El padre Agustín Enrique Bollini Roca desciende de una familia patricia, de prosapia, enquistada en las luchas por la independencia argentina, las guerras civiles, la conquista del Desierto y la generación del ‘80. Su abuelo materno fue el diputado Ataliva Roca, hermano de Julio Argentino, dos veces presidente. El curioso nombre de Ataliva proviene del homenaje que el coronel José Segundo Roca, su bisabuelo, le rindió al aborigen que le salvó la vida en el Alto Perú cuando combatía junto a San Martín. Un pueblo santafesino fue fundado y bautizado por él. En Capital Federal se encuentra el lujoso palacio Bollini Roca, hoy denominado mansión Casa Cavia. Nada de la fortuna familiar amasada en la época de “tirar manteca al techo” quedó en sus bolsillos, según el sacerdote: “se la gastaron toda. Me contaron que en un viaje a Europa, Ataliva llevó una vaca sobre el barco para tener leche fresca…”. ¿Cómo habría reaccionado todo ese tremendo linaje de haber visto cómo Agustín Enrique, a los 22 años, se internaba en la selva salteña junto al Ejército Guerrillero del Pueblo, que allí esperó la llegada del Che Guevara como a un mesías? Sin dudas, por decir algo suave, se hubieran escandalizado.
Hoy, a los 84 años, convertido en sacerdote del Instituto del Verbo Encarnado desde el 2001, cuenta desde San Rafael, Mendoza, una historia que comenzó en Adrogué, en el sur del conurbano bonaerense, y continuó por medio mundo: hasta misionó en Groenlandia.
“A papá le pusieron Ataliva, pero el nombre le daba una bronca bárbara, sobre todo cuando llegaban cartas que decían ‘señorita Ataliva’. Él compraba casas, las mejoraba y las vendía. Era muy buscavidas. Y mamá era italiana, de Venecia, Lucía del Missier se llamaba. Se conoció con el viejo en el Club Obras Sanitarias”, recuerda. Aunque enseguida aclara, por las dudas, que a esta altura la memoria no es su fuerte.
Dice el padre Bollini Roca que su infancia y adolescencia fue un “ir de acá para allá” con su familia. Y que el único lugar que sintió como propio fue Pergamino, donde hizo el secundario en la escuela Normal Nacional. De allí salió con el título de maestro, aunque sólo una vez ejerció como tal: “En Córdoba, donde me había ido a estudiar a la facultad de Arquitectura, di clases en un Correccional de Menores. ¡Unos nenes! Eran delincuentes. No aguanté. No me gustaba la profesión”.
En los últimos años que pasó en Pergamino, junto a un grupo de amigos, comenzó a leer a Marx y a Engels. Su familia era muy católica, sobre todo su madre, Lucía. El acercamiento al comunismo lo alejó de la Iglesia: “Ahí empezó el proceso. Me declaré ateo. Mi razonamiento era que como no tenemos explicaciones científicas para aclarar el origen del mundo, le poníamos el nombre de Dios. Caí en ese gran pecado de soberbia, esa gran tentación del diablo”. Por supuesto, su padre ignoraba las lecturas del joven Agustín. “Si se hubiera enterado, me mataba”, asegura.
Con esa impronta viajó a Córdoba. Mientras estudiaba en la facultad, muy lejos de allí, en Cuba, Fidel Castro ejecutaba la revolución marxista. Junto a él había un argentino, Ernesto “Che” Guevara. Y no pocos estudiantes se dejaron subyugar por la figura del guerrillero. Entre ellos, Bollini Roca. “Todos nos entusiasmamos. En un momento me dijeron que había un grupo que iba a empezar la actividad guerrillera en el país y adherí. Creía que esa era la solución para establecer justicia, para que no hubiera más pobres, para que todo se compartiera…”.
