Nunca como ahora tuvimos como humanidad más acceso a la información ni más posibilidades y plataformas para debatir sobre todos los temas. Sin embargo, lo que debería habernos enriquecido en materia de pensamiento se congeló en la estrechez del binarismo. Estamos acá o estamos allá, no hay matices. Todos pensamos que la razón está de nuestro lado y a nadie le importa —ni le parece necesario— profundizar en el intercambio de ideas.
No recuerdo haber vivido antes momentos de tanta precariedad en la discusión pública. Tampoco recuerdo haber experimentado la hostilidad, el desprecio y el maltrato con los que nos dirigimos unos a otros en las redes, en los medios y en la vida real.
Hola, ahí.
La disección de una cultura
Hay un autor israelí que me gusta mucho por el modo en que consigue desarrollar buenas tramas literarias al tiempo que disecciona la sociedad y la cultura de su país sin concesiones. El escritor se llama Yishai Sarid (1965) y ya hablé sobre él en otras oportunidades. Sarid es abogado y periodista, perteneció al cuerpo de inteligencia militar israelí —permaneció seis años en el ejército—, y es nieto de un sobreviviente del Holocausto e hijo de un reconocido periodista y político de izquierda, Iosi Sarid (1940-2015).
La primera de sus ficciones que leí fue El monstruo de la memoria, una novela atrevida que, debo aclarar, hace estallar todo lo que conocemos en términos de corrección política (y puede también actuar como un puñetazo en el estómago del lector).
El protagonista y narrador es un historiador israelí experto en el Holocausto que se convierte en el más exquisito de los guías en los campos de exterminio nazis en Polonia. Pero a medida que avanza en su saber y su experiencia, también crecen en él las contradicciones, la locura y las preguntas por la condición humana y el mal. Y, junto con eso, aparecen los cuestionamientos a los tours del horror y al peligro de trivializar uno de los momentos más espeluznantes de la historia humana.
Otra novela de Sarid sobre la que escribí más cerca en el tiempo es Victoriosa, cuya protagonista es Abigail, una mujer cercana a los 50, madre sola y experta en psicología del arte de matar. Hija de un psicoanalista tradicional, se retiró del ejército después de una fecunda carrera como psicóloga militar, experta en estrés postraumático pero, sobre todo, gran innovadora en la preparación psicológica de los soldados para matar y también para poder superar la muerte de los compañeros en combate.
Abigail es fría para enfrentar interrogatorios y dudas y hasta para persuadir a quienes van a matar y/o morir de que lo que están haciendo es lo correcto. Para ella no hay matices en la vereda de enfrente, solo terrorismo y amenaza a la existencia de su país.
Después de un tiempo de trabajar en el sector privado, es convocada por el nuevo jefe del ejército, con quien años atrás tuvo una relación muy cercana y y sigue unida por un pacto secreto. Rosolio la manda a llamar porque la necesita. La guerra es inminente, y, no por habitual, deja de inquietar a los ciudadanos. Pero hay otro hecho que podría dar vuelta el estado de cosas: Shauli, el único hijo de Abigail, acaba de alistarse para combatir en el escuadrón de paracaidistas.
Una de las cosas más fuertes que recuerdo de Victoriosa es el momento en que el veterano militar le dice a Abigail que el problema es que los soldados israelíes son muy buenos para matar a distancia, pero fracasan en el cuerpo a cuerpo. Leerla hoy da escalofríos.
“—Por mar y por aire somos estupendos —dijo Rosolio—, rápidos, eficientes, invencibles. Pero donde nos atascamos es abajo, en las batallas en tierra, en el cara a cara. Ahí nos matan y nos secuestran, ahí nos hundimos en el barro. Tenemos unos chicos demasiado delicados. No les hemos enseñado a matar”.
En estos días leí El poeta de Gaza, que acaba de publicar Sigilo, que publicó también las otras dos. Se trata de la segunda novela de Sarid y es tal vez la más famosa; en hebreo salió en el año 2011. También narrada en primera persona, el protagonista es un agente de inteligencia israelí, a quien le encargan una misión sensible: debe acercarse y conseguir la confianza de Hani, un viejo y enfermo poeta de Gaza que tiene la clave para evitar una operación terrorista con enorme potencial de daño.
