El escritor y periodista español Sergio del Molino ha sido galardonado con el Premio Alfaguara 2024 por Los alemanes, novela inédita que será publicada en abril.
El prestigioso galardón literario está dotado con 175 mil dólares, una escultura del escultor español Martín Chirino, fallecido en 2919, y la publicación simultánea en todo el territorio de habla hispana.
Los alemanes, presentada para el premio con el título “El espíritu de la escalera” y bajo el seudónimo de Patricia Bieger, es “un relato que narra un suceso muy poco conocido de la historia española relacionado con las mutaciones del nazismo y con hondas consecuencias en el mundo actual”, según afirma la gacetilla de prensa enviada por la editorial.
El jurado del XXVII Premio Alfaguara, para el que se presentaron 800 manuscritos, estuvo formado por autores emblemáticos del sello que ya habían ejercido de presidentes del jurado en anteriores ediciones: Sergio Ramírez, Juan José Millás, Laura Restrepo, Rosa Montero y Manuel Rivas.
Pilar Reyes, directora editorial de Alfaguara, destacó sobre Los alemanes: “Oscuros secretos familiares encierran un pasado amenazador capaz de destruir el presente. ¿Heredan los hijos la culpa de los padres? Una novela apasionante que pone a prueba la conciencia de los personajes y que sacude la del lector”.
Aunque Del Molino lleva publicados quince libros, fue con La España vacía que ganó notoriedad a nivel mundial. El libro – cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota, justo después del comienzo de Los alemanes– es un ensayo sobre las raíces del desequilibrio campo-ciudad y sobre cómo afectan a su país natal, y se ha convertido en uno de los textos clave para entender los avatares de la España actual.
Así empieza “Los alemanes”
El 2 de mayo de 1916, los vapores Cataluña e Isla de Panay atracaron en el puerto de Cádiz. Transportaban a 627 alemanes procedentes de la colonia de Camerún, conquistada por los aliados en febrero de ese año en uno de los episodios menos conocidos y menos comentados de la Gran Guerra. En lugar de rendirse a sus enemigos, los alemanes se entregaron a las autoridades españolas en Guinea. España, como potencia neutral, los acogió como internados. Ya no abandonaron el país y se instalaron, sobre todo y entre otras ciudades, en Alcalá de Henares, Pamplona y Zaragoza. Pronto se harían famosos y serían conocidos como los alemanes del Camerún.
Hasta aquí, la historia tal y como aparece en los registros. A partir de aquí, la leyenda.
1. Fede
Iré a ver a papá, le dije. Claro que iré. Ya había decidido ir antes de que me clavase el codo con la mirada, y mucho antes de que chasqueara la lengua y suspirase. Se le pone cara de adolescente cuando se enfada, pensé, pero a lo mejor sólo se la veo yo. Serán cosas de hermanos.
Cuando bajé del taxi y me encaminé a la cancela, Eva me vio venir y cruzó los brazos. Rígida, ni adelantó una pierna para salir a mi encuentro. Esperó a que llegase y ni siquiera respondió a mi abrazo. Le di un beso en la mejilla, un beso de verdad, de los que manchan, y no se movió ni me saludó. ¿Vienes directo, sin pasar por casa de papá?, me dijo, como si yo tuviera la culpa de los horarios de Iberia, como si hubiese urdido una trama de trenes retrasados y vuelos cancelados.
—¿No has traído maleta? Pensé que te quedabas unos días, hasta la despedida, al menos —dijo, mirando la mochila que llevaba a la espalda, una mochila pequeña donde sólo cabían dos camisas y una muda.
—No quería facturar, ya me apañaré. Que sí, joder, me quedo unos días, claro que me quedo unos días.
—Bien, porque habrá que decidir qué hacemos con los papeles de Gabi y hay que firmar un montón de cosas.
Eso, decidamos ahora. Arreglémoslo todo en la puerta del cementerio, antes de que me vuelva a escapar y no responda a los correos y finja que mi vida no tiene nada que ver con la vuestra.