Se trataba del Ejército Guerrillero del Pueblo, dirigido por el periodista Jorge Masetti, amigo del Che y entrenado en Cuba. Ingresó al país desde Bolivia el 21 de junio de 1963 junto a una decena de guerrilleros. Entre ellos, el cubano Hermes Peña, que había sido custodio de Guevara. Luego se fueron incorporando el resto de los 39 combatientes. En el caso de Bollini Roca, viajó en diciembre de ese año desde Córdoba a la ciudad de Salta junto con Lázaro Henry Lerner. Su contacto en esa ciudad era el abogado Agustín Francisco Canello, que los alojó en el residencial España.
Él, junto a Héctor Jouve, los llevó en una camioneta Jeep con patente de Córdoba hasta la toma del Río Colorado. Los dejó ahí y Jouve y el Dr. Canelo se llevaron la camioneta. A 12 kilómetros, en la espesura, los esperaba el Comandante Segundo, Hermes, Federico Méndez, Alberto Moisés Korn y Jorge Paul. Y luego llegaron Marcos Szlachter, César Carnovali, Diego Magliano y Oscar del Hoyo. En el lugar estuvo alrededor de un mes. “Con el jeepcito que teníamos me llevaron hasta el monte y ahí hice contacto con ellos -relata-. Conocí a Masetti, que para mí no se llamaba Masetti sino Comandante Segundo. Después supe quién era”. Le dieron un fusil norteamericano Garand, que le entorpecía las caminatas. “Tenía un caño muy largo, y se enredaba en la maraña de la selva. Empezamos a recorrer la zona, para saber dónde íbamos a actuar. La elección del lugar fue un gran error. No había población, era un lugar deshabitado. Vimos una sola familia de campesinos”.
Según cuenta, Masetti era “parco, tenía poco trato con nosotros. A veces, cuando a la noche estábamos alrededor del fuego, él conversaba en voz alta con Hermes y nos enterábamos de las cosas. Se apoyaba mucho en Hermes, sí, que era un campesino cubano muy calladito, muy sencillo, pero muy conocedor de la selva. Pero el resto del tiempo era caminar y recorrer la zona”
Más adelante, Bollini Roca bajó del monte hacia Salta para oficiar de transportista. Por eso, él no sufrió el peor momento del hambre que asoló a los guerrilleros y causó la muerte de tres de ellos: Carnovali, Szlachter y Magliano. Refiere, hoy, que “hacíamos una comida diaria. Pero estábamos tan metidos en adaptarnos a la vida de la selva, que no la sentíamos”. Sí recuerda que la hostilidad del entorno, para algunos, resultó demasiado. “Había un chico que, pobrecito, era jugador de waterpolo, no sé en qué club de Buenos Aires. Para cruzar un río hubo que levantarlo y ayudarlo porque no se animaba. No se adaptó nunca. Al final no caminaba, era un proceso mental que rechazaba todo eso. Y lo abandonaron…” Lo que no presenció, asegura, fueron los fusilamientos de Adolfo Rotblat (“Pupi”) y Bernardo Groswald (“Nardo”), ordenados por Masetti y Hermes.
Cuando la Gendarmería desbarató el intento insurgente, fueron varios los testimonios que ubicaron al hoy sacerdote en Colonia Santa Rosa, consiguiendo víveres para la tropa. En el expediente de la causa 56.903, que juzgó a 23 insurrectos por “asociación ilícita, intimidación pública, delitos contra la seguridad de la Nación, contrabando de armas, municiones y explosivos, homicidio calificado y conspiración para la rebelión”, expuso el camionero José Antonio Quiroz, domiciliado en esa localidad de Salta próxima a Orán. Dijo que entre el 20 y el 26 de diciembre de 1963, Bollini -a quien describió como “joven, rubio y alto” que se presentaba como un turista – le alquiló su vehículo, un camión Ford modelo ‘35, para llevar mercadería comestible (“picadillo, corned beef, sardinas, leche condensada, chocolate, etc.”) que habían comprado en el almacén de Juan Alaniz, quien cuando declaró agregó “pan y cigarrillos” a la compra. Lo condujo hasta el río Colorado, descargaron todo en la playa y se fue. En los primeros días de enero, dijo que Bollini Roca regresó junto con otros dos guerrilleros y que se repitió la operación. También añadió que Bollini Roca compró cerveza en otro almacén y un trozo de cuerda.