Para eso el agente debe primero lograr conquistar a Dafna, escritora y tallerista, bajo la fachada de ser un aspirante a escritor. Ocurre que Dafna es íntima amiga del palestino Hani desde hace décadas y ambos son conocidos intelectuales activistas por la paz. Y Hani, quien tiene permiso para entrar a Israel, suele pasar temporadas en la casa de ella.
Israel vive una ola de atentados suicidas, es imposible relajarse. La vida privada del agente se resquebraja: es un hombre joven y sumergido en su trabajo, permanentemente bajo presión. Defiende a su país y la vida de los ciudadanos y para eso necesita en muchas ocasiones deshumanizar al enemigo, llevarlo al grado cero de la existencia. El problema es lo que ocurre cuando el enemigo está muy cerca, cuando se lo tiene a un paso, cuando es posible advertir que pese a las diferencias y a la guerra sin cuartel, el otro también es un ser humano y sufre.
El vínculo de nuestro espía con los escritores cambia radicalmente su destino: el miedo acecha y la atracción y la desconfianza se disputan el escenario de las emociones segundo a segundo. A cada uno de ellos le gustaría confiar en el otro pero los antecedentes de la Historia con mayúsculas son siempre más fuertes.
La novela se lee de un tirón, es inteligente, hay emociones y tiene un buen ritmo y mucha acción. Como en sus otras novelas, Sarid toma un argumento y se sirve de él como excusa para recorrer los diferentes andariveles de la sociedad israelí, el anclaje cada vez menos sólido en la memoria del Holocausto, la violencia militar y la arrogancia en aumento a lo largo del tiempo y también los miedos y contradicciones de una población expuesta al odio y a la amenaza de exterminio.
Es cierto que la historia transcurre en otro tiempo y que a partir de la masacre del 7 de octubre puede parecer anacrónica y hasta extemporánea. Sin embargo, algo en las acciones y las vacilaciones morales de los personajes sigue vigente y, me animo a decir, ayuda a leer la actualidad. Los conceptos de lealtad, traición, desprecio, resentimiento y violencia no pierden espesor sino que se resignifican.
“Busco la paz, pero no soy suicida”
Yishai Sarid dio algunas entrevistas luego de la masacre del 7 de octubre. Muy crítico de Benjamin Netanyahu, pacifista e impulsor de la política de dos Estados, Sarid forma parte de esa izquierda israelí que se siente abandonada por la izquierda del mundo, que elige ver en la barbarie de Hamas —no muy diferente de la de Estado Islámico— un gesto de resistencia del pueblo palestino ante el opresor israelí.
“Hemos experimentado muchas veces ataques terroristas y hostilidades. Pero 1.200 muertes en un día, violaciones, tomas de rehenes, esta matanza en un día festivo, es algo completamente diferente”, respondió Sarid a un diario suizo cuando habían pasado tres meses del ataque y el inicio de la guerra en Gaza. “A veces tenemos que hacer la guerra y no podemos darnos el lujo de perderla”, dijo.
Consultado acerca de cómo pudo ocurrir un ataque de esa magnitud y de las fallas de la inteligencia israelí, no dudó en responder: “Fuimos estúpidos y vagos. Desde hace unos años tenemos un gobierno terrible que promueve ideologías neofascistas y racistas. Este gobierno ha fracasado porque en lugar de preocuparse por proteger nuestras fronteras, estaba ocupado con otras cosas, como anexar Cisjordania y debilitar el poder judicial. Pero el ejército también fracasó. Ha confiado en su superioridad tecnológica”.
