede policial. Susana, madre del joven, pudo ver que los delincuentes que se llevaron a su hijo cuando ambos iban a misa portaban armas largas, similares al FAL. Y ese resultó otro dato clave, ya que otros testigos coincidieron en que no solo en el rapto de Cristian Ramaro los secuestradores usaban fusiles FAL, sino también los llevaban cuando fueron a cobrar el rescate y se tirotearon con la policía en la zona de Garín.
Muñoz intuía que lo iban a matar. A su abogado le confió desde la clandestinidad: “Estoy seguro de que me la quieren dar”. Y le envió un escrito que este periodista pudo leer cuando lo entrevistó y que rezaba: “Todos tenemos derecho a una defensa y yo mismo voy a realizar la mía. Quiero hacerle saber a todos los ciudadanos, por las dudas que la DDI –Dirección de Investigaciones- de San Isidro me matará, esto quedará impune y yo culpable de los secuestros que no cometí”.
El día de su muerte, Cristian Muñoz había huido del Banco Galicia junto a tres cómplices con un botín de 4.100 pesos en un Volkswagen Passat familiar de color gris que los esperó en el estacionamiento de la entidad financiera. El auto tenía pedido de captura y pertenecía a una señora secuestrada en el barrio La Horqueta de San Isidro. La policía interceptó el coche de los delincuentes a seis cuadras del banco, después de que chocara contra un Ford Falcon. “El Hígado” no se asustó, se bajó y cubrió a tiros a sus compañeros de la banda. Se armó una balacera que dejó 30 cápsulas del FAL que portaba Muñoz, además de otros tres chalecos antibalas y tres pistolas nueve milímetros descartadas por sus secuaces, que luego fueron detenidos, uno de los cuales estaba herido.
“El Hígado”- que tenía 32 años- yacía en el piso boca arriba a un costado del vehículo víctima de cuatro balazos con su cabeza bañada en sangre. Otra vez portaba un documento falso. Pero los pesquisas lo reconocieron después de tanto investigar y conocer todo sobre su vida delictiva y personal por un detalle: en su pecho tenía tatuados los nombres de sus hijas, Aylén de por entonces siete años, y Valentina de tan solo un año y dos meses.