La paz y tranquilidad del Parque Sarmiento de Córdoba Capital se vio interrumpida, en la mañana de aquel 30 de julio de 2004, por un sonido estruendoso proveniente de la pérgola de la plaza. Un cuerpo yacía sobre un banco de cemento. De un lado había un paquete de cigarrillos Parliament; del otro, una pistola 9 milímetros. Uno de los transeúntes que oyó el disparo se acercó a la escena y notificó a la Policía de inmediato. Fabián Madorrán, por entonces ya ex árbitro, había decidido poner fin a su vida.
Hace un tiempo, su círculo íntimo habló por primera vez de un hecho plagado de mitos y rumores que conmovió al fútbol argentino. El incomprensible final todavía genera impotencia y dolor. Bucear en la parte más íntima del personaje invita a reflexionar y a conocer los tormentos que atravesó. Hoy se cumplen 20 años de su pérdida.
EL AMIGO FIEL
En la Zona Sur del Gran Buenos Aires, Madorrán comenzó a hacerse devoto de la pasión que persiguen la mayoría de niños y adolescentes: el fútbol. Sin embargo, él encontró una veta diferente a la común, ya que sus condiciones técnicas con el balón le impedían soñar con triunfar como futbolista, aunque igualmente se veía en el campo de juego, pero vestido de negro e impartiendo justicia.
Tenía 15 años cuando empezó a arbitrar algunos picados de potrero enfrente de su casa, en Lanús. Y aunque de vez en cuando se ponía los cortos cuando faltaba uno para completar los equipos, le tomó el gusto al arbitraje y casi sin darse cuenta proyectó una carrera profesional.
Los memoriosos recordarán una imagen del año 2001, cuando fue designado para dirigir un Almagro-Boca en cancha de Ferro, y una cámara lo capturó en primer plano cantando “yo te sigo a todas partes, cada vez te quiero más” al unísono con La 12 (hay quienes dicen que la frase estaba dedicada a su novia, que esa noche estaba en la platea). ¿Era simpatizante xeneize? Sí. ¿Era fanático? Para nada. Madorrán tenía el mismo grado de pasión por Boca como el de cualquier individuo desinteresado por el fútbol que cuando lo consultan por su cuadro responde por inercia y obligación hereditaria.
Su pulcritud, presencia y empeño por la justicia fueron cartas de presentación en la AFA para sumarse al cuerpo arbitral. Quizás le faltaban 3 ó 4 centímetros de altura para ser el modelo de referí ideal buscado por la FIFA, pero Madorrán inició su trayectoria mostrando potencial a nivel doméstico e internacional, ámbito que transitó durante cinco años.
Varios ex colegas recuerdan que después de realizar las pruebas físicas en el Cenard se reunían en grupo para caminar los 450 metros que separaban al predio de entrenamiento del bar Rojo y Negro ubicado en la Avenida Crisólogo Larralde y compartían una comida. Allí era frecuente que Madorrán se levantara de la mesa raudamente y pagara las consumiciones de las 10, 15 ó 20 personas que estaban con él. Lo mismo en una fiesta de árbitros de fin de año en el Hotel Bauen que se extendió hasta altas horas de la madrugada y concluyó con un desayuno -que él invitó sin aceptar negativas- en un bar cercano.
A su desapego por el dinero lo hacía notar, además, cuando le tocaba dirigir algún partido por copa internacional en el exterior. La Conmebol les daba a los árbitros un premio de 1.000 dólares y era moneda corriente que Fabián se detuviera varios minutos en el free shop para comprar perfumes y otros artículos que, en su mayoría, serían obsequiados a sus seres queridos. “Era un tipo generoso, con mucho corazón”, lo describen quienes más lo conocieron.
En los partidos en los que era designado siempre llegaba con una comitiva conformada por amigos y amigos de sus amigos. Se presentaba con firmeza ante las autoridades policiales y hacía pasar a todo el mundo: “Los muchachos están conmigo”. Hasta grupos de 15 hombres se han adentrado en las canchas argentinas gracias a Madorrán, que hacía las veces de relacionista público de boliche antes de meter gente a un VIP. Y, luego del partido, todos estaban invitados a comer pizza. Él pagaba todo, claro. “La pizza de Fabián y el tercer tiempo eran lo mejor que tenía el arbitraje”, rememoran. Los más afortunados tenían suerte de llevarse alguna de sus tarjetas, pelotas o hasta alguna camiseta del equipo que era local, como sucedió una vez en Chacarita o Unión de Santa Fe, con un juego completo.
