Antes las palabras tenían otro impacto. Estaban rodeadas de un aura distintiva que las hacía delicadas y amables. Con los años, el abuso y mal uso de alguna de ellas, las hicieron caer en un plano descolorido y sin relieve. A cualquiera se le dice crack, ídolo o genio, nomenclaturas que eran privativas de un selecto grupo que se lo merecía. Algo similar ocurrió con mística, a la que le hicieron dejar en el camino girones de su ídem. Cuando se mencionaba la mística que tenía Independiente a la hora de jugar la Copa Libertadores, todos sabían a la perfección de lo que se estaba hablando.
Un capítulo más de aquella historia se vivió con ardor el martes 24 de abril de 1984. Fue como una película. O varias en solo 90 minutos, en los que hubo acción, drama, tensión, pasión y, también, la infaltable cuota de amor. Ese que entablaron a lo largo de 20 años, Independiente y la Copa Libertadores de América. Era un filme en el que todos sabían el planteo, el desarrollo y el final, con un escenario ideal, como el viejo estadio de la doble visera. Pero aquella noche, parecía que el guion se había alterado, con un inesperado epílogo, hasta que apareció el muchacho de la película, el protagonista de las incontables hazañas, el que tenía su nombre más grande que los demás en la imaginaria marquesina, para hacer realidad los sueños: Ricardo Enrique Bochini.
¿Cuántas veces habíamos visto así el estadio de los Rojos? Uno había perdido la cuenta, porque el marco se repetía: lleno absoluto desde varias horas antes, con plateas, tribunas y hasta escaleras rebasadas, barnizadas de un solo color para intentar pintar una hazaña. Aquellos equipos del Pato Pastoriza, que parecían responder a la premisa “cuanto más difícil, más me gusta”. Y allí estaban sus muchachos, una vez más, teniendo que rendir un examen de temple y fútbol. Enfrente no había precisamente un improvisado. Olimpia de Paraguay ya había sido campeón de América y estaba compuesto por un grupo de hombres que no eran de amedrentarse por cualquier circunstancia. Un empate, lo hubiese dejado a las puertas de la clasificación. Con la derrota ante Independiente, se vio obligado a tener que vencer a Estudiantes en el cierre del grupo por más de cuatro goles, cosa que no ocurrió, ya que solo se impuso por 1-0, tres días más tarde en La Plata, sellando el pasaporte de los Rojos a la siguiente instancia.
El encuentro fue tan vibrante y duro como se había presagiado en las mesas de los bares de Avellaneda y Asunción. Pierna fuerte, pero también toque y buen fútbol. El marcador estaba igualado en dos y el reloj denunciaba la cercanía del pitazo final, llegando a los 89 minutos. Independiente daba signos de agotamiento después de haber corrido como pocas veces y hacer los méritos para estar en ventaja. Parecía que esa noche no iba a ser como las otras, pero terminó siendo aún mejor.
Alejandro Barberón, el incansable puntero izquierdo fue uno de los eslabones imprescindibles de la jugada inolvidable y así lo contó en diálogo con Infobae: “Realmente fue terrible porque nos estábamos quedando afuera y faltaban muy pocos minutos. Se sentía una positiva presión de la gente, gritando y alentando porque no solo estábamos jugando bien, sino luchando y peleando. En mi caso, recuerdo haber tenido esos 10 minutos finales con el doble de sacrificio, porque ya había abandonado el lado izquierdo y mi posición habitual de puntero, para moverme por cualquier sector de la cancha. Y así fue como recibí la pelota después de un rechazo ubicado como lateral derecho. Empecé a correr cruzando en diagonal, más que nada por mi perfil, hasta que lo vi al Bocha parado en el círculo central. Se la dejé en los pies y le pasé por atrás, sin detener la marcha, porque sabía perfectamente que, si me la iba a devolver, lo haría con un pase perfecto y hacia adelante. Pero lo que hizo fue realmente magistral, pasando el balón en forma milimétrica entre dos defensores. La recibí dentro del área y tenía dos opciones: rematar o tirar el centro, ya con las últimas energías. Lo único que atiné a ver de reojo fueron las medias azules de un compañero a la altura del punto penal (risas) y allí la envié, con la suerte de que Bufarini estaba llegando justo para empujarla y convertir ese gol tan importante que produjo un delirio impresionante. La verdad es que han pasado muchos años y el recuerdo sigue presente, tan fantástico y maravilloso como en esa noche, para todos los que tuvimos la suerte de jugar ese partido inolvidable y ni hablar para la gente de Independiente”.
Sergio Bufarini había llegado desde Córdoba, con sus ilusiones de pibe, buscando su sitio en el mundo del fútbol. El sabio ojo del Pato Pastoriza le iba haciendo lentamente un lugar en ese plantel colmado de estrellas, hasta que llegó ese momento de gloria, que así evocó: “Estábamos perdiendo 2-1 y quedábamos eliminados en la fase de grupos. Allí fue que el Pato Pastoriza me llamó y me dijo: ‘Pibe, vamos con todo a la cancha, no quedan muchos minutos. Hay que correr y meter’. Cada palabra de él era una inyección anímica tremenda. Ingresé por Enrique Sánchez y me ubiqué en el área, peleando contra esos defensores de Olimpia que no eran nada fáciles y el arquero Ever Almeida que parecía invencible. Se terminaba el partido y llegó esa corrida impresionante de Alejandro Barberón, sumado al pase del Bocha que no tiene nombre, y yo solo tuve que tener la capacidad de poder anticipar al marcador central para empujarla. Recuerdo que abrí los brazos de frente a la gente, pensando en mi familia, cuando enseguida me vino a abrazar Marangoni. En ese momento, no le di la trascendencia que realmente tuvo, quizás por ser un pibe que llevaba un puñado de partidos en primera. Con el tiempo me di cuenta lo importante que fue ese gol”.