Así empieza “La España vacía”
[”La España vacía” puede comprarse en formato digital en Bajalibros clickeando acá]
Cuando la policía le contó que podía ser un ataque terrorista, el canónigo respiró. Quizá no pronunciaron la palabra terrorista. Motivación política, más bien. Creían que el ataque era parte de una campaña, aunque no habían detenido a nadie y no había sospechosos. Si no se atrevían a usar el término terrorista era porque había un terrorismo de verdad en Irlanda. Aquello parecía otra cosa. Al canónigo le pareció también otra cosa. Creyó que tenía que ver con gente del pueblo y temió que fuese el principio de una espiral de violencia, pero la policía le tranquilizó. No le habían atacado a él, ni siquiera su casa. Habían atacado lo que representaba. El canónigo era inglés y la casa que le habían quemado era su residencia de verano, un cottage aislado en la península de Llŷn.
Entre 1979 y 1991, un grupo llamado Meibion Glyndŵr (Hijos de Glyndŵr) prendió fuego a 228 casas de campo en Gales. La policía sólo detuvo a una persona en 1993, acusada de enviar bombas por correo a ciudadanos ingleses. No averiguaron nada más. El caso de las casas quemadas sigue siendo un misterio. Nunca encontraron pruebas. Nadie fue procesado. Los investigadores creían que detrás de Meibion Glyndŵr sólo había un grupo muy pequeño que perpetraba los ataques en secreto.
En las décadas de 1970 y 1980, el terrorismo, tanto el nacionalista como el ideológico-revolucionario, era uno de los asuntos más graves en Europa. Alemania, Italia, Francia, el Reino Unido y, por supuesto, España lo sufrían. En el contexto británico, donde una parte del país (Irlanda del Norte) vivía en estado de excepción, unos cuantos ataques nocturnos a unas casas de vacaciones no eran un problema terrorista, por más que surgieran grupos que reivindicasen los incendios. Al lado de la violencia de ETA, del IRA o de las Brigadas Rojas, lo de Meibion Glyndŵr casi parecía una gamberrada.
El norte de Pembrokeshire es una de las zonas más apartadas de Gales, muy rural, sin ciudades industriales como las del sur y poca influencia inglesa hasta tiempos recientes. Es uno de los pocos rincones del país donde se puede oír el galés más que el inglés. En la década de 1970 se puso de moda entre la clase media y vivió una pequeña eclosión inmobiliaria. En pocos años, miles de ingleses compraron allí casas de campo. Su llegada alteró mucho la vida de los pueblos. Hubo roces, desconfianza y hostilidad manifiesta hacia los nuevos inquilinos.
De ahí el alivio que expresaba el canónigo al reportero de la BBC que lo entrevistó: no era una vendetta. Porque aquellos ataques parecían la reacción descontrolada de unos aldeanos celosos de sus costumbres que se sienten amenazados por el forastero. Pero, si había un contenido político, el canónigo podía seguir viviendo tranquilo en el pueblo. De otra forma, cada vez que entrase en el pub, comprase en la carnicería o saliera a dar un paseo, vería en las caras de sus vecinos a un montón de sospechosos. Personas que no le querían cerca, que estaban dispuestas a quemarle la casa para echarlo de allí. ¿Cómo podría vivir entre gente así? Si el incendio había sido un ataque nacionalista, sus vecinos quedaban exculpados.
Sin embargo, los incendios sí que parecían la reacción propia de unos aldeanos ariscos que no querían forasteros en su pueblo. Si los culpables hubieran actuado a las órdenes de un movimiento, la policía los habría encontrado. Pero, si iban por libre, es probable que los rencores locales y el odio concreto a aquellos veraneantes pesaran más que cualquier vindicación nacionalista. El misterio de las casas de ingleses quemadas dice más acerca de las relaciones entre el campo y la ciudad que de las relaciones entre Londres y su periferia o del terrorismo o del nacionalismo.