Un misterioso asesor de Putin que desaparece de un día para el otro: así empieza la novela “El mago del Kremlin”

El mago del Kremlin
Giuliano da Empoli
«El mago del Kremlin» permite adentrarse en la puja de poder en Rusia. (Carles Ribas / El País).

Antes de convertirse en el asesor más cercano del presidente Vladimir Putin, Vadim Baranov fue productor de reality shows. Tras su renuncia y desaparición de la esfera pública, comienzan a propagarse todo tipo de historias sobre ese misterioso hombre, conocido como “el nuevo Rasputín”, sin que nadie sea capaz de distinguir lo verdadero de lo falso. Esa es la premisa que impulsa la premiada primera novela del sociólogo, ensayista y asesor político de origen italo-suizo Giuliano da Empoli.

En los últimos meses, El mago del Kremlin no pasó desapercibida. Revolucionó el mercado europeo y recibió prestigiosos galardones de la talla del Gran Premio de Novela de la Academia Francesa y el premio Honoré de Balzac, además de resultar finalista de la más reciente edición del Premio Goncourt.

Editada por Seix Barral, esta inquietante novela sumerge al lector “en el corazón del poder ruso”. Entre aduladores y oligarcas, profundiza sobre la corrupción, las guerras y el afán de control absoluto del régimen ruso, que el autor conoce “mejor que nadie”, según afirman los críticos.

Da Empoli terminó de escribir El mago del Kremlin en enero de 2021, y no son pocos los que supieron leer en la novela una anticipación de los eventos que, un año más tarde, detonarían el conflicto de Rusia con Ucrania y su posterior invasión. Fue gracias a su profundo conocimiento sobre el pasado ruso que De Empoli pudo “adivinar” el futuro que Putin tenía en mente para su país en esta atrapante novela, ideal para los amantes de los entresijos del poder y los secretos detrás de la política que vemos a diario.

Ficha

Título: El mago del Kremlin

Autor: Giuliano da Empoli

Editorial: Seix Barral

Páginas: 336

Precio (en Argentina): En papel: $21800 En digital: $8099

Así empieza “El mago del Kremlin”

El mago del Kremlin
Giuliano da Empoli

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Mucho tiempo después se dijeron de él las cosas más diversas. Había quien afirmaba que se había retirado a un monasterio del monte Athos para rezar entre piedras y lagartijas, otros juraban haberlo visto en una villa de Sotogrande mezclado con una multitud de modelos cocainómanos. Otros se empeñaban en sostener que habían encontrado su rastro en la pista del aeropuerto de Sarja, en el cuartel general de las milicias del Dombás o entre las ruinas de Mogadiscio.

Desde que Vadim Baranov había dimitido de su puesto de consejero del Zar, las historias sobre él, lejos de extinguirse, se habían multiplicado. Es algo que sucede a veces. La mayoría de los poderosos extraen su aura de la posición que ocupan. A partir del momento en que la pierden, es como si los hubieran desenchufado de la corriente. Se desinflan como esos muñecos que hay en la entrada de los parques de atracciones. Nos cruzamos con ellos por la calle y no logramos comprender cómo tipos así pudieron suscitar tantas pasiones.

Baranov pertenecía a una raza diferente. Aunque, en realidad, yo no sabría decir a cuál. Las fotos presentaban la imagen de un hombre fuerte, pero no atlético, casi siempre vestido con colores oscuros y ropa más bien demasiado ancha. Tenía un rostro anodino, quizá un poco infantil, de tez pálida, cabello negro, muy lacio, y un peinado de primera comunión. En un vídeo, rodado en el contexto de un encuentro oficial, se lo veía reír, algo muy raro en Rusia, donde una simple sonrisa es considerada como una señal de idiotez. En realidad, daba la impresión de no preocuparse en absoluto de su apariencia, lo que no dejaba de ser algo curioso si tenemos en cuenta que su oficio consistía precisamente en disponer espejos en círculo para transformar una chispa en un encantamiento.

Baranov avanzaba por la vida rodeado de enigmas. Lo único más o menos cierto era su influencia en el Zar. Durante los quince años en que había estado a su servicio, había contribuido de manera decisiva a la construcción de su poder.

Lo llamaban el «mago del Kremlin», el «nuevo Rasputín». En aquella época no tenía un papel bien definido. Aparecía por la oficina del presidente cuando ya se habían despachado los asuntos ordinarios. No eran las secretarias quienes lo habían avisado. Tal vez el Zar lo llamaba personalmente por su línea directa. O bien él mismo adivinaba el momento exacto gracias a sus prodigiosas cualidades, de las que todo el mundo hablaba sin que nadie fuera capaz de decir con precisión en qué consistían.

A veces alguien se les unía. Un ministro de moda o el dueño de alguna empresa estatal. Pero dado que en Moscú, por principio y desde hace siglos, nadie dice nunca nada, incluso la presencia de esos testigos ocasionales no llegaba a aclarar las actividades nocturnas del Zar y de su consejero. Sin embargo, lo más factible era que se supieran sus consecuencias. Así, una mañana Rusia se había despertado con la noticia del arresto del hombre de negocios más rico y más conocido del país, el mismísimo símbolo del nuevo sistema capitalista. En otra ocasión, todos los presidentes de las repúblicas de la Federación, elegidos por el pueblo, fueron cesados de repente. En adelante, sería el Zar y solo él quien los nombrara, según anunciaron los primeros informativos de la mañana a los ciudadanos aún medio dormidos. Pero, en la mayoría de los casos, los frutos de aquellos insomnios permanecían invisibles. Y hasta unos años más tarde no se notaban los cambios, que aparecían entonces como completamente naturales, aunque fuesen en realidad el resultado de una planificación meticulosa.

