Las estrellas de mar, antes de los premios. El verano del ‘82. Ese preludio social a la Guerra de Malvinas, que fue con récords de ocupación en las playas, pese al mal momento económico que había legado el ‘81. Algunas estrellas se eclipsaban, como varias del mundo del espectáculo, al ponérseles un tope a sus salarios. Y otras brillaban como nunca en el firmamento deportivo.
Los pibes futboleros de ese tiempo pertenecimos a una generación privilegiada. Los mejores jugadores argentinos actuaban cada domingo en el torneo local, en una fiesta que superaba los colores de las camisetas. No necesitábamos la televisión o el cine para ver a los Superhéroes. Nos bastaba convencer a nuestros viejos para ir a la cancha y tenerlos allí. Porque Maradona, Kempes, Bochini, Fillol, Gatti, Ramón Díaz y Passarella eran los dueños de las proezas a quienes queríamos emular en los potreros, las plazas y patios de colegio, a despecho de Batman, Superman y el Hombre Araña, que seguían luchando contra el mal con sus hazañas, completamente menores para nosotros. ¿Acaso Fillol no volaba más que cualquiera de ellos? ¿O Diego no tenía superpoderes para ver a sus compañeros con ojos en la nuca?
Pero hubo una noche en la que los Superhéroes comenzaron a despedirse, dejándonos esa sensación fría y desapacible del vacío. Como a los otros, los íbamos a poder seguir por la tele, pero no ya en un estadio, tan al alcance de nuestros ojos. Fue una noche inolvidable, la del 6 de febrero del ‘82 en Mar del Plata, cuando un Superclásico marcó el adiós del país de Maradona, Kempes, Passarella y Ramón Díaz. A los pocos días, se sumaron a la concentración rumbo al Mundial de España y todos sabíamos que después de allí, la emigración era inevitable.
El verano del ‘82. Cuando Mercedes Sosa regresó al país, Lole Reutemann subió por última vez a un podio en Fórmula 1, el presidente Galtieri se dio un controvertido abrazo con César Menotti y los sindicatos y la multipartidaria empezaban a hacerse oír ante la junta militar. En medio de ese mar encrespado, había olas tradicionales. Una de ellas era el clásico torneo de verano con sede en el estadio Mundialista de Mar del Plata, que con los años fue cambiando de formato y cantidad de participantes. En aquella ocasión fue un cuadrangular que congregó a Boca Juniors, River Plate, Independiente y Racing.
Con el paso de los años, cuando la lupa del tiempo se posó sobre esos tiempos, se comprendió la inmensa repercusión que tenían. Una era la gran cantidad de figuras que se daban cita, ya que todos los equipos ponían en la cancha a sus mejores elementos. Y la otra, que eran épocas de escaso, casi nulo, fútbol en vivo por televisión y el torneo de Mar del Plata aseguraba eso, con altos niveles de rating.
El torneo se fue desarrollando con las necesidades de Racing (antesala de dos pésimas temporadas que iban a desembocar con el descenso), la irregularidad de Independiente, con un plantel admirable, pero discontinuo y lagunero, y en donde debutó un chico llamado a ser historia: Jorge Burruchaga. Alfredo di Stéfano, gloria del fútbol mundial y abanderado del buen juego, también sabía ser un gran pragmático. En diciembre había sacado campeón a River jugando al contragolpe, para decepción de los puristas y de muchos plateístas del Monumental. A la Saeta Rubia poco le importaba y así siguió con éxito en el verano. Boca llegó a Mar del Plata después de haber jugado 8 partidos en 20 días, en medio de una gira tan extenuante como increíble: El Salvador – Hong Kong – Kuala Lumpur – Tokio – Ciudad de México – Guatemala. La convocatoria de Maradona todo lo podía. Y las urgencias económicas del club, también.
El fixture siempre marcaba que el Superclásico era el match de cierre. Aquella no fue la excepción, pero si tomó un cariz especial ya que entre ellos iba a estar el campeón. River debía ganar para levantar el trofeo, porque con cualquiera de los otros dos resultados, su eterno rival sería el dueño de la vuelta olímpica. Era una noche ideal en la temperatura, con estadio lleno, el antecedente fresco que marcaba a ambos como los campeones vigentes de los dos torneos del fútbol local y varios duelos de excepción con Maradona – Kempes a la cabeza. Pero también allí estuvieron Gatti, Fillol, Ruggeri, Passarella, Tarantini, Gareca y Ramón Díaz.
La fiesta estuvo preparada con mucha antelación, pero el partido estuvo a punto de no disputarse. El plantel de Boca se puso firme en sus reclamos por una serie de pagos atrasados y la calma llegó recién cuando faltaba menos de una hora para el comienzo del match. En ese momento, cuando jugadores y dirigentes estaba reunidos en el hotel presidente, apareció una parte del dinero en efectivo, otra en cheques y el restante producto de un préstamo de la empresa organizadora del evento. En las plateas, como era habitual, se dieron cita muchas figuras, pero una sobresalió, ya que se trataba de Anatoli Karpov, quien era el vigente campeón mundial de ajedrez y estaba en la ciudad para disputar un torneo.
Ya en el campo de juego, otra figura de alcance internacional tuvo su participación. Desde el segundo lustro de la década del ‘70, la televisión argentina se había poblado de todo tipo de series. Una de las más exitosas era “La mujer biónica”, que estuvo varios años en pantalla. Su protagonista, la bella actriz estadounidense Lindsay Wagner, fue la encargada de dar el puntapié inicial del clásico. Se descalzó al llegar al círculo central y así sacó el derechazo para regocijo de los fotógrafos y el aplauso del colmado estadio.
La heroína y sus poderes biónicos se retiraron para darle el lugar a los superhéroes que tenían allí, en el césped, su ámbito de acción que tanto disfrutábamos. Enseguida comenzaron las voladas del Pato Fillol, para ahogarle el grito a Gareca y cuando apenas iba un cuarto de hora, el River de Di Stéfano, el utilitario que no se llevaba elogios, pero sí puntos de todas las canchas, puso en marcha la maquinaria que más le gustaba. Esperó retrasado y al recuperar el balón, partió el pelotazo para la velocidad inigualable de Ramón Díaz. Alguien pudo divisarle la capa cuando, en plena carrera, dejó en el camino al Loco Gatti y luego definió con inmensa categoría ante el cierre del lateral izquierdo, Carlos Córdoba. El Pelado era discutido. Más de 40 años después causa curiosidad, pero entre los hinchas, sus condiciones estaban en permanente observación. No así para sus entrenadores, en el club y en la selección, que lo ratificaban en forma permanente. Los años le dieron serenidad y sin perder el pique demoledor, fue uno de los más grandes goleadores de la era contemporánea.
Pero los ojos de la multitud iban con Diego. El mago que venía de mostrar sus trucos en el lejano oriente, para fascinación y devoción de la gente, al igual que en el más cercano paso por Centroamérica. Para esa noche, él sabía que debía estar atento. Enfrente había alguien dispuesto a controlarlo, como esos villanos de las series, que parecen serlo aún a costa de ellos mismos. Reinaldo Merlo tenía la receta de como marcarlo, con anticipo, casi sin acudir a la violencia y así fue, una vez más, en aquella noche de despedida. Mostaza, el socio del silencio, el que parecía caminar en puntas de pie por sobre los éxitos. Villano para los de Boca y los que deseaban degustar otra función del mejor Diego. Para los suyos, héroe sin capa, pero con una banda roja que le cruzó el pecho toda la vida.
Y así fue el resto de la noche, con roles invertidos, según marca la historia. Boca tratando mejor al balón, creando maniobras de riesgo con buen toque, a partir de Diego y un inspirado Marcelo Trobbiani. Enfrente ese River proletario, que había archivado el traje de gala de otros tiempos, para vestirse con las ropas de fajina que había traído Di Stéfano desde España, pensando en el resultado. El gol del Pelado le dio el título, festejado con la vuelta olímpica, encabezada por Passarella con el trofeo en la mano.
Todos sabían que había sido la última función de Diego en Boca, y tenían claro que a las figuras de River aún les quedaba un partido más antes de la extensa concentración mundialista, porque estaba establecido que el ganador de la Copa de Oro, debía enfrentarse a Peñarol, el miércoles 10, en un amistoso que daría cierre al verano. Pero ese encuentro nunca se jugó, en medio de un papelón pocas veces visto, porque mientras los futbolistas uruguayos salieron al campo de juego marplatense, sus colegas de River se habían quedado en el hotel, en señal de protesta, por un viejo pleito por el monto de los premios con su presidente, Rafael Aragón Cabrera.
Por esta insólita situación es que aquel sábado 6 de febrero del ‘82 quedó tan impregnado en el recuerdo. Para ambos, fue un espejismo, como una Cenicienta futbolera a la que sabía que le iban a llegar las 12, porque encararon el Nacional con esas sensibles bajas, que jamás pudieron reemplazar y atravesaron varias temporadas lejos de los primeros planos.
Los chicos nos fuimos quedando sin héroes, por más que la tele seguía con las sagas de Batman, Superman o el Hombre Araña, más los que llegaban en las series nuevas, como el Hombre Nuclear o el Increíble Hulk. Los que idolatrábamos, se quedaron brillando en el recuerdo, como estrellas de mar en esa noche de Mar del Plata. Todos volvieron con el tiempo a jugar acá, pero ya ni ellos ni nosotros, éramos los mismos. A Diego lo vimos convertido en el más grande de los superhéroes en México ‘86, con sus poderes al máximo, tanto que los intuíamos irrepetibles. La capa que le adivinábamos, flameó como un símbolo por mucho tiempo y cuando parecía que nadie podía usarla, un pibe nacido en Rosario un año después de la gloria del Azteca, se la puso en Qatar, en diciembre de 2022, para que volviéramos a creer en los superhéroes.