Dentro del referato hizo varios amigos y apadrinó a uno que tiempo después mostró algunas de sus características y estilo: Pablo Lunati. Madorrán había heredado la línea de Javier Castrilli, árbitro riguroso, implacable, de tarjeta roja en mano a toda hora. Y a eso le sumó algunos matices personales. Histriónico y a gusto frente a las cámaras, dejó entrever una especie de faceta actoral.
Madorrán (clase 65) y Lunati (67) forjaron una estrecha relación y se entrenaban juntos. Entre semana ejercitaban, los sábados generalmente dirigía Lunati (hasta ahí en el Ascenso) y los domingos Madorrán (en Primera). La confianza llegó a ser tal que hubo confesiones inéditas entre sí. “Nunca nadie me preguntó por él y te aseguro que como yo sé de su vida, no sabe nadie”, reveló Lunati.
“En su momento me molestó que dijeran que yo era homosexual porque en esa época era señalado, criticado, y en base a eso a uno lo discriminaban. Lloré mucho por la impotencia de poder demostrarlo o no”, manifestó Madorrán en el programa televisivo Fútbol Virtual en el año 99, cuando fue elegido por colegas y árbitros como el más destacado en su rubro. En ese tiempo también renunció a la triple A (Asociación Argentina de Árbitros) y se unió al SADRA (Sindicato de Árbitros Deportivos de la República Argentina). No por esto dejó de ser uno de los más mimados por el presidente de la AFA, Julio Humberto Grondona.
Lunati no tuvo tapujos al tocar este “tabú dentro del fútbol” que lamentablemente lo era mucho más hace dos décadas. “Teníamos vidas diferentes porque yo tenía mujer e hijos y él tenía una pareja varón. Cada uno hacía su vida y respetaba al otro. Conmigo nunca tuvo problemas en hablar de su homosexualidad y muchas veces discutíamos sobre por qué no lo hacía público”, cuenta quien lo nombró como padrino de uno de sus hijos.
EL PRINCIPIO DEL FINAL
Algunos excesos fueron haciendo mella en su valorado trabajo. Su desempeño en un partido de Promoción entre Instituto y Argentinos Juniors en Córdoba, en el que le anuló dos goles al equipo de La Paternal y provocó la ira del Checho Batista por haber expulsado vehementemente a Mariano Herrón, capitán del Bicho, marcó un punto de inflexión en su trayectoria.
Los cuidados profesionales que había cumplido a rajatabla en sus comienzos ya no eran tales. Frecuentaba discotecas y eso le traía problemas en la relación con su pareja. Adquirió cierta desprolijidad, que después quedaba en evidencia los fines de semana cuando tenía que sacar tarjetas. “Un día tuvimos una charla muy profunda, pero Fabián era medio terco, te decía que sí y le entraba por un oído y le salía por el otro. Le tenía miedo a las drogas, pero salía mucho de noche, tomaba mucho alcohol y fumaba demasiado. Se estaba equivocando mucho en los partidos y, cuando te equivocás tanto, tantas veces seguidas, hay algo que no estás haciendo bien”, reflexionó Lunati.
Había dejado de lado los entrenamientos con su personal trainer y solamente su genética y físico privilegiado le permitían seguir aprobando los exámenes que exigía la AFA.
“¿Sabés cuántas veces amanecía con llamadas perdidas de Fabián a las 3 ó 4 de la mañana? Capaz tomaba alcohol, miraba alguna película, se ponía melancólico y le daba por hablar. Pero yo tenía que entrenar al otro día y no podía atenderlo siempre. Yo estaba cerca de llegar a Primera y tenía que dormir. Por más que fuera mi amigo, tenía que separar las cosas. Muchas veces le dije ‘Fabián, dejá de fumar, dejá de tomar, dejá de salir de noche’. Yo no soy de esos amigos que dicen todo que sí, muchas veces lo liquidaba y dejaba de hablarme por semanas”, confesó Lunati, otro de los jueces que llegó a ganarse el cariño de Grondona. Sus bajas performances fueron siendo cada vez más recurrentes, así como los escándalos en distintos partidos.
La mayoría de sus colegas habían apreciado su desinteresada generosidad, pero no a todos le caía bien ese estilo. Montaba en cólera cuando se ponía en juicio su heterosexualidad y oía por lo bajo que lo vinculaban al “Comando Rosa”, pero son más los que aseguran que nunca hubo discriminación dentro del arbitraje para con él. De hecho durante una pretemporada de los árbitros en Mar del Plata se burlaron de su constante protagonismo y naturalidad para ser anfitrión de cada gala extralaboral y le regalaron una estatuilla por ser la vedette del grupo, algo que tomó con sorna.
“Hablé muchas veces de su homosexualidad y ya de última le decía ‘loco, tenés que decirlo para liberar tu alma, para ser feliz. Si a vos te hace feliz porque es tu naturaleza, lo tenés que decir y sacártelo de adentro’. Me respondió que no era el momento, pero que ya lo iba a hacer”, agregó Lunati.