En aquella época, Baranov era muy discreto, no se lo veía en ninguna parte y la idea de conceder una entrevista ni se le pasaba por la cabeza. Tenía, eso sí, una singularidad: de cuando en cuando, escribía, ya fuera un pequeño ensayo que publicaba en una oscura revista independiente, ya fuera un estudio de estrategia militar destinado a las altas reuniones del ejército, otras veces incluso un relato en el que daba muestras de una inspiración paradójica en la mejor tradición rusa. Jamás firmaba esos textos con su nombre, pero los sembraba de alusiones en clave que servían para interpretar el nuevo mundo originado en los insomnios del Kremlin. En todo caso, eso era lo que creían los cortesanos moscovitas y las cancillerías extranjeras que rivalizaban por ser los primeros en descifrar las oscuras palabras de Baranov.

El personaje principal de "El mago del Kremlin" es un asesor de Putin conocido como "el nuevo Rasputín".
El personaje principal de «El mago del Kremlin» es un asesor de Putin conocido como «el nuevo Rasputín». (Gavriil Grigorov/)

El seudónimo tras el cual se ocultaba en esas ocasiones, Nicolás Brandeis, añadía un elemento de confusión ulterior. Los más aplicados habían reconocido bajo ese nombre a un personaje menor de una novela secundaria de Joseph Roth. Un tártaro, especie de deus ex machina que hacía su aparición en los momentos decisivos de la narración para desaparecer de inmediato. «No hace falta ningún vigor para conquistar algo, lo que sea —decía él—, ya que todo está podrido y se deja someter; lo que importa es saber soltar, saber dejar ir.»

Así, igual que los personajes de la novela de Roth se interrogaban sobre las acciones del tártaro cuya asombrosa indiferencia era la garantía de cualquier éxito, también los jerarcas del Kremlin y los que los rodeaban iban a la caza del menor indicio susceptible de revelar el pensamiento de Baranov y, por medio de este, las intenciones del Zar. Una misión tanto más desesperante cuanto que el mago del Kremlin estaba convencido de que el plagio era la base del progreso, razón por la cual era incomprensible hasta qué punto expresaba sus propias ideas o imitaba las de otro.

La apoteosis de este equívoco se produjo una noche de invierno, cuando la masa compacta de las berlinas del aparato, con su cortejo de sirenas y de escoltas, desembarcó en el pequeño teatro de vanguardia donde se representaba una pieza de un solo acto cuyo autor se llamaba Nicolás Brandeis. Se vio entonces a banqueros, a magnates del petróleo, a ministros y a generales del FSB, el antiguo KGB, hacer cola, con sus amantes cubiertas de zafiros y rubíes, para sentarse en las butacas desfondadas de una sala, de cuya existencia ni siquiera sospechaban, y asistir a un espectáculo que, de principio a fin, se burlaba de los hábitos y pretensiones culturales de los banqueros, los magnates del petróleo, los ministros y los generales del FSB.

«En un país civilizado podría estallar una guerra civil —afirmaba en cierto momento el héroe de la obra—, pero no aquí, entre nosotros, porque aquí no hay ciudadanos, tan solo sería una guerra entre lacayos. Lo cual no es peor que una guerra civil, aunque sí un poco más repugnante y más miserable.» Aquella noche no se vio a Baranov en la sala, pero, por prudencia, los banqueros y los ministros aplaudieron a rabiar; algunos afirmaban que el autor observaba el patio de butacas a través de un minúsculo ojo de buey situado a la derecha del palco.

Sin embargo, estas distracciones un poco pueriles no lograban disipar el descontento de Baranov. A partir de un momento dado, el reducido número de personas que tenía ocasión de encontrarse con él empezó a atribuirle un carácter cada vez más sombrío. Decían que estaba inquieto, fatigado. Que estaba pensando en otra cosa. Había despuntado demasiado pronto y ahora se aburría. De él mismo, sobre todo. Y del Zar. El cual, en cambio, no se aburría nunca. Y se daba cuenta. Y empezaba a odiarlo. ¿Cómo? ¿Te he traído hasta aquí y tienes la desfachatez de aburrirte? No hay que desestimar nunca la naturaleza sentimental de las relaciones políticas.

Hasta que un día Baranov desapareció. Una breve nota del Kremlin anunció la dimisión del consejero político del presidente de la Federación Rusa. Se perdió entonces todo rastro de él, salvo esas apariciones periódicas por el mundo que nadie había llegado a confirmar.

Cuando llegué a Moscú unos años más tarde, el recuerdo de Baranov, como una sombra vaga que, emancipada de un cuerpo por lo demás considerable, era libre de manifestarse a su antojo, planeaba cada vez que parecía útil evocarlo para ilustrar cualquier medida particularmente oscura del Kremlin. Y, dado que Moscú —indescifrable capital de una nueva época de la que nadie lograba definir los contornos— se había encontrado, de manera inesperada, en el primer plano de la escena, el antiguo mago del Kremlin tenía sus exégetas, incluso entre nosotros, los extranjeros. Un periodista de la BBC había rodado un documental en el que atribuía a Baranov la responsabilidad de importar a la política ciertos artificios del teatro de vanguardia. Uno de sus colegas había escrito un libro en el que lo describía como una especie de prestidigitador que hacía aparecer y desaparecer a personajes y partidos con un simple chasquido de dedos. Un profesor le había consagrado una monografía: «Vadim Baranov y la invención de la Fake Democracy». Todo el mundo se preguntaba sobre sus actividades más recientes.

¿Seguía ejerciendo una influencia sobre el Zar? ¿Qué papel había desempeñado en la guerra contra Ucrania? ¿Y cuál había sido su contribución a la elaboración de la estrategia de propaganda que había producido unos efectos tan extraordinarios sobre los equilibrios geopolíticos del planeta?