Su discurso no obedece al mandato binario, de modo que Sarid sigue procurando mantener la sensatez. “No se trata de ganar, se trata de sobrevivir. La respuesta de Israel al ataque terrorista es muy dura y esta guerra es una tragedia. Busco la paz, pero no soy suicida. Si mostramos debilidad, será nuestro fin. No podemos tolerar programas ni asesinatos en masa. Fuimos atacados, nos impusieron la guerra, pero como humanista e izquierdista esto es una pesadilla para mí y también siento una gran lástima por el pueblo de Gaza. Está absolutamente bien criticar a Israel, pero la gente debería ser justa y no olvidar lo que pasó el 7 de octubre. Y no deberían olvidar la historia de este conflicto. La culpa no está sólo de un lado”.
Esto es hoy un hombre
Hay una frase muy conocida que también está en la letra de Vaca profana, el tema de Caetano Veloso. Es aquella que dice que “De cerca, nadie es normal”. Aunque entiendo la idea central y lo que entraña, me gusta pensar que el concepto de normalidad es personal y que, cuanto más cerca estamos de otra persona, más fácil se nos hace advertir lo que tenemos en común y hasta “normalizar” aquello que pensamos que es pura diferencia.
Tal vez de cerca todos podemos ser más normales para el otro. Mientras nos mantenemos a distancia, esa sensibilidad humana no la vemos. Por eso, para eliminar al otro al que vemos como amenaza, nada mejor que deshumanizarlo antes.
Leía estos días en el diario Haaretz una reseña de una nueva edición en hebreo de Si esto es un hombre, el deslumbrante libro de Primo Levi (1919-1987) en el que narra su paso por Auschwitz y el modo en que funcionaban la estructura del campo de concentración y el día a día de esa industrialización de la muerte.
En su nota, el periodista Noam Sheizaf señalaba el valor de leer hoy ese libro clave, cuando asistimos a una era de creciente deshumanización y cuando la desconfianza domina las relaciones humanas y las posibilidades de diálogo y/o acuerdo parecen obturadas en todas las esferas. Una era en la que, además, la crueldad se vuelve cada día más omnipresente y sofisticada.
Si esto es un hombre retrata sin exhibicionismo ni morbo el modo en que los nazis lograban hacerle perder su humanidad a los prisioneros y cómo en la lucha desesperada por la supervivencia era necesario despojarse de la solidaridad y la fraternidad, lo que convertía la experiencia en una guerra de todos contra todos y se hacía casi imposible hallar entre ellos actos de bondad.
Sheizaf lo explica de este modo: “La moralidad, el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la familia, la amistad, la fraternidad del destino judío, el anhelo por el pasado o las esperanzas para el futuro, todo pertenecía al mundo de aquellos que estaban fuera del campo. Los Haftling (los prisioneros) lo consideraban un peso, ya que cualquiera que se aferrara a la esperanza o la nostalgia estaba un poco más cerca de la muerte”.
Deshumanizar es la clave para la violencia terrorista o bélica. Por eso los humanos se nutren de la desconfianza en el otro, un sentimiento indispensable para sostener la voluntad de exterminio del adversario. Dice Sheizaf que “según Levi, la creencia de que nuestras acciones siempre se llevan a cabo de buena fe, y que el otro o el enemigo actúa siempre con malicia, es lo que permite la necesaria deshumanización que conduce al crimen. Por eso, resistir al crimen debe comenzar insistiendo en la complejidad, el contexto y en todo lo bueno y lo malo que hay dentro de todos los seres humanos”.
Leo este análisis de la obra de Levi y pienso que la desconfianza en el otro y cierta forma de la deshumanización albergan también en la violencia retórica y discursiva que abunda en las redes y en los espacios públicos de debate. Y sé que, aunque de menor intensidad y sin riesgo de vida como en un acto terrorista o una guerra, esa violencia también genera trauma.
El diálogo que no existe
Días atrás entrevisté a la periodista, dramaturga y narradora Tamara Tenenbaum (Buenos Aires, 1989), una de las voces más influyentes de su generación. Hablamos sobre su nueva novela (La última actriz, un precioso homenaje al teatro idish) y hablamos también sobre la guerra en Medio Oriente y el momento actual de la cultura argentina en un sentido amplio, lo que incluye la dificultad para opinar y para discutir.
