La situación es esta: ella no puede dormir. No es que la acosen malos pensamientos ni que la conciencia le toque campanas cuando apoya la cabeza en la almohada. Son los vecinos. Sí, los vecinos. Se aman demasiado o, por lo menos, demasiado fuerte. La mujer va a buscar refugio en los zoológicos.
Este es el disparador de Desubicados, la novela de María Sonia Cristoff -Trelew, 1965- que ahora reedita Vinilo. Desubicados, originalmente publicada en 2006 en la colección “In Situ” de Sudamericana, bajo la dirección de Luis Chitarroni, Gloria Rodrigué y Matías Serra Bradford.
Desubicados se sitúa en la intersección del ensayo, la crónica y la narrativa, ofreciendo una reflexión sobre la elección del lugar en el que vivimos, la pertenencia provincial y la búsqueda de un santuario en medio del caos urbano.
La reedición se enriquece con un prólogo de la autora, donde profundiza en la relación entre humanos y animales, sometiendo a revisión nuestras nociones sobre el hábitat.
Aquí, el comienzo de la obra.
Desubicados (Fragmento)
UNO
Últimamente duermo cuando y donde puedo: veinticinco minutos en un viaje en subte; hora y cuarto en un colectivo; cuarenta minutos en la mesa esquinera de un bar —con anteojos negros y tratando de quedar dignamente apoyada contra la pared, como para que no vengan a despertarme o a echarme—; una o dos horas en el escritorio, abrazada al monitor; dos o tres horas en mi cama.
Esta temporada de insomnio empezó con la aparición de los nuevos vecinos. Se trata de dos ejemplares de la especie humana, macho y hembra, con un extrañísimo comportamiento sexual: a pesar de ser una pareja, tienen sexo cotidiano, y lo tienen siempre, absolutamente siempre, a la misma hora. A las tres de la mañana, más específicamente. Y no exagero si digo que a la altura de mi oreja. Aunque viva en uno de esos PHs de San Telmo tan celebrados por sus paredes anchas, antiguas, la nitidez con la que me llegan los sonidos es absoluta. El primer tiempo de convivencia con este hábito sexual de mis vecinos, debo reconocer, fue positivo. Renovó el sexo en mi matrimonio y mi fe en el matrimonio en general. Después, creo que agotado el primer mes, mi nivel de sexo y de fe volvieron a sus carriles normales. Los hábitos de mis vecinos empezaron a resultarme primero invasivos y después intolerables. Decidí que teníamos que mudarnos de cuarto, pero tal cosa no existe en los PHs de San Telmo remodelados en los que todo, salvo el baño y el escritorio, ha pasado a formar parte de un ambiente solo y gregario. La única posibilidad que nos quedaba era recurrir al sofá cama que estaba en mi escritorio. Pasé entonces a dormir también en el lugar en el que pasaba todo el día trabajando. Encerrada entre esas cuatro paredes estaba: día y noche. Además, mi escritorio da al pasillo de entrada del resto de los PHs de San Telmo, lo que implicaba que a cualquier hora de la noche el resto de mis vecinos taconeaba en mi oreja y, a las seis de la mañana, la portera barría en mi oreja.