El mes de febrero, entre el 15 y el 20, estaba nuevamente en la ciudad de Salta, en el Residencial España. Ahí lo detuvo la gendarmería. Lo delataron dos infiltrados en el Ejército Guerrillero del Pueblo, Víctor Eduardo Fernández y Alfredo Campos, a quienes condujo desde la capital provincial hasta Colonia Santa Rosa. “Me agarraron por la inclusión de dos policías que fueron reclutados en Buenos Aires como futuros participantes del movimiento. Denunciaron que yo llevaba gente desde Salta al monte. Vino gendarmería y me agarró directamente en el hotelito, sin vuelta de hoja”. Además, cuando allanaron su habitación en el Residencial España, encontraron una carta de “Omar” (Jouvé) a “Segundo”. Eso permitió detener a varios de los implicados en Santa, Jujuy y Córdoba.
Cuando cayó, lo confinaron en una celda de Gendarmería, en Orán. Al principio, dice, “no nos trataron mal. Pero dormíamos en el suelo, estábamos hacinados, porque los calabozos eran dos nomás”. Eso cambió cuando Hermes Peña mató a un gendarme, Juan Adolfo Romero y luego fue abatido por una partida de Gendarmería junto a Jorge. “Ese día nos sacaron a todos, nos hicieron reconocer los cadáveres, que tenían todas las tripas afuera, y nos dieron una paliza”, relata. Del Ejército Guerrillero del Pueblo, a esa altura, sólo quedaba la incógnita del destino que tuvieron Jorge Masetti y Atilio Altamira, a quienes se declaró muertos pero cuyos cuerpos jamás fueron encontrados.
Después de ese episodio, y cuando el EGP fue desbaratado por completo, los llevaron a Salta. Allí lo fueron a visitar sus padres. “El viejo venía de una familia muy conservadora, como todos los Roca. Y según mi mamá, venía muy mal predispuesto, digamos así. Pero providencialmente tomaron un taxi para llegar, y el taxista les preguntó qué hacían dos personas de Buenos Aires yendo a la cárcel, le contaron y entonces le dió otra visión a la que tenía mi padre sobre nosotros. Eso lo calmó. Cuando estuvimos solos pudimos charlar un rato y darnos un abrazo. Agradeció que estaba vivo, porque había perdido mucho peso en la selva…”
Mientras estaba encarcelado, el sacerdote dice que “pensaba lo que había pasado, los errores que habíamos cometido”. Después de seis años de estar en prisión, el abogado Gustavo Roca (sin ningún parentesco con él), consiguió la libertad condicional para algunos de los detenidos. Entre ellos, Bollini Roca. Salió el 14 de diciembre de 1968 por la tarde. Al amanecer del día siguiente llegaron a Córdoba. “Nos sacaron muy de golpe. No teníamos ni idea que podía pasar. El abogado nos llevó a su casa. El primer día fui a caminar por Plaza España. Me sentí libre, es una impresión que aún siento la de aquel día. Intenté volver a la facultad, pero no aguanté. Nunca hablé de lo que hice con mis compañeros de entonces. Pero vi que el nivel de ellos era desastroso”.
Bollini Roca nunca más tomó las armas. Sin embargo, volvió a colaborar con un grupo revolucionario, del que no recuerda ni el nombre. “Era una toma de una radio en el centro de Córdoba. Pasaba música muzak, en los negocios. Yo los llevé en auto. Entraron y leyeron una proclama que nunca escuché. Pero con mis ex compañeros no tuve contacto. Estábamos todos fichados”.