Feminista y muy activa en las redes sociales, Tamara se preguntaba en la charla hasta dónde puede llegar la falta de diálogo entre gente que piensa diferente (si no hay diálogo es imposible modificar nada, explicaba con elemental sentido común) y reflexionaba sobre las razones para que tanta gente joven (varones, en particular) haya acumulado resentimiento. En este marco, señalaba que la reacción ultraconservadora contra el feminismo no tiene necesariamente que ver con cosas que se hicieron mal sino, justamente, con cosas que se hicieron bien. “No es verdad que con el feminismo ganamos todos”, se animó a decir.
Y como ella desobedece la orden cultural de adherir al binarismo, se permite desplegar un análisis con matices.
“Se formó un resentimiento muy grande en una juventud que, en algunos casos, tiene buenas razones para estar resentida. (…) A la vez, es el resentimiento de los privilegios perdidos de una juventud que encima no vio ninguno de los beneficios del patriarcado tampoco, porque no llegaron a ser padres de ninguna familia, no llegaron a ser el macho proveedor de nadie, y bueno, sí, es explosivo. La pregunta es qué se hace con esto, yo de verdad no sé cómo discutir, cómo conversar. Porque yo soy una persona que converso con cualquiera, pero también me doy cuenta de que hay gente que no quiere conversar conmigo”.
Tamara nació y creció en el seno de una comunidad ortodoxa en el Once y abandonó ese espacio luego de sufrirlo mucho. Su papá fue una de las víctimas del atentado a la AMIA en 1994. Ella tenía en ese momento 5 años y dos hermanas menores: todas fueron criadas por su mamá, médica, quien no estimuló ni la ira ni la victimización en sus hijas. De hecho, en un tiempo en el que las identidades están por encima del universalismo y todos compiten por ver qué colectivo sufrió más a lo largo de la historia, Tamara suele hablar de sí misma como de “mala víctima”.
La guerra en Gaza la abruma, le cuesta mantener conversaciones sobre el tema y dice que la discusión está imposible. “No puedo hablar con nadie porque me cuesta muchísimo hablar tanto con gente que niega la ocupación como con gente que no entiende la gravedad de lo que ocurrió el 7 de octubre. No me da para llorar antisemitismo cuando mataron a 30.000 personas. No puedo, me da pudor”.
Le molesta además que le vengan a “contar las costillas” del buen judío y a indicarle cómo debe pensar de acuerdo a su condición de judía. En esa dirección, el discurso del británico Jonathan Glazer durante la noche de los Oscars en el que habló de la “deshumanización total” le resultó inteligente y delicado.
Glazer fue muy duro con el gobierno israelí en una noche en la que hubo protestas pro palestinas en los alrededores de la celebración de los premios, pero también fue la única persona que mencionó la masacre de Hamas.
No deja de sorprenderme cómo a tanta gente solidaria con el sufrimiento de un pueblo tan castigado como el palestino no le haya hecho ni un poquito de ruido el concierto de imágenes demenciales, violentas y humillantes que los propios terroristas procuraron hacer públicas durante el ataque. Sigo sin entender la razón detrás de la justificación y hasta negación de los hechos violentos hacia los israelíes por parte de personas que se consideran progresistas. ¿Hay violencias buenas y violencias malas? ¿Matar civiles a mansalva es condenable si lo hace Israel pero está justificado si lo hacen comandos terroristas de origen palestino?
En lo personal, me siento cerca, muy cerca del modo que tiene Tamara de abordar no solo este sangriento capítulo del conflicto sino también de reflexionar acerca de la concepción del judaísmo, casi como si se tratara de una casa familiar con la que uno se identifica y en la que quiere permanecer. Lo dijo así:
“(…) Parte de lo que me interesa es rescatar un judaísmo humanista que no es el judaísmo que estoy viendo a mucha gente defender: étnico, prácticamente racial, cerrado, belicista, violento. (…) No me gusta que todas las acusaciones por antisionismo se conviertan en acusaciones de antisemitismo. O sea, no me gusta la idea de decirle a toda persona que está en contra de las acciones del Estado de Israel que usar la palabra ocupación es ser antisemita. Eso me parece gravísimo”.
