Algo tiene el mar. ¿Paz?, ¿belleza?, ¿brío? Sí, todo eso; pero hay algo más. Algo indescriptible, algo que nos conecta con la inmensidad del mundo, con la eternidad del universo. Lauren Myracle escribió que el mar “te hace sentir pequeño, pero no en el mal sentido: pequeño porque te das cuenta de que formas parte de algo más grande”. Desde el comienzo de la historia, el mar siempre estuvo ahí, fascinándonos, y el arte, quizás como ninguna otra disciplina, capturó esa sensibilidad.
Si es como dijo el poeta francés Alain Bosquet, que “el mar es un tratado de paz entre la estrella y la poesía”, ¿qué puede hacer la pintura para retratar ese acuerdo secreto y mágico? A continuación, un breve recorrido por cinco obras preciosas en las que se puede oír el sonido de las olas, y también, si cerramos los ojos y nos dejamos llevar por la imaginación, hasta quizás puedan salpicarnos algunas gotas saladas.
La alegría del mar
Al norte de Francia, frente al Canal de la Mancha, está Pourville, un pueblo de ensueño. En 1882, Claude Monet creó una obra que inmortalizó su belleza. Paseo por el acantilado de Pourville, se titula, y está en el Art Institute de Chicago, Estados Unidos. Estuvo ahí durante tres meses y no pudo evitar pintarlo. “Qué hermoso se está volviendo el campo y qué alegría. Me encantaría mostrarte todos sus encantadores rincones”, le escribió en una carta a Alice Hoschedé, quien luego sería su esposa.
Tal como cuenta Emilia Bolaño en Historia Arte, Monet acababa de enviudar: “Su esposa Camille había muerto tres años atrás y el artista estaba ya harto de la ciudad y su ajetreo. Además las ventas de cuadros no iban nada bien. Francia estaba en plena crisis económica. Es por eso que decidió dejarlo todo en febrero de 1882 y viajar a Normandía para descansar un poco y alejarse lo máximo posible de la ‘civilización’”. En Pourville encontró un poco de paz.
Con su estilo característico, el pintor impresionista coloca a dos mujeres en el centro de la escena que se empequeñecen cuando el ojo observa el verde del pasto, lo radiante de los flores, pero también el mar, que se extiende hasta el horizonte, con algunas barcos a lo lejos y un cielo despejado.
El paisaje amenazante
Caspar David Friedrich fue un pintor romántico alemán de renombre. Su obra más conocida es El caminante sobre el mar de nubes de 1818 donde se ve, como su título lo indica, a un muchacho envuelto en el paisaje. El nivel de detalle es notable y la sensación de inmensidad, contundente; pero hay una pintura que, en este último aspecto, la supera: El monje junto al mar, pintada diez años antes. Acá el paisaje se torna oscuro, tremendo, incluso amenazante.
En la ciudad de Desdre, luego de hacer varios bocetos al aire libre, de luchar contra el viento, contra el sol, de confundir el sonido del mar con el de sus pensamientos, Friedrich se metió en su estudió y pintó este óleo inolvidable. La primera vez que lo mostró fue en la exposición de la Academia de Berlín de 1810. Lo compró el rey Federico Guillermo III, junto con otro: La abadía en el Madera de roble. Hoy ambas pinturas se exhiben juntas en la Alte Nationalgalerie de Berlín.
En busca del amanecer perfecto
Pese a ser hijo de un ex samurai y un dedicado aprendiz de nihonga (pinturas tradicionales), Fujishima Takeji fue lo más europeo que un pintor japonés podía serlo a fines del siglo XIX: su atracción por las nuevas técnicas de pintura al óleo occidentales, conocidas como yōga (estilo occidental: término acuñado en el Período Meiji, para distinguir estas obras de las tradicionales) le hicieron dar un vuelco en su carrera. Amanecer sobre el mar del este (1932) pertenece a su época occidental.