Dejó la facultad y comenzó a trabajar en una cantera. “Estuvo lindo, era al aire libre y era con explosivos. Había que derrumbar la pared granítica y luego romper los pedazos grandes con mechas que son cortitas: era encenderlas con el cigarrillo y salir corriendo, porque cuando explotaban volaban piedras”. Abandonó también ese trabajo y se empleó en una empresa constructora que se dedicaba a pavimentar calles. “Ahí fue encargado de obra. Y después se terminó, o me cansé, no recuerdo. He sido muy inconstante, siempre estuve en la búsqueda de algo. Ahí me puse a trabajar con un primo en un campo en el límite con Buenos Aires, La Mañanita…”
En ese período, el hoy sacerdote conoció, en casa de un amigo arquitecto, a quien fue su pareja durante diez años, Adela Masvernat. Con ella tuvo dos hijos, Bárbara Bollini Roca, artista plástica, y Francisco Agustín Bollini Roca Masvernat, abogado.
La vida se volvió a complicar al poco tiempo de llegar la dictadura. Un par de compañeros del Ejército Guerrillero del Pueblo fueron secuestrados. Lázaro Henry Lerner fue detenido y liberado años después. Su padre, Jacobo, fue desaparecido. Clara Zetner, la pareja de Héctor Jouvé, fue apresada. Se reencontró con Jouvé años más tarde en Europa. “Cuando vino el golpe militar, la esposa de Lerner me avisó lo sucedido. Yo decidí rajar. La única plata que tenía me alcanzaba hasta Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia. Fue algo providencial. En Córdoba, vivía en una pensión familiar. Ahí comían dos hermanos, que eran estudiantes y venían de Santa Cruz. Uno se recibió de médico y fundó la Clínica Foianini, que todavía existe. El otro era ingeniero. Y me fui allá.” El exilio en Santa Cruz de la Sierra duró 20 años.
Poco después de su partida, su esposa se reunió con él. Y se casaron por civil. Pero en 1985, cuenta, se separaron “por problemas entre nosotros”. Hoy con sus hijos tiene “un contacto esporádico: Bárbara vive en los Estados Unidos, y Francisco en Santa Cruz de la Sierra”. Con Adela, en cambio, perdió todo vínculo. “No se si vive, ni donde, o si murió. Siempre tuve la intención de preguntarle a los chicos si tenían relación con ella, o que me dieran noticias y al final nunca lo hice”.
En ese período, su vida espiritual dio un vuelco. “Paulatinamente me fui encontrando con Dios, a través de gente carismática. Yo tenía una soledad interior muy grande. Recuerdo que recorrí varios grupos buscando a ver cuál me agarraba. Hasta sectas de lo más extrañas. Había unos que decían que se comunicaban con platos voladores y todas esas cosas. Alguien, entonces, me llevó a La Mansión, que es una iglesia católica carismática. Cuando entraba en iglesias y veía viejitas rezando, todo oscuro, pensaba ‘no, este no es el Dios que yo busco’. El que buscaba estaba ahí, en la alegría, en los carismáticos, que cantan, bailan… Y ahí me encontré con el Señor, y surgió de a poco la vocación”.
Pero el destino todavía le había preparado una prueba más. Después de la separación, en medio de su crisis personal, Bollini Roca cuenta que estaba “muy débil, no comía bien, estaba sin plata, sin trabajo, alojado en casas de carismáticos, que siempre me ayudaron mucho”. Y un día se hizo una pequeña herida en un brazo, con un mueble de hierro oxidado. Se infectó. Se produjo una gangrena. Y todo terminó en la amputación del brazo derecho. Para peor, su lado hábil.
“Fui a un hospital, me atendió un médico, perdí el conocimiento y me internaron. Estuve una semana sin conciencia. Y cuando desperté escuché que decía ‘tuvo una gangrena y hubo que amputarle el brazo, sino te morías’. Me lo cortaron casi a la altura del hombro, que lo dejaron para que me pudiera poner ropa”. El shock, dice, “fue cuando me toqué y encontré el vendaje. Pero luego lo acepté. No tenía alternativa. O te venís abajo o salís. Y me aferré más a Dios. Además me venía a visitar la gente de La Mansión, la iglesia carismática. Era gente muy buena y ya había generado una relación con ellos”.
