La vida urbana nos regala vecinos. Y los vecinos son inexplicables nexos con el exterior. Sara y María Elena eran mis vecinas del piso 12. Nuestros encuentros – aunque diarios – eran furtivos, duraban esos 60 segundos que suele tardar en bajar el ascensor que eran, para mi, como viajar a un mundo mágico. A Narnia se puede entrar por armarios y también por ascensores. Mis memorias están envueltas en esa mística idealizada de la infancia y, con esa licencia, es que recuerdo esos días.
Crecí con los mundos imposibles de María Elena Walsh. Cuando sos hija de una maestra jardinera, es algo inevitable. Casi como estar todas las horas del día en el jardín, incluso cuando estás en casa. María Elena Walsh era parte de mis días y de mis noches. Me invitaba a tomar el té, me hacía preguntarme a dónde quedaba Pehuajó, y a veces, de madrugada, no podía dormir porque me quedaba intentando entender por qué los gatos hablaban inglés en el mundo del revés.
En los días grises en los que no quería ir al colegio y me cruzaba a María Elena en el ascensor, ella dulcemente me cantaba alguna canción de su repertorio. Yo esperaba ansiosa una de Manuelita, la película que había visto hace poco en una de mis habituales visitas al cine con mi abuela Tuti. También recuerdo el día que leímos Dailan Kifki en sala de 5 y yo no podía entender que la señora que me cantaba esas canciones era también la mujer que había inventado las aventuras del elefante alado.
Tantos eran los mundos que me había creado María Elena que llegué a contarles a mis compañeros del jardín una fabulosa historia sobre “el mono capuchino de sombrero turco que vivía en mi casa como mascota”. Me acuerdo que me retaron por mentir. Vivía tanto en sus historias que sus mundos eran, para mí, mi realidad.
Regalos en la puerta
No todo pasaba en el ascensor. A veces dejaba regalos en la puerta de casa el día de mi cumpleaños, como un hada madrina. Reconstruyendo las piezas de mi niñez, mamá me recordó el día en que encontró en el palier una valijita con sus versos y poemas, deseándome un feliz día y un buen viaje a los cuentos. Porque, claro, a los cuentos también se viaja. Como hacía Manuelita.
Sara nos regalaba bombones cuando recorríamos el edificio con mis amigas festejando un día de Halloween inventado. Yo iba vestida de maga, (acaso el disfraz predijese mi encuentro literario y vital con Cortázar, que, luego descubriría, Sara había fotografiado tan mágicamente). Cuando me la cruzaba en el ascensor con su equipo fotográfico, me imaginaba todas las aventuras que estaba yendo a inmortalizar. Poco sabía yo que ya había retratado tantos famosos momentos de la historia argentina.
Sus fotos de Buenos Aires llegaron a mis ojos más tarde. Ella ya era grande, María Elena se había ido, y ya no me la cruzaba tanto en el ascensor. Llegaron a través de los libros que Sara le dejaba a mi mamá en el palier. Conversaban seguido, hablaban sobre María Elena y mamá le hacía, de vez en cuando, algún que otro favor doméstico. Sara también fue hada madrina.
La muerte de Sara me hizo viajar en el tiempo para revivir esos mundos imposibles en los que crecí. Mundos que yo creía que María Elena había inventado para mí, pero que en realidad eran para todos. Escribí estos recuerdos para agradecer. A ambas. Por la fábula de mi infancia.
* Agostina Dasso Martorell es Licenciada en Estudios Internacionales por la Universidad Torcuato Di Tella. Como investigadora académica trabaja en temas de política exterior, relaciones internacionales y seguridad internacional. Fue Directora de Análisis de las Transformaciones Geopolíticas entre febrero y agosto de 2023. Actualemnte, está haciendo un doctorado en la Universidad de Princeton, en Estados Unidos.