Se había vuelto un fumador empedernido y no ocultaba algunas excentricidades, como reponer de inmediato la pérdida de un encendedor Dupont de oro valuado en 800 dólares porque aseguraba que los cigarrillos tenían otro gusto cuando los encendía con ese en particular.
El mayor defecto de Madorrán, en el que coincidieron todos los entrevistados para este artículo (hubo quienes no contestaron y otros que prefirieron preservar su nombre), fue su vicio por el juego. Era habitué en el Casino flotante de Puerto Madero, donde se encontraba con otras personalidades vinculadas al deporte. De la mesa de póker al blackjack, de tomar una copa de whisky o Tía María (servido en tazas de café) a beber dos o tres, de fumar un cigarrillo a tres paquetes enteros. Lo que arrancó como pasatiempo se transformó en un mal hábito sin freno y perjudicó su sana rutina.
CARTA DE DESPEDIDA
“El problema de Fabián fue él mismo, su cabeza”. Los puntajes de sus actuaciones eran cada vez más bajos y los informes del Colegio de Árbitros empezaron a ser lapidarios.
Grondona lo ponderaba por la categoría técnica y física que exhibió en su mejor momento, pero también estaba al tanto de los rumores públicos de su homosexualidad y tenía claro que su expediente debía ser manejado con suma precaución. Dejar de lado a un árbitro por su orientación sexual podía demandarle un costo político por las estrictas bajadas de línea de la FIFA que rechazaban la xenofobia y discriminación.
El detonante para su abrupta salida del referato fue el partido que dirigió entre Independiente y River en la Doble Visera por la ida de los octavos de final de la Copa Sudamericana 2003. El Millonario goleó al Rojo 4-1 con un triplete de Fernando Cavenaghi (un gol fue de taco) y un tanto del Rolfi Montenegro (descontó Bruno Marioni). En la primera parte anuló un gol de Independiente –a instancias del línea Juan Carlos Rebollo– por un offside que existió, y consideró que no hubo penal de Nelson Vivas al chileno Olarra en una maniobra polémica que exacerbó a todos los locales. Sería una falacia afirmar que incidió en un resultado que concluyó holgado por la pésima labor de la defensa del conjunto dirigido por Oscar Ruggeri frente a una iluminada delantera del elenco del Ingeniero Pellegrini. Pero este cotejo volvió a ponerlo en el centro de la polémica y fue la gota que rebalsó el vaso.
Días antes de este match, un reconocido y alto directivo del Rojo se lo había cruzado a Madorrán en una mesa del Casino y le sugirió, entre risas, que le adelantaría algunas fichas si le daba una mano en el partido de Copa. Su respuesta quedó evidenciada con el 1-4.
Grondona se hartó de la repercusión mediática que tenía y estaba al tanto de sus excesos en la vida privada. Ahí le quitó la inmunidad. El 28 de septiembre de 2003, once días después del Independiente-River, fue designado para el que sería el último compromiso de su carrera, un Chacarita-Banfield que terminó con triunfo del Taladro por 3 a 0. Desde la Escuela de Árbitros reclamaron su baja y el Comité Ejecutivo de la AFA dio lugar al pedido. “La desvinculación se debe a aspectos físicos y evaluaciones técnicas, dentro del marco legal y convencional”, argumentaron a través de un comunicado oficial.
En una de sus últimas excursiones por la sede de la Asociación del Fútbol Argentino situada en la calle Viamonte fue abordado por un periodista que le preguntó qué sería de su futuro alejado del arbitraje… “No sé”, atinó a responder con la mirada perdida y a punto de quebrarse. Fue una de sus últimas apariciones públicas.
En paralelo a sus labores como juez deportivo y como complemento a su amistosa relación, Madorrán se había hecho socio de Lunati en un comercio. Tenían un maxikiosko en el que hicieron lugar para 20 computadoras en el boom de los cyber. Pese a que les iba muy bien, un día dijo basta: “Pablo, me voy para Córdoba”. Vendió su parte del negocio y armó las valijas.
El cimbronazo que le generó la expulsión del arbitraje, cuando tenía en mente seguir dirigiendo por una década más, fue terrible. Además sufría por la ruptura definitiva de la relación con la pareja que tenía desde hacía siete años. La misma generosidad que mostraba con sus compañeros se replicaba a nivel familiar, al hacerse cargo de sus padres y de un hermano que padecía esquizofrenia y necesitaba medicamentos que él pagó religiosamente. Necesitaba despejar la cabeza cuanto antes.