Tuvimos que volver al entrepiso al que llamamos nuestro cuarto. Llegó un momento en el que ya no me despertaban ellos —los vecinos fogosos, quiero decir— a las tres de la mañana: me despertaba yo a las dos y media, como si fuera la encargada de organizar las medidas preventivas frente a la catástrofe inminente. Trababa las puertas con muebles pesados, subía a las mesas todos los libros y archivos que podrían haberme quedado en el suelo, cruzaba cintas de embalar sobre los vidrios, en forma de cruz (eso me lo habían enseñado cuando vivía en el Sur, en el colegio, para prevenir los ataques de los ingleses durante la época de Malvinas), cortaba el interruptor de luz. Las medidas, me di cuenta con el tiempo, hubieran sido muy útiles frente a un terremoto, una guerra o una inundación. Decidí mandarles una carta. Escribí unas líneas en las que hacía referencia a las reglas de urbanidad, los códigos de convivencia, la necesidad de descanso; incluso deslizaba algo acerca del respeto a la intimidad. Era una colección de eufemismos, un texto más apropiado para figurar en una normativa que para ejercer alguna influencia sobre el comportamiento de nadie. Puse mi nombre, mi número de teléfono y pasé el sobre por debajo del portón de hierro que funciona como puerta de calle del edificio contiguo, donde hay tres PHs también remodelados. Según mis primeros cálculos, los ruidos venían del departamento “2″. Enseguida —al día siguiente, creo—, recibí un llamado de mi vecina. La escalada de eufemismos fue creciendo: ella no entendía, yo le decía que no se trataba de entender, ella me decía que ya había tenido quejas por los ruidos con la remodelación de la casa, yo le decía que no le hablaba de remodelaciones, ella me decía que últimamente le tiraban cáscaras de mandarinas desde el edificio vecino y que no le parecía una forma muy adecuada de resolver problemas, yo le decía que no vivo en ese edificio y que, además, no como mandarinas, ella seguía sin entender, yo le decía que no se trataba de entender sino de no hacer ruido en medio de la noche, ella me decía que los obreros no trabajan nunca a esa hora y que además, me repetía, no entendía de qué le estaba hablando. Te estoy hablando de sexo, preferí decirle antes de que volviéramos a las mandarinas, etcétera. Se quedó unos segundos callada, casi como si le hubiera hecho una propuesta. Ojalá fuera yo, suspiró, y me dijo que iba por su octavo mes de embarazo. Asumí que la solución no estaba en el género epistolar y llamé a un arquitecto. Propuso hacer una doble pared con un material aislante en el medio. El método era caro y él no podía asegurarnos su infalibilidad: para eso había que construir una doble pared también en el PH de mis vecinos. No quise pasar por esto de equivocarme de PH otra vez. Las noches en vela continuaron. Hace alrededor de un mes dimos con el nombre de un experto en acústica. Una autoridad indiscutible, dijo la persona que lo recomendó. Nos llevó un tiempo ubicar su número de teléfono, otro tiempo que viniera a estudiar el caso. Así, dijo: estudiar el caso. Para saber de qué le estábamos hablando, necesitaba no sólo ver la calidad de las paredes sino oír algún sonido proveniente del otro lado. Es que no se escuchaba ningún sonido nunca, salvo a las tres de la mañana. Entonces tendría que venir un día a las tres de la mañana.
Vino la semana pasada. Ni bien entró a casa y vio la solidez de las paredes me miró como si estuviera convencido de que los sonidos estaban únicamente en mi cabeza. El experto tenía esa mezcla de delgadez y agilidad que se da en muchos obsesionados por algo, como si un tema los fuera consumiendo y vitalizando con el mismo nivel de intensidad. Fue directo a la pared medianera: empezó a pasar las palmas extendidas por la superficie, arrobado como un chico que toca la arena con la que construirá el castillo; los dedos tersos, como electrizados, se cerraban de pronto en un puño desde el cual emergían nudillos aparentemente capaces de dar el golpeteo justo. Nosotros no emitíamos palabra: yo hasta apoyaba con cuidado, para no interferir en la circulación de sonidos, la taza de té de tilo que estaba tomando.
Lo invitamos a subir al entrepiso, donde los ruidos se escuchan, como ya le había explicado, con más precisión. Nos sentamos los tres en la cama; ya eran más de las dos y media de la mañana. ¿Y si justo esa noche algo —una enfermedad, una pelea, una pizca de normalidad— hacía que este par de ejemplares no copulara? De pronto nos vi a los tres ahí, como esos fotógrafos subvencionados por la National Geographic que tienen que pasarse días y días detrás de un árbol esperando el momento exacto en el que el cocodrilo abre la boca para comerse al antílope que justo fue a tomar agua. ¿Cuál sería el límite de resistencia del experto? ¿Se iría a las tres y media de la mañana, o estaría dispuesto, como los fotógrafos de la National Geographic, a irse sólo cuando hubiera logrado su objetivo? ¿Tendríamos días, semanas de convivencia con el experto? ¿Habría posibilidad de armar una tienda de campaña en un PH de San Telmo?