Los dirigentes de Independiente eran reacios a la televisación de sus partidos por Copa Libertadores en condición de local, tanto en directo como en diferido, para la Capital y Provincia de Buenos Aires, restringiendo la emisión solo para el Interior. Para quiénes habitaban en estas zonas, la radio tomaba un cariz imprescindible, como le ocurrió a Eduardo Sacheri, quien vivió una circunstancia muy particular, como la contó en diálogo con Infobae: “Recuerdo esa noche, que era el típico partido de Copa Libertadores entre semana. En el momento en que Olimpia nos da vuelta el resultado y se pone 2-1, me dio tanta bronca, que revoleé la radio y las despedacé contra la pared. En realidad, la despedacé en forma relativa, porque se le salieron la carcasa y las pilas e inmediatamente me empecé a arrepentir. A partir de ese momento, me pasé un buen rato tratando de armarla y cuando consigo que volviese a funcionar, ya había terminado. Era la época donde Víctor Hugo solía conversar con los plateístas una vez concluido el partido. Lo que escuchaba era un tono de amabilidad y de alegría, un intercambio feliz y me puse a pensar: ¿Cómo puede darse esta situación si acabamos de quedar eliminados de la Copa? La realidad es que mientras yo estaba en la tarea de arreglar la radio, primero Burruchaga había empatado de penal y más tarde hacía el que, me parece, es uno de los mejores goles hechos nunca jamás en cualquier cancha, porque lo que es la corrida con gambeta de Bochini, con el pase profundo para Barberón, es una cosa inaudita. Eran los tiempos en los que las radios repetían los goles varios minutos después y así fue como pude escuchar el de Bufarini media hora después que hubiéramos ganado 3-2″.
Apenas iniciando el partido, Independiente había conseguido la tranquilidad de un gol, con un cabezazo de Marangoni luego de un córner. Pero allí cayó en una apatía peligrosa e inhabitual en ese equipo de permanente vocación ofensiva, que prescindía del score. Olimpia fue para adelante e igualó con un golazo de Guasch desde fuera del área y se puso en ventaja por intermedio de Benítez a los 10 del segundo tiempo. El cuadro de Pastoriza no merecía estar en desventaja, pero ya sabemos cómo es, a veces, este deporte con los merecimientos. Debía aflorar la mística, urgía la aparición de esa palabra como tabla de supervivencia. Quedaban apenas 15 minutos cuando el zaguero paraguayo Caballero tocó la pelota con la mano dentro del área. Un penal para seguir con vida. El encargado era Jorge Burruchaga, que así recordó el momento: “Siempre lo he dicho, que aquel de la noche contra Olimpia fue uno de los penales más difíciles que me tocaron a lo largo de mi vida, porque íbamos perdiendo, no faltaban tantos minutos y de no convertirlo, iba a ser muy complicado poder dar vuelta el resultado. Enfrente tenía a un especialista como el arquero Ever Almeida, que se tiró bien, pero no llegó. Creo que, si era un poco más largo, me lo podía atajar, aunque fue bien esquinado. Por suerte entró y después se completó la historia con el gol de Bufarini sobre la hora. Ahora se juegan muchos más partidos, pero las Libertadores de antes eran distintas, se armaban verdaderas batallas. En la del ‘84 nos había tocado un grupo bravo, con los dos equipos paraguayos que era muy bravos y, sobre todo, Estudiantes, con el que teníamos una gran rivalidad”.
Sergio Bufarini reeditó aquella noche un capítulo varias veces transitado en el libro de la historia del fútbol que es el de ser héroe por un día. Pero la onda expansiva no terminó allí, ya que, en las horas siguientes, vivió inesperados y gratificantes momentos: “Terminó el partido y como dos días después enfrentábamos a Ferro por el Nacional, quedamos concentrados. El lugar era el Palace Hotel de Constitución y estando en la habitación me pasaron un llamado. Era de la producción del Rapidísimo, el programa más escuchado de la radio, para hablar en vivo nada menos que con Héctor Larrea. Hicimos la nota y en cuanto pude le mandé un telegrama a mi vieja en Córdoba diciéndole que había hablado con Larrea por la radio. ¡Imaginá la emoción de mi familia!”.
La victoria ante Olimpia fue decisiva para seguir adelante en la edición ‘84 de la Copa Libertadores. Esa que nadie pensaba que sería la última, hasta el momento, en la repleta vitrina de Avellaneda. Independiente, desde hace varios años, anda con el paso oscilante, envuelto en una atmósfera compleja que parece no tener rumbo. El viejo estadio de la doble visera ya que no existe más, y fue remodelado y rebautizado, con el nombre de aquel que le daba magia dentro del campo de juego. Seguramente allí, en algún rincón perdido y teñido de colorado, estén agazapados los duendes de aquellas noches de Copa Libertadores, listos para salir, reverdecer los laureles marchitos y volver a los buenos tiempos, donde el Rojo de Avellaneda era ganador y sinónimo de mística.