A principios del siglo XX existía en la ciudad una categoría de comercio hoy extinguida: el Almacén-Bar. Esa tipología vino a reemplazar en la cadena evolutiva a los viejos almacenes de ramos generales o pulperías. Hacia fines del mismo siglo, unos pocos se mantenían abiertos. Tal fue el caso del almacén de los Hermanos Cao, en la esquina de la avenida Independencia y Matheu —San Cristóbal— , el actual Bar de Cao.
Los almacenes-bar fueron negocios de esquinas. Al despacho de comestibles se ingresaba por la puerta de la ochava, la entrada al bar tenía su propio ingreso por el costado. Y una pequeña puerta interior comunicaba ambos sectores. En muchas barriadas con escasez de espacios públicos verdes, estos reductos servían de gran patio para socializar, encontrarse, conocer novedades y celebrar fiestas. Se los calificaba como: Despacho de comestibles al por menor. Venta de bebidas en general y despacho de bebidas alcohólicas.
¿Quiénes fueron los Cao?
Los Cao eran oriundos del pueblo de San Tirso de Abres, Asturias. Fueron ocho hermanos. Siete varones y una única mujer, Francisca. Ramón, el mayor, llegó a Buenos Aires en 1920. Un lustro más tarde lo hizo Julio. Ambos tuvieron diferentes trabajos hasta que, en 1930, se les presentó la oportunidad de alquilar la esquina de Independencia y Matheu —que había funcionado como bodegón desde 1915— para convertirla en un almacén-bar que llamaron La Armonía.
Otros hermanos fueron arribando al puerto de Buenos Aires. En distintos años lo hicieron Vicente, Pepe, Jesús y Balbino. Pero quienes conformaron la sociedad al frente de La Armonía fueron Julio, Vicente y Pepe ya que Ramón se había vuelto a España a cuidar a su madre. La empresa familiar se mantuvo hasta 1971 cuando Julio vendió su parte a Vicente y Pepe. Estos dos Cao fueron los que conocí en 1996. Ya les contaré en qué circunstancia. Antes les termino la historia del almacén-bar.
En 1999 falleció Vicente. Cansado, pero sobre todo muy triste, Pepe se mantuvo al frente del negocio sólo seis meses más. Lo cerró y volvió a su pueblo natal donde vivió hasta 2002.
Entre 2001-2004 la esquina reabrió con nuevo nombre y funciones: Bar de Cao. Y a partir de 2005 pasó a manos de un grupo gastronómico que nuclea a varios de los bares notables de la Ciudad. El local se amplió hacia la calle Matheu y el espacio se unificó en un gran salón que pasó a incluir el antiguo bar. Las modificaciones mantuvieron tanto el espíritu del lugar como sus fantasmas. El bar luce sus originales puertas vaivén, ventanas guillotina, estanterías, mesada de mármol y piso calcáreo. La madera es el elemento que domina todo el espacio. El respeto por el mobiliario produce la sensación de estar viendo a Vicente o Pepe en pleno peso y despacho de mercadería.
¿Cómo fue que conocí a los hermanos Cao y su almacén? Al concluir la década de los noventa, un antiguo compañero de trabajo, amante de viejos bares, me pasó un listado con no más de tres o cuatro almacenes-bar que se mantenían abiertos en Buenos Aires. De todos tengo fotos, pero no recuerdo direcciones. Sí ubico uno que quedaba en Pinzón e Irala —La Boca—, cuyo edificio sigue en pie, aunque hoy es una vivienda familiar. Al de Cao lo describió como el “almacén de los hermanitos”. Y era así. Cuando fui de visita los hermanitos Vicente y Pepe seguían detrás del mostrador. En ese entonces me sorprendió ver una escoba partida, podría decir, en cierto modo, exhibida, entre los frascos de pastas secas, aceitunas y porotos. Me llamó la atención y pregunté. La siguiente es la anécdota que escuché de los Cao esa tarde finisecular.
Escobas del amor
Luis, además de escobero, fue el creador del marketing en el mundo. Su plan era sencillo. Como certero y genial. A cada mujer abandonada por su novio o marido le regalaba una escoba. Era una inversión mínima. Empática. Un guiño que arrancaba una sonrisa y, por un momento, hacía olvidar tanto dolor. El éxito de la promoción estaba apoyado en un dicho de arraigo popular: escoba nueva barre bien. En el barrio de San Cristóbal, la táctica de Luis era bien conocida. Y casi que no había muchacha que no tuviese guardada en su casa una escoba nueva regalo de este emprendedor. Una de ellas, sin embargo, Esther su gracia, Esthercita para todos, nunca le daba la oportunidad. Vivía sobre la calle Estados Unidos casi Pichincha. A la vuelta del almacén. Luis le había echado el ojo. También conocía muy bien a su pretendido. Un truhán que, a toda hora, paraba en el bar de los hermanos Cao. Luis también era inmigrante español, mas de un pago cercano de Galicia llamado Trabada. El nombre de aquel paraje gallego servía también para describir la situación con Esther.
Los Cao mantenían bien informado a Luis del devenir de la pareja de novios. Se sabía que el prometido de Esthercita postergaba con diferentes excusas la decisión del casorio. La cosa es que hacia 1940 el eterno novio todavía se pavoneaba a diario entre amigotes poco afectos al trabajo, en el bar del almacén. Luis lo relojeaba a través de la cortina que conectaba con la despensa. Cada risotada del perezoso casamentero hundía en el desconsuelo al joven vendedor que esperaba ansioso el día en que poder regalarle a su amor secreto la escoba que atesoraba en la trastienda del local.
Mientras tanto, la popularidad de Luis crecía y crecía y se extendía más allá de San Cristóbal. Mujeres abandonadas de los barrios linderos de San Telmo, Boedo, Balvanera y Constitución se acercaban hasta La Armonía y dejaban cartas. Los Cao, incluso, llegaron a considerar la posibilidad de dejar un buzón del lado de afuera para las feligresas que viajaban desde el Gran Buenos Aires en los horarios en que el almacén estaba cerrado. Las anécdotas de historias de desahuciadas que volvían a tener novio luego de recibir su escoba se multiplicaban. Luis se tomaba los pedidos de las cartas manuscritas con seriedad y dedicación. Y con tiempo, y orden metodológico, hacía llegar la correspondiente escoba a cada remitente. Era un hecho constatado, Luis sanaba corazones. Sin embargo, los años pasaban y no podía con el suyo. Su amor de la calle Estados Unidos seguía ignorando —o tolerando— infidelidades y embustes de un haragán.
Un buen día, harto de los alardes del insoportable y perezoso novio, el gallego de las escobas dejó de hacerse el sota, tomó coraje, agarró la escoba reservada para Esthercita y salió por la puerta de la esquina rumbo a la casa de la calle Estados Unidos casi Pichincha, sin notar que cuando pasó a la despensa a buscar su espada vencedora de palo y paja, el amante perpetuo le ganó de mano y escapó raudo por la puerta del bar. Luis se apersonó frente al domicilio de Esther y golpeó la aldaba. Ella abrió la puerta con una sonrisa que sobraba la cara. Por detrás se asomó el cliente perfecto del bar La Armonía de los hermanos Cao. Llevaba en su mano un sobre con una invitación a un casamiento que hizo extensivo a Luis. La boda y la fiesta ya tenían fecha confirmada.
La historia me la contaron Vicente y Pepe Cao. Vecinos de San Cristóbal dicen que todavía hoy, por las mañanas, antes de que abra el bar, encuentran cartas y velas que le piden a San Luis de las Escobas.