Viajó a Europa en 1905, estudió pintura histórica con Fernand Cormon en París y retratos con Carolus-Duran en Roma, en Italia, y regresó a Japón en 1910 donde se convirtió en profesor de la Escuela de Arte de Tokio y miembro de la Academia Imperial de Arte. En 1928, Fujishima recibió el encargo de crear una pintura al óleo para decorar el estudio del Emperador Showa. Decidió entonces que el tema sería el amanecer, que simbolizaba lo que le esperaba a Japón: un nuevo comienzo.
Takeji comenzó a viajar por el norte la isla, desde Zao hasta la colonia japonesa de Taiwán en el sur en busca del amanecer perfecto. Estuvo una década realizando paisajes en los albores del sol, desde el mar a la montaña. Durante ese período produjo muchas obras maestras con esta temática, como Amanecer sobre el mar del este, donde un velero parece navegar hacia la eternidad entre el mar y el cielo. Hoy, es parte de la colección del Museo Artizon, en Tokio.
Azul de Prusia, el color del mar
En 1759, la Compañía Sueca de las Indias Orientales exportó un novedoso pigmento a China e India: azul de Prusia. Se volvió furor. Año a año las cantidades se fueron multiplicando y llegando a cada vez más países. Así se introdujo este fascinante color en las xilografías tradicionales japonesas. Es el tono presente en La gran ola de Kanagawa, la famosa estampa del pintor Katsushika Hokusai, publicada entre 1830 y 1833, durante el período Edo de la historia de Japón.
Esa década, la del treinta, se produjo lo que los historiadores del arte llaman la revolución azul. Los primeros diez grabados de la serie, entre los que se encuentra La gran ola, son de las primeras estampas japonesas en las que aparece el azul de Prusia. La innovación tuvo un éxito inmediato y para el año nuevo de 1831 se volvió masivo. En esta popular obra japonesa podemos percibir la exagerada ola con gran belleza: el color le da fuerza y gracia. Y hasta sonido.
La costa argentina
Bajo el escueto título de Mar del Plata, la artista rusa Ludmila Feodorovna de Fioravanti (Moscú, 1896 – Buenos Aires, 1973) pintó una postal de la costa argentina en el año 1949. Es un óleo de tela sobre cartón (48 x 59,5 cm) adquirido por el Museo Nacional de Bellas Artes. “Fue una artista dotada de una personalidad que le permitió seguir sus propios lineamientos más allá de modas, tendencias y vanguardias”, escribió el periodista Juan Ignacio Novak en El Litoral.
Una red de maravillas
De familia armenia, nacido en Feodosia, Crimea (territorio disputado entre Rusia y Ucrania), Iván Aivazovski es considerado uno de los mejores artistas de “marinas” de la historia. Una buena muestra es La novena ola, de 1850, que se encuentra en el Museo Estatal Ruso de San Petersburgo. Fue “bendecido” por Turner, trabajó muchos años como el pintor principal de la Armada del Imperio Ruso y logró éxito internacional: fue el primer extranjero en recibir la Legión de Honor francesa.
En La novena ola es un óleo sobre lienzo de 221 cm × 332 cm representó el mar después de una devastadora tormenta nocturna. El agua sigue embravecida, puede notarse el corazón del temor en su movimiento, que parece extenderse más allá de lo visible. Allí, en un mástil que hace de balsa improvisada para siete náufragos que se dirigen hacia un destino incierto. El nombre de la pintura hace alusión a la tradición marinera que atribuía a la novena ola de la tempestad el efecto más destructivo.
Lo peor parece que ya ha pasado. El sol está en el horizonte, lo que le da a la pintura los tonos cálidos que construyen una atmósfera de esperanza, aunque a su vez ese sol está cubierto por las nubes y las olas que rompen parecen fagocitarlo, transmitiendo incertidumbre. Hay una enorme belleza en esta representación. Quizás tenga razón el explorador Jacques Cousteau, que dijo que “el mar, una vez que lanza su hechizo, mantiene a uno en su red de maravillas para siempre”.