Empezó la lenta recuperación para aprender a escribir con la mano izquierda. “Hice lo mismo que los chicos: palotes y redondelitos. Tenía un cuaderno y practicaba. Lo mismo para cambiarme. Mirá, una enfermera me llevó hasta la ducha. Abrió la canilla y me dejó ahí, solo. Me quedé esperando que volviera y pensaba ‘¿cómo hago para desvestirme solo?’ Me apoyé en la pared y bueno, me las ingenié hasta que me pude bañar. Todo fue un largo proceso…”.
La iglesia se convirtió en el centro de su vida. De a poco, sintió la necesidad de ingresar al sacerdocio. “No fue de golpe. Era la posibilidad de servir a los demás, de llevar adelante el proceso de igualdad, de bienestar para todos. Y si no se podía conseguir en lo material, bueno, que fuera a través de lo espiritual, moviendo las almas como vivir el amor como Dios manda. Dios es amor, nos acepta, nos comprende, nos soporta y nos perdona para que nosotros hagamos lo mismo”. Cuando tomó la decisión de tomar los hábitos, su primera opción fueron los carismáticos, en cuyo seminario hay monjes de la Orden de los Dominicos: “Recuerdo que tenía un curita con el que me confesaba. Le consulté a él sobre mi vocación, que quería ser sacerdote. Pero me respondió ‘no con nosotros’”.
Con cierta desilusión, viajó a Buenos Aires para visitar a su hermana Elena Segunda (otro nombre de tradición familiar). Y ella echó luz sobre su camino. Lo conectó con la comunidad del Instituto del Verbo Encarnado (IVE). “Era 1995. Me dijo que conocía a un sacerdote que tenía un seminario”. Era el padre Carlos Buelas, que falleció en abril de 2023 y tuvo denuncias en su contra por abuso sexual que motivaron su separación del IVE en 2010. “Charlamos media hora, hicimos los pro y contra que había, y salió que realmente quería estar en el seminario. Así que regresé a Santa Cruz de la Sierra, agarré mis pilchitas y me vine a Mendoza”, cuenta. El 9 de agosto de 2001, Bollini Roca se ordenó como sacerdote en la ciudad de San Rafael. Y a partir de allí, se convirtió en un cura viajero.
Ese mismo año viajó a Illapel, Chile. Siete años después, fue destinado a Jerusalén, donde estuvo en la capilla del Santo Sepulcro, donde fue confesor. Y en el 2012 marchó a un destino exótico: Nuuk, la principal ciudad de Groenlandia. ¿Cuántos argentinos pueden decir que vivieron en esa isla del Ártico? Quizás se puedan contar con los dedos de las dos manos, para ser generosos. “Fui por un reemplazo por dos meses y me quedé un año. Fue toda una aventura. Hacía un frío terrible. Imaginate que yo, con un solo bracito, para salir de mi casa, donde está todo calefaccionado, tenía que ponerme todo el ropaje encima. Y cuando llegabas a otra casa, te lo tenías que sacar. Era un vestirse y desvestirse permanente. Allá son protestantes. Nosotros éramos como los protestantes acá, muy pocos”.
En 2013 estuvo en Mérida, México. En 2015 en Wuauchula Hills, Florida, Estados Unidos. En 2019 pasó por Guyana y San Pablo, Brasil. Y en 2021 regresó a San Rafael. “Toda mi vida fue una gran experiencia”, asiente. El padre Bollini Roca conoce bien las críticas que recibe el Instituto del Verbo Encarnado, aunque hayan mermado luego de la salida del padre Buelas: “En realidad es porque nosotros lo que hacemos es respetar la letra, toda la Revelación de Dios y nos consideran que se yo, fundamentalistas. Pero yo me siento muy