Entre noviembre y diciembre de 1984, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota entraron a los estudios Tubal para grabar las canciones de lo que sería su álbum debut, Gulp!, editado en abril de 1985. Entre los temas de ese iniciático disco había una canción que rápidamente descolló entre quienes descubrían por primera vez a la banda: La Bestia Pop. Un rock de medio tiempo con un estribillo irresistible. Lo que nadie sabía, como en la mayoría de las letras escritas por el Indio Solari, era la historia por detrás del tema. Hasta que en La Plata, lugar de origen de Los Redondos, se construyó el mito: esa canción estaba inspirada en José Luis Torres, líder de la barra brava de Gimnasia por aquellos años. Un tiempo más tarde Solari en una nota con el periodista Claudio Kleiman para la revista La Mano dijo que se trataba simplemente de un chiste a ellos mismos y al medio, pero esa versión no prendió: para el mundo ricotero, La gran bestia pop que enciende en sueños la vigilia era el Negro José Luis. Quién además alimentó el mito al contar que tenía una grabación de un programa de radio donde el Indio explicaba por qué se la había dedicado, aunque esa cinta nunca vio la luz.
¿En qué se basa la historia de ser la primera canción dedicada a un jefe barra brava por acaso la banda de rock más grande de la Argentina? En que alguna vez el Indio elogió a la hinchada de Gimnasia y que José Luis era habitual concurrente a sus recitales, envuelto en una bandera tripera. Donde se hacía notar en los pogos y en cada trifulca que se armaba. La leyenda cuenta también que Skay y la Negra Poli tenían particular afecto por ese flaquito de pocas pulgas que tenía un don particular para el arte de la pelea callejera, donde recibía bastante pero daba más y que era habitual verlo en los shows Redondos pero también en los de Polifemo, Pappo y todos aquellos que pisaran la capital de la Provincia.
¿Ahora bien, quién fue el Negro José Luis? Hablar de él en La Plata es dividir las aguas. Para la tribuna del Lobo, un hombre que comparte la idolatría del paravalanchas con otro ex jefe, Marcelo el Loco Fierro Amuchástegui. Para el resto de la ciudad, un pendenciero indeseable aunque con códigos de otra época. Torres nació un 2 de noviembre de 1954 y la primera vez que entró al estadio del Bosque fue para concurrir a la tribuna visitante. “Había ido con mi papá a ver Gimnasia -Vélez. Yo tenía apenas seis años y el Lobo perdió dos a uno. Pero la tribuna tripera era una fiesta y me enamoró. Y cuando salimos de la cancha toda la barra fue a emboscar a los de Vélez. Fue tremendo. Mi papá decidió que nunca más iba a ir a la cancha por esa situación. Y yo decidí lo contrario: que no iba a dejar de ir nunca más y que sería de por vida de Gimnasia”, contó en una entrevista en un medio local.
Y cumplió. Como no había mucha plata (su padre trabajaba como empleado de YPF en Ensenada y vivían en una casa del barrio Terminal), optó por colarse de local y visitante. Y su actitud de ir al frente en cada conflicto le hizo ganar de adolescente fama en medio de la barra. De raigambre peronista, era uno de los que alentaba a cantar la marcha en medio de la dictadura y entre esa posición política y su lema “la vida por Gimnasia” terminó accediendo a la jefatura de la barra en 1979 liderando un grupo donde pisaban fuerte el Loco Amuchástegui, Oscar Tabbia y el Manco Wympy, que era el hombre que mandaba en el barrio El Palihue. Es por entonces donde se construye el mito: durante cinco años se convierte en el hombre más popular del mundo barra con anécdotas que lo pintan de cuerpo entero.
Quizá la más famosa de todas tenga que ver con un viaje de la barra a Avellaneda para ver a su amado Gimnasia contra Racing. El Negro José Luis tenía una pierna enyesada producto de una caída desde un primer piso de la cárcel de Olmos, donde habitualmente terminaba cada vez que había un enfrentamiento con la Policía. Como no logró subir al vagón porque esperó hasta último momento a que ingresara toda la barra, se paró en medio de la vía cuando el tren comenzó lentamente la marcha. El motorman tocó la bocina pero él no se movió. ¿Resultado? El tren paró, Torres subió y fue llevado en andas durante todo el camino y entró como jefe al Cilindro de Avellaneda.
