Kritsa, Grecia
Recorro uno de mis lugares favoritos en nuestro planeta. Sea por la cultura, por historia, por paisajes, por las playas o por el idioma. Estoy en Grecia, y dentro de las múltiples atracciones que tiene el país helénico, nos transportamos imaginariamente desde Atenas en dirección a la más grande de las islas griegas y la quinta en tamaño del Mediterráneo: Creta. Parto desde El Pireo, el puerto de la capital del país, en ferry, un medio de transporte muy usual en Grecia, más que nada por lo volcados al mar que están y han estado siempre los griegos. El viaje se desarrolla durante la noche, en la ubicación elegida, katástroma, es decir la cubierta, dormitándome en uno de los rígidos bancos en la parte techada. Tal como me enseñaron unos locales, en una modalidad que repiten muchas personas, cuando empieza a refrescar bajo hacia el comedor, en donde uno de los sillones se muestra como una opción mucho más cordial para mi cuerpo.
La madrugada me sorprende llegando a Iraklio, la capital cretense, una ciudad quizás no tan atractiva, más allá de que en ella se pueda visitar el legendario Palacio de Cnossos. Sin perder tiempo alquilo un auto y pongo proa hacia el este, siempre bordeando el mar, avanzando por la costa norte de la isla, que para los argentinos tiene dimensiones fácilmente recorribles. Se desarrolla a lo largo de unos doscientos cincuenta kilómetros de este a oeste y unos cuarenta en promedio de norte a sur, situándose los principales centros urbanos precisamente en la costa norte, la que enfrenta al continente europeo, mientras que en la costa sur, la que mira hacia África, que no está muy lejos, hay apenas un par de poblados. En el norte, de oeste a este, uno puede visitar Xania, Rethimno, Iraklio, la ciudad desde donde partimos, y nuestro destino, a dónde no tardo en llegar: Agios Nikolaos, que significa San Nicolás.
La ciudad, o más bien un pueblo grande de unos veinticinco mil habitantes, es muy pintoresca, en especial en su parte céntrica. Allí un puerto veneciano, que continúa en una laguna que se introduce en la parte urbana, le da un aspecto muy particular, en especial porque sobre uno de los lados de la laguna, la costa se eleva unos cuantos metros. Justamente en esa calle que se eleva existen varios cafés y sentarse a tomar algo en uno de ellos es imperdible.
El sitio, y todo Creta en general, ha estado ocupado por varios pueblos desde la antigüedad: la civilización minoica, los griegos de Alejandro Magno, romanos, árabes, cruzados, venecianos, turcos, hasta la independencia final en el comienzo del siglo XX. Una característica que tiene Creta en la actualidad es que en ella pueden observarse muchas tradiciones griegas que se han perdido en el continente, especialmente si uno se dirige hacia el interior de la isla. Entonces comienzo a indagar a qué lugar típico puedo ir: me dicen que a la noche hay un festival en un pueblito cercano llamado Kritsa.
Al atardecer me alejo de la costa en mi vehículo buscando a Kritsa. Una hora de un andar tranquilo me deposita en el pueblito. Sigo a pie y veo mucha gente sentada en la vereda, en particular en la calle principal, tomando un poco de fresco, que reconforta después de las altas temperaturas del día. Me llaman la atención varias ancianas vestidas de negro, costumbre que siguen usando las viudas en la isla. Pregunto y me dicen que el festival está en las afueras del pueblo y me indican cómo encontrarlo. Otra vez motorizado, subo una pendiente y minutos después el sonido de la música, me revela que estoy en el lugar indicado. Enseguida me doy cuenta de que el anunciado festival no es más que una fiesta al costado de un camino de montaña, en un claro, en donde infiero hay unas cien personas. Mesas tipo tablones, una parrilla y una banda tocando música tradicional cretense situada más arriba que el resto, en lo alto, en el techo de la única construcción presente, una especie de garaje. Me siento en un costado, después de comprar un souvlaki, una brochette con carne de cerdo o cordero, para escuchar la música. Transcurre apenas un minuto y un chico se me acerca y me da otro souvlaki, señalándome a un grupo de personas que me asienten con la cabeza, con una ligera sonrisa dibujada en sus rostros, como dándome la bienvenida. Pruebo un bocado, y ahora lo que me hacen llegar es una lata de bebida. Esta vez el chico apunta con su dedo índice a los músicos, que por supuesto, también me sonríen. Todos los presentes se sienten honrados con mi presencia, el único extranjero que está en el lugar. No pasa mucho tiempo y me encuentro sentado con ellos: no paran de llenar mi plato en toda la noche, así como mi vaso rebalsa una y otra vez. Hombres y mujeres mayores, chicos pequeños, otros no tanto, adolescentes, la edad es indiferente. Comemos, bailamos, escucho mil historias y disfruto tradiciones, como por ejemplo, paso una tsitsiki, una cigarra viva de mano en mano, lo que es símbolo de amistad, o presencio una versión local de Zorba el Griego, cuando uno de los más ancianos comienza a romper no platos, sino botellas, estrellándolas contra el suelo.