Luego de cuestionar la mirada de los judíos que exhiben algún desdén por las vidas civiles palestinas y acusan a otros judíos de hacerle el juego al terror de Hamas, Tamara entró de lleno en la discusión sobre el fanatismo y la soledad de quienes no adhieren a ninguna de las dos opciones que componen el menú del presente en cada tema político, social y cultural.
Hoy ese menú indica que hay que aplaudir la ferocidad de la respuesta a la masacre del gobierno de Netanyahu, más preocupado por su supervivencia política que por recuperar a los rehenes lo más rápido posible, o con los fundamentalistas islámicos de Hamas, que explícitamente planifican acciones con el objeto de exterminar al Estado de Israel. ¿Pero quién dijo que no es posible cuestionar más de una cosa a la vez? Tamara lo hace:
“Tengo perfectamente claro que lo que sucedió el 7 de octubre es un acto de terrorismo y que lo que hizo Judith Butler al decir que fue un acto de resistencia armada —sabiendo cómo la palabra resistencia tiene una valoración positiva en nuestros ambientes progresistas— es bastante canalla. Dicho esto, la sensación es que no se puede hablar con nadie y para mí lo que está pasando con esta discusión es lo que pasa con todos los temas: si no sos un fanático, te quedás solo. Porque si sos un fanático te defienden los que siguen eso y te odian los que siguen lo otro. Si no sos un fanático, no te defiende nadie”.
Las manzanas de Aleksandra
Sigo obsesionada con Zona de interés, la película de Jonathan Glazer que es una obra de arte. Ya escribí sobre la historia central pero en estos días leí materiales sobre la figura que está detrás de algunas de las escenas más enigmáticas del film, que parecen responder a otra estética y que están en blanco y negro —en realidad, en un registro fosforescente— y fueron filmadas con una cámara térmica.
Son aquellas en las que se ve a una adolescente andando en bicicleta y dejando manzanas esparcidas sobre la tierra en las zonas de trabajo de los prisioneros de Auschwitz. Una Caperucita jugando a Gretel que consigue sembrar huellas de vida y alimento ahí donde solo hay trabajo esclavo y muerte segura. Una joven buena que arriesga su propia vida para ayudar a los demás.
Así como la historia principal de la película de Glazer está basada en la novela de Martin Amis del mismo nombre, esta otra parte se origina en la historia real de la polaca Aleksandra Bystron-Kolodziejczyk, quien efectivamente les llevaba alimento a los prisioneros y más tarde fue miembro de la resistencia polaca contra los nazis. Su padre, topógrafo de una mina, había sido llevado prisionero primero a un campo local y luego trasladado a Dachau.
Hay escenas en las que se ve a la joven tocando el piano: el vestido que usa la actriz que representa su papel es un vestido real de Aleksandra, que la vestuarista y los productores hallaron junto con su bicicleta en el desván de la casa de la hada madrina de tantos prisioneros, donde además se filmaron las escenas de interiores del personaje.
La bondad en blanco y negro contrasta con la banalidad del mal que estalla en color en los jardines de la familia del jerarca nazi responsable de Auschwitz, Rudolf Hoss.
Glazer conoció a la mujer cuando ella ya tenía 90 años. Durante el famoso y polémico discurso de los Oscars, el cineasta le dedicó el premio ganado por mejor película extranjera a Alexandra, “la niña que brilla en la película así como brilló en la vida”.
Para saber qué es la bondad
Mientras escribía este envío, Instagram me sorprendió con un poema. El poema tenía la cara y la voz de la actriz británica Emma Thompson, se llama “Kindness” (es traducido en general como “Bondad”, también podría ser “Amabilidad”) y su autora es la poeta Naomi Shihab Nye (St. Louis, Missouri, 1952), hija de madre estadounidense y padre palestino.
Te lo regalo:
Antes de que sepas qué es realmente la bondad
debes perder cosas,
sentir que el futuro se disuelve en un momento
como la sal en un caldo ligero.