Los primeros gemidos me sacaron de esas cavilaciones angustiosas. Respiré aliviada. El experto se pegó —siempre con el oído izquierdo, me pregunto por qué— a la pared y, mientras los ruidos crecían, musitaba algunas frases en las que alcancé a oír, un par de veces, la palabra interesante. Ahora que tenía su muestra, que había terminado su trabajo de campo, digamos, pensé que podíamos bajar para que nos explicara el caso. Creo que le pregunté si quería una taza de té de tilo, pero me hizo callar con la mano y susurró algo acerca de la importancia de comparar las distintas intensidades. Con los gemidos y gritos finales giraba la cabeza lentamente de un lado al otro, como hacen los perros cuando escuchan un sonido que les intriga especialmente pero que todavía no logran descifrar del todo. Interesante, interesante, seguía después, mientras bajaba las escaleras. El tiempo —o mejor dicho las cosas que pasan con el tiempo: fundamentalmente remodelaciones y tráfico, aclaró, después, abajo, cuando concedió tomar una taza de café negro —va produciendo un desplazamiento de capas y formando una suerte de canales zigzagueantes por donde los sonidos pueden trasladarse. Incluso con paredes como éstas, tan anchas y sólidas, qué interesante. O algo así creo que dijo. Eran las cuatro y media de la mañana cuando terminó su explicación; yo iba por mi séptima taza de té de tilo de la noche y creo que ya entraba en mi cuarto mes de insomnio sostenido. Prometió escribirnos un informe para este jueves en el que nos hará una descripción del caso y detallará sugerencias. No quiero sugerencias ni informes, quiero soluciones. No somos parte de un comité de referato, somos un par de vecinos desesperados, estuve a punto de decirle pero de pronto, en mi sopor, vi la secuencia entera —primero lo zamarreaba y después me colgaba de su cuello, vencida sólo como uno puede sentirse frente a lo que cree su último recurso— y desistí. La acústica, recuerden, dijo en los escalones de la puerta de calle, cuando ya se iba, no es una ciencia exacta. La frase me da vueltas en la cabeza desde entonces. Faltan dos días para el jueves. Mientras, sigo durmiendo donde y cuando puedo.
Me despierto en uno de los bancos del zoológico. El que tengo más cerca, el de Buenos Aires: siempre vengo acá cuando veo que todo se desencaja y que no hay quién lo entienda. Los seres humanos me parecen remotos, incomprensibles. Me acurruco en algún lugar entre las jaulas, como un bicho más, y mi ánimo se apacigua. Lo descubrí hace unos años, varios, a la salida de un teatro. Ir al teatro me genera, invariablemente, por más buena que sea la obra, una picazón en el lado izquierdo de la cara. La primera fase de la picazón es interna, digamos, lo que me obliga a rascarme haciendo unos movimientos con la lengua y los músculos de la garganta que son de lo más sofisticados, una performance minimalista, aunque nadie lo aprecia. Al contrario, recibo codazos. Me veo entonces obligada a rascarme con las uñas la parte externa —la mejilla y, más encarecidamente, la comisura izquierda de la boca. Siempre salgo con la cara arruinada. Los vestigios de sangre coagulada, vulgarmente llamados cascaritas, tardan al menos una semana en desaparecer. A la picazón en la cara se le suma una irritación del ánimo: todavía no sé cuál viene primero y cuál después. Lo que sí sé es que, al final de la obra, cuando tengo que saludar a algún conocido, siempre estoy sufriendo los dos males en su punto máximo. Ese día específico al que me refiero, el del descubrimiento del poder balsámico del zoológico, me encontré a la salida del teatro con el que entonces era mi jefe, que venía acompañado de un autoproclamado escritor con el que yo me había peleado hacía unos días. Mi jefe me susurró al oído que, para reponer mi falta, lo menos que podía hacer era ir a tomar algo con ellos. Fuimos a uno de esos bares de Corrientes que siempre me hacen sentir nostalgia de una calle Corrientes que no conocí o aversión a la que conozco, y pedí un agua con gas: pensé que las burbujas podían continuar en mi garganta la tarea que los codazos habían interrumpido. A mi jefe le cayó mal, me di cuenta por la forma en que me miró. Me pregunté si esperaba que pidiera un gin tonic, o si