Se hace tarde, ya pasa la una de la mañana. Me subo a mi vehículo y desciendo de la montaña en dirección a Agios NIkolaos. Llego a mi hotel, me acuesto e intento dormirme. Cierro los ojos y escucho música en mi interior. Zorba el Griego se mueve en medio del Mediterráneo.
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Churi Ajitgarh, India
Me desplazo por el noroeste de India hasta llegar a un pueblito muy chico: Churi Ajitgarh. Lo estoy visitando no porque tenga muchos atractivos, sino porque me queda de paso en mi itinerario desde Delhi hasta Bikaner, donde se levanta un templo que quiero visitar. La distancia no es tan larga entre estos dos lugares -son unos quinientos o seiscientos kilómetros- pero se tarda mucho en llegar por diversas razones: el estado de las rutas, la forma en que manejan, los animales que se distribuyen al costado y sobre el camino, y la cantidad de poblaciones intermedias que hacen que haya pocos espacios libres. Un trayecto que en otro contexto se podría hacer con tranquilidad en un día, me lleva a hacerlo en dos. En realidad iba a parar en Mandawa, que está muy cerca, y es bastante más grande, pero finalmente opté por Churi porque me atrajo el lugar en donde me puedo alojar.
Estoy en el Vivaana, un hotel instalado en una construcción que es muy típica de la zona: un Haveli. Éstas eran antiguas mansiones privadas, en este caso del siglo XIX, que servían de alojamiento a personas de la clase alta, en algunos sitios, tanto en India como en Pakistán. El Haveli fue restaurado tiempo atrás y hoy opera como hotel en medio del minúsculo pueblo de apenas unos miles de habitantes. Está separado del exterior por muros bien altos y en el interior uno se aísla totalmente de lo que pasa afuera. En general, al estar instalados en zonas desérticas, se buscaba favorecer las corrientes de aire y evitar el sol. Recorrerlo es viajar en parte por el tiempo: jardines interiores, dos en general, uno dedicado a atender a los extraños hacer negocios, y otro para la familia, aunque a veces existen más. Pinturas en las paredes con representaciones de animales, de dioses, de la colonización británica. Salas de ocio con almohadones en los pisos, en donde se puede degustar un té u otra bebida refrescante. Habitaciones singulares, como la nuestra, un único ambiente y el baño en una especie de terraza interior con una bañadera bien antigua, con patas.
Instalado en el Vivaana, me prestan una bicicleta y comienzo a recorrer el pueblito. No tardo mucho. A los veinte minutos ya vuelvo al hotel. Ahí, mientras filmo, se me acercan muchos chicos, con quienes empezamos a comunicarnos. Los sigo hasta un lugar a unos cincuenta metros, en donde están jugando al cricket, y tras una invitación, comienzo a jugarlo con ellos. En el cricket un jugador lanza una pelota parecida a la del béisbol y otro batea defendiendo algo así como una pequeña guarida formada por tres palitos verticales. En función de ello y de una serie de carreras que hacen, van sumando puntos. Los ingleses lo introdujeron y prendió de tal manera en los indios que hoy es el deporte nacional y se practica no sólo en la India, sino también en muchos países cercanos, como Pakistán, Afganistán, Bangladesh o Nepal.
Bateo un rato con los chicos y por supuesto que después de hacerlo con uno, tengo que hacerlo con todos, uno a uno se ponen en fila y esperan su turno como si enfrentaran a una estrella de este deporte. Todos se sacan las ganas de lanzarle al extranjero y me saludan, porque tienen que irse, ya pasado el mediodía, a la escuela. Pregunto y la escuela, no podía ser de otra manera, está muy cerca. Me voy caminando con gente del hotel que me acompaña hasta llegar a un edificio que seguramente en su momento habrá tenido algún esplendor, aunque ahora apenas está mantenido. Mi presencia causa una conmoción en la escuela. Tres maestras me vienen a recibir y aunque hablan muy poco inglés, podemos comunicarnos. Pasamos por tres aulas en donde los chicos se juntan por edades. Los escritorios son muy bajos, porque los alumnos se sientan en el suelo. Intento mostrarles dónde está Argentina, pero no tengo un planisferio como para hacerlo, así que improviso partiendo desde un mapa de India y continuando con una tiza en la pared. Del aula de los más grandes, de sexto y séptimo, paso a otra de los de quinto y cuarto, y finalizo en la de los más chiquitos. Comienzan a recitarme, vaya a saber qué, una especie de canciones narradas, muy graciosas porque hablaban casi sin respirar. Se para uno, termina y comienza el otro. Así un rato hasta que al final nos vamos. Postales humanas de una India interminable.
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Damasco, Siria
Me traslado a un país que hoy lamentablemente continúa convulsionado, sin poder escapar de una guerra que lo atrapa hace ya varios años. Voy a Siria y más precisamente a su capital, Damasco, la cual pude recorrer justamente meses antes de que se iniciara el conflicto interno.