Lo que tenías en la mano,
lo que contaste y guardaste con cuidado,
todo esto debe desaparecer para que sepas
lo desolado que puede ser el paisaje
entre las regiones de bondad.
Cómo subes y subes al autobús
pensando que nunca se detendrá
y que los pasajeros, que comen maíz y pollo,
se quedarán para siempre mirando por la ventana.
Antes de que conozcas la tierna gravedad de la bondad,
debes viajar allí donde el indio en un poncho blanco
yace muerto a un costado de la ruta.
Debes ver cómo él podrías ser tú,
cómo él también era alguien
con planes que viajó a través de la noche
y el simple aliento
que lo mantenía vivo.
Antes de que conozcas la bondad
como la cosa más profunda que hay en tu interior
debes conocer el dolor
como lo otro más profundo.
Debes despertarte con tristeza.
Debes hablarle hasta que tu voz
se entreteja en la red de todas las tristezas
y veas el tamaño de la trama.
Entonces, solo la bondad tendrá sentido.
Solo la bondad, que te ata los zapatos
y te envía al mundo a contemplar el pan.
Solo la bondad, que levanta su cabeza
entre la multitud del mundo para decirte:
soy yo a quien has estado buscando,
y luego va contigo a todos lados
como una sombra o un amigo.
Desde Atenas
Te escribo desde muy lejos y con seis horas de diferencia. Estoy en Atenas y voy a quedarme acá durante algunas semanas, ya que vine a visitar a mi hijo mayor, que vive y trabaja en esta ciudad.
Estoy más precisamente en Exarchia, el barrio universitario, vibrante y anarquista. El mismo en el que se dieron las protestas estudiantiles de 1973, que se consideran clave para lo que fue la caída de la Dictadura de los Coroneles un año después, en 1974, cuando los militares griegos intentaron salvar el pellejo con una guerra en Chipre que finalmente terminaron perdiendo con los turcos.
Decenas de estudiantes murieron en aquel levantamiento en la Universidad Politécnica y desde entonces este barrio, de tradición contracultural, es un regular campo de batalla entre los jóvenes y las fuerzas policiales.
Las paredes hablan, es el reino del grafiti, la expresión popular de los muros. De lo que puedo entender, “Free Palestine” es la consigna más repetida, la misma que enarbola la izquierda radical en todo el mundo mientras intenta borrar o justificar la violencia contra civiles israelíes y sin mencionar que aún quedan en Gaza decenas de rehenes: hombres, mujeres, adolescentes, bebés.
En las paredes rojas del baño de un bar leo también “Prendan fuego a Israel”. Y me liquida.
Es imperiosa la necesidad de un alto al fuego. Decenas de miles de muertos y la destrucción furiosa de la Franja no le devolverán la vida a los muertos de octubre ni traerán de regreso a los rehenes que aún quedan con vida.
Esa guerra es una trampa mortal no solo para la región sino para todos y es, además, la principal usina del dramático crecimiento del odio contra judíos y musulmanes en el mundo.
Corrientes de odio cultural y religioso, guerras y devastación, falta de diálogo democrático, una izquierda miope y cancelatoria y el ascenso vertiginoso de la ultraderecha en todo el planeta. ¿Qué puede salir mal?
Ahora sí, me despido.
Las imágenes que acompañan este texto son una pintura del expresionista alemán George Grosz, otra del noruego Edvard Munch, retratos de Yshai Sarid, Tamara Tenenbaum y Primo Levi, imágenes de los libros y las películas mencionadas y dos fotos de Aleksandra Bystron-Kolodziejczyk, una de cuando era joven y otra cuando ya era una mujer mayor.
Acordate que podés escribirme cada vez que quieras a hpomeraniec@infobae.com. Por unas semanas voy a leerte desde esta ciudad en la que nació la cultura occidental y también la democracia, ese sistema amenazado por autócratas de todos los rincones del mundo y “olvidadizos” de lo que se pierde cuando gana el autoritarismo. Te deseo belleza y tranquilidad en estos días que siguen al feriado extra large.
Hasta la próxima.