Su ego y estilo de vida se vieron severamente afectados. De salir en televisión y ser protagonista todos los fines de semana a ser prácticamente un desconocido. De vivir con 100 a vivir con 30. De haberle dedicado gran parte de su vida a una carrera a verse obligado a dejar la profesión. Se percató de que había tenido muchos “amigos del campeón”, esos que solamente aparecen en las buenas. Su mundo se fue desmoronando y no supo cómo sobrellevarlo. Todas las fichas cayeron al mismo tiempo. Fueron demasiados golpes juntos para alguien que pedía a gritos afecto y contención.
¿Por qué Córdoba? Barajó algunos destinos potables para alejarse de los flashes y el ruido de una Buenos Aires en la que todavía era tema de debate por su reciente alejamiento del fútbol. El tener constantemente presente que ya no sería parte lo hacía penar. Chivilcoy fue el otro sitio al que barajó escapar, pero finalmente se inclinó por la tierra cordobesa, en la que tenía una pareja amiga que lo había respaldado en su momento más duro. Así fue que se instaló en su departamento hasta acomodar sus cuentas y poner en marcha un nuevo negocio.
Probablemente Lunati y Madorrán hayan compartido momentos juntos en la curva ascendente profesional de uno y la descendente del otro. La casualidad del destino quiso que el mismo año en que debutó en Primera uno, el otro se quitara la vida. Y paradójicamente una década más tarde (30 de julio de 2014) falleció Grondona, un hombre muy importante para ambos.
“Más que yo, no sabía nadie lo que pasaba por su cabeza. Sí, alguna vez me llegó a decir que si dejaba el arbitraje, se mataba”. La frase de Lunati es un eco de lo que Madorrán había comentado, como si fuese una broma, en más de una ocasión a sus colegas.
A principios de 2004 llevó a cabo la mudanza y se instaló en Córdoba, donde buscó refugio en algunas amistades. La ciudad le resultó óptima porque le agradaban sus aires, pensaba que se sentiría contenido y se alejaría del foco de atención. Disfrutó durante las primeras semanas de su tiempo libre y hasta concurrió a ver algunos partidos de Talleres (por quien generó simpatía por un amigo íntimo) y Belgrano en el estadio Mario Alberto Kempes, por entonces todavía llamado Chateau Carreras. Hasta dedicó varias horas a la religión, acudiendo a misa en una iglesia católica de la capital. Sus cartas estaban echadas.
El último estiletazo anímico se registró la semana previa a su suicidio. Madorrán había sacado un crédito a través de un conocido para hipotecar la casa que les había comprado a sus padres en Remedios de Escalada, provincia de Buenos Aires. La suma era de 10 mil dólares. Con el efectivo en mano, buscó “hacer la heroica” para recuperar el dinero en el Casino de Puerto Madero. El domingo 25 de julio a la noche viajó en micro desde Córdoba hacia Capital Federal. El lunes hizo el trámite de la hipoteca y desde el martes se internó en el flotante. Pensaba volver el miércoles, pero permaneció 48 horas hasta tirar sobre la mesa el último peso, sin prestarle atención a los múltiples llamados y mensajes que tenía registrados en su teléfono celular. Arrinconado económicamente debido a que su juicio con la AFA no prosperaba y devastado en lo anímico emprendió el retorno a Córdoba.
Sus íntimos remarcan un terrible detalle: tenía todo tan fríamente calculado que gatilló la pistola Beretta apoyando la punta sobre su paladar en dirección norte, una ejecución de alta efectividad que no deja margen para fallar. Eligió la pérgola del Parque Sarmiento cordobés porque era un sitio que tenía contacto visual con el departamento del amigo con el que vivía y allí dejó dos cartas: una para su abogado y otra con un instructivo.
En su testamento aclaró que con la venta de las máquinas del cyber iba a poder levantarse la hipoteca. Su ropa fue encomendada a su hermano y dejó algunas pertenencias para la pareja que lo había alojado. Destinó una parte del dinero del juicio que le ganaría a la AFA a su familia, otra para su abogado, un porcentaje para sus anfitriones en Córdoba y otro para una persona muy cercana que había tenido un tiempo atrás.
“Con el diario del lunes, no me extrañó que terminara como terminó. Lo que pasó estaba dentro de las posibilidades. Ahora ves todo y te das cuenta de que él no estaba bien de la cabeza. Principalmente fue por haber dejado el arbitraje, pero fue el conjunto de cosas”. A 20 años de la desgarradora noticia Lunati, quien viajó con la madre de Madorrán a Córdoba unos días después, todavía trata de encontrarle una explicación que no hallará por más vueltas que le dé al asunto.
El mundo del arbitraje y el fútbol aún lloran la pérdida de Fabián Madorrán, que tuvo una historia que invita a la profunda reflexión.