era que a esa altura ya había adivinado que muchas veces tomo agua con gas para tratar de digerir lo que no tolero. El autoproclamado empezó a hablar de la obra —como llamaba a lo que acabábamos de ver— y de su obra —como llamaba a sus libros. Mi entonces jefe le contestaba con esa sagacidad suya para decir, cuando quiere, lo que el otro está esperando escuchar, y de vez en cuando me miraba con una furia que sólo podía ser aplacada, parecía decir, por alguna intervención de mi parte. Intenté un par de comentarios que no condujeron a nada. Pasada la primera hora, ya no pude prestar atención a otra cosa que no fuera mi comisura izquierda, que ardía, y mi ojo derecho, que había empezado a titilar. Las mujeres de ellos hablaban de otra obra de teatro, con lo cual tampoco encontraba ahí un remanso. Empecé a sentirme capturada por uno de esos pozos de silencio en los que voy cayendo mientras todo, absolutamente todo a mi alrededor me parece banal y hostil. Pedí otra botella de agua con gas. Ellos seguían hablando —porque no podríamos decir que conversando— mientras yo me seguía hundiendo cada vez más. Mi costado izquierdo, adonde todavía no habían tenido tiempo de formarse las cascaritas, había empezado a gotear sangre, y yo me sentía como una virgen apócrifa, sangrando mis lágrimas en un bar de Corrientes.
En ese momento, en el cual parecía que mi cabeza no tenía más espacio que para confirmar la habitual certeza de que nada tiene sentido y para ensayar una serie de frases que me permitieran salir de ahí cuanto antes, en ese momento exacto no sé cómo se abrió paso un plan: al otro día, ni bien me levantara, iba a ir al zoológico. Vaya a saber uno cómo funcionan esas cosas, pero para mí fue una especie de dictado, de mensaje. Para entonces, ya hacía más de diez años que vivía en Buenos Aires y jamás se me había ocurrido ir al zoológico. Al otro día me desperté con esa resaca existencial con la que me despierto a veces: agobiada, harta, convencida de que estoy no en una cama sino en una camilla de hospital, helada, esterilizada, con el pecho oprimido por una de esas máquinas metálicas que siempre asocio a la palabra placas y a películas de la Segunda Guerra de bajo presupuesto. No me puedo mover, ni siquiera para acurrucarme, y tengo la impresión de que mis piernas y mis brazos son mucho más flacos y blancos de lo que en realidad son. El cuerpo de un deportado, anterior. Esta mañana precisa, a la que me refiero ahora, mis cavilaciones fueron rápidamente interrumpidas por el recuerdo del plan de la noche anterior. Me puse lo primero que encontré y me fui al zoológico, que quedaba cerca del departamento en el que yo vivía entonces. En el espejo del ascensor comprobé que las cascaritas ya habían empezado a formarse. Cuando llegué al zoológico, empecé a caminar por las sendas, también guiada, supongo, por la misma voz que me había dictado el plan la noche previa, y mientras circulaba entre esos animales encerrados, domesticados, empecé a sentir que el peso de mi pecho se evaporaba. No era la única que estaba fuera de lugar. Desde aquel momento hasta hoy, cuando entro en uno de esos estados, suelo correr al zoológico. Para Ismael, que se enlistaba como marinero cada vez que se sentía asqueado del mundo, el mar era el sucedáneo de la bala. Así dice al comienzo de Moby Dick. Para mí, el zoológico es el antídoto contra la resaca existencial, la comprobación de que no estoy sola.
Quién es María Sonia Cristoff
◆ Maria Sonia Cristoff es una destacada escritora y periodista argentina, nacida en la ciudad de Trelew, Chubut, en 1965.
◆ Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires.
◆ Entre sus obras más reconocidas se encuentra Falsa calma, que explora los espacios vacíos y olvidados de la Patagonia argentina, e Inclúyanme afuera, un relato introspectivo de su experiencia viviendo en ciudades a lo largo de la Ruta 40.
◆ Además de su labor como escritora, Cristoff ha contribuido en diversas publicaciones y medios, compartiendo sus observaciones y reflexiones sobre la sociedad y la cultura.
◆ Su estilo se caracteriza por una mezcla única de crónica detallada y narrativa personal, lo que le ha valido el reconocimiento en el ámbito literario tanto nacional como internacional.