El itinerario comienza en Beirut, la capital del vecino Líbano. Tengo que ir de una capital a otra, y después de averiguar decido hacerlo en una especie de taxi compartido. Un taxi muy particular, porque es un auto tipo rural, como una Peugeot 505, algo por el estilo. Adelante va el conductor y otro hombre, en el asiento de atrás tres mujeres musulmanas, y en el baúl, un poco contorsionados, un muchacho de unos veinte años, de pocas palabras, y yo. El trayecto es corto, menos de cien kilómetros y tardamos unas dos horas, incluido el trámite en la aduana. Incluso yo había viajado sin el visado sirio y me habían dicho que podía ser un problema para entrar. Soy sincero, creo que nunca tardé tan poco en una aduana en mi vida, debo haber estado unos cinco minutos. En el viaje mucho no nos comunicamos, porque no hablan inglés, sólo una de las mujeres se hace entender con algo de francés: me cuenta que había ido a visitar a unos parientes a Líbano y ahora está volviendo. Finalmente el conductor me deja en un cruce de rutas, en una especie de rotonda, y me indica que tengo que cruzar caminando unos metros y ahí tomar una combi taxi. Este es un medio de transporte muy habitual en estos países: son combis que llevan hasta diez pasajeros. Uno la detiene y le pregunta al chofer hacia dónde va y si el destino indicado te sirve, te subís. Empiezo a parar vehículos. Les digo que voy al centro de Damasco, pero después de varios intentos, solamente recibo respuestas negativas. Ya estoy empezando a preocuparme cuando, a la media hora, se detiene una combi bien blanca, y después de que el chofer nuevamente me niegue el destino, un muchacho desde atrás me indica que me suba.
Me siento a su lado y cuando voy a pagarle al conductor, el muchacho saca una moneda y le paga, esbozándome una leve sonrisa. El vehículo avanza unos veinte minutos hasta que mi amigo me indica que nos bajemos. Obediente, lo sigo y ahí comprendo por qué no iba nadie a mi destino: tenía que hacer un trasbordo a otra combi. Es como si yo tuviera que ir de Avellaneda a Tigre, primero tendría que hacer una escala en el centro de Buenos Aires. Nos subimos a la segunda combi y otra vez saca una moneda de su bolsillo y vuelve a pagar el pasaje. Cuando intento negarme, me mira y me dice las únicas palabras en inglés que diría en todo el rato que compartimos: “my home”. Es decir, “mi casa”, algo así como “yo te invito porque estás en mi casa”. Al rato de andar, llegamos al centro, nos bajamos, lo sigo unas dos cuadras en dirección hacia donde había más gente, siempre en silencio. En un momento quiero explicarle que voy a un hotel específico, pero no me puedo hacer entender. Saca su celular y me comunica con un amigo suyo, que sí habla inglés. Le cuento a dónde voy y luego él hace lo mismo con el muchacho, en árabe. Una vez que entiende, se frena, retomamos sobre nuestros pasos lo que habíamos avanzado y caminamos unas tres cuadras más, justo en la dirección opuesta. Al final llegamos frente al lugar que yo buscaba, lo señala, ahora sí, con una sonrisa bien amplia en su cara. Me saluda, vuelve a sonreír y se va. Nunca sabré su nombre. Una típica muestra de la hospitalidad siria.
Después de instalarme, lo primero que hago es ir al centro, del cual quiero describir dos lugares. Uno es la tumba de Salah Aldin Al Ayoubi, más conocido como Saladino, uno de los principales sultanes de la historia de los musulmanes, quien gobernó sobre todo el mundo árabe de la época, que incluía el Medio Oriente actual e incluso hasta Egipto. En el sitio hay dos sarcófagos: uno es un regalo en tiempo posterior de un emperador alemán y el otro es de madera, donde realmente descansan los restos de Saladino, quien murió en 1193. Y a mí particularmente me parece increíble estar frente a la tumba de un personaje tan relevante, una persona que había retornado a los musulmanes Jerusalén luego de la segunda Cruzada, provocando la tercera Cruzada, época en la que tendría un enfrentamiento con el mítico rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, en una contienda que terminaría en una especie de tablas. Pero a mí, en especial, estar frente al sarcófago que contiene el cuerpo de un nombre que es historia pura, me parece increíble.
El segundo lugar del que quiero hablar es un hammam, es decir un baño turco. Visitamos uno que se llamaba Al Malik al Zahir, un baño público con más de mil años de antigüedad, creado en el 985, y que consta, como en general son estos lugares, con habitaciones a diferentes temperaturas. El sitio no sólo es el más antiguo en su tipo de Damasco sino de toda Siria y lleva su nombre en honor a un personaje conocido en occidente como Baibars, quien llegó a ser Sultán, con ciertas características físicas que lo distinguían: era muy alto, tenía el pelo dorado y un lunar en uno de sus ojos, que eran azules, y del cual estaba ciego, convirtiéndose en leyenda en el mundo árabe.
El proceso de los baños me llevó sucesivamente por la sala tibia, la sala caliente, una pileta fría, un lavado, masajes y finalmente relajación en la sala principal. El final de mi estadía me encuentra sentado, relajado, y tomando un té de flores, tal como lo han hecho miles de personas a través de los siglos. Y vaya a saber, quizás también, el amigo Baibars.