Marcado por la Policía, más de una vez ingresó encapuchado al estadio o se colaba por lugares insólitos, como ocurrió una vez en la cancha de Platense donde saltó el paredón que daba a las vías y cayó sobre un puesto de venta de patys y chorizos y antes de que la seguridad pudiera atraparlo logró correr hasta el alambrado y treparse para ser vitoreado por sus pares y todo el estadio.
Pero al mismo tiempo que ganaba fama, también ganaban terreno en su cuerpo las drogas y el alcohol. Y esa situación empezó a hacerle medrar su liderazgo en la barra. Peleaba por cualquier cosa en la cancha y también en su segundo hogar, la Plaza Italia de La Plata. Para la mayoría de la gente de la ciudad pasó a ser un hombre complicado con el que nadie quería cruzarse y que era levantado cada dos por tres por algún patrullero porque amenazaba transeúntes o directamente los invitaba a pelear. En aquella nota en el medio local, José Luis Torres contó que por entonces y ya cansados de su actitud, una noche “dos patrulleros me levantaron de la Plaza, me llevaron hasta el camino de La Salada, me bajaron, me pusieron las manos atrás y el documento en un bolsillo. Me apuntaron y me dijeron que tenía la posibilidad de pedir un último deseo. Estábamos en dictadura y yo sabía lo que me esperaba. Así que les dije que mi deseo era que no me dispararan. No sé si no lo hicieron porque sólo querían asustarme o porque les gustó mi respuesta, lo cierto es que me dejaron tirado ahí y se fueron”.
Pero lo que no hizo la dictadura lo hizo la enfermedad. Con un cuerpo fatigado por tantos excesos, el deterioro lo fue ganando. Ya desde 1984 había dejado la barra en manos del Loco Amuchástegui y él acompañaba como ladero cuando podía. Pasó un tiempo largo a la sombra por dar vuelta un patrullero en 1986. Ese día el juez Alberto Tito Durán, tripero como él, le dijo que ya no podía defenderlo y lo mandó otra vez a la cárcel de Olmos. Sabía que iba a estar un tiempo en las sombras. Se despidió de su madre, con quien vivió hasta bien entrado en la adultez (su padre había fallecido cuando era adolescente) y cuando salió, ya la tribuna era otra cosa. Siguió yendo pero ya no había espacio para él aún cuando las nuevas generaciones de barras lo idolatraban y lo trataban como un héroe. De hecho, fue quién apadrinó a quienes tomarían el liderazgo más tarde, tras la muerte del Loco Fierro en un enfrentamiento contra la Policía rosarina en 1991, después de un partido con Rosario Central. Eran Fernando Sánchez, alias Torugo, y Cristian Camillieri, apodado el Volador, que aún hoy es el jefe de la barra tripera. Pasaba sus días arropado junto a la nueva sangre de la tribuna y yendo a ver cada tanto a la hija que tuvo en 1997, a la que bautizó Paloma Azul.
Y cada vez que jugaba el Lobo, se lo veía a un costado de la popular, contando viejas historias y sufriendo por su equipo. Su último partido fue en el Bosque, el 15 de abril de 2001, cuando Gimnasia perdió con Lanús por tres a uno. A la salida comenzó a sentirse mal y fue internado en el hospital Gutiérrez donde lo operaron de una vesícula pero su estado era tan inestable que tras estar varias semanas peleando en una cama de terapia intensiva, el 7 de junio falleció. Tenía 46 años y el cortejo final, envuelto en una bandera azul y blanca, pasó por el estadio de Gimnasia. Su velatorio se pobló de hinchas con la camiseta del Lobo y de amigos con remeras de Los Redondos. Todos juntos para despedir al Negro José Luis Torres, La Gran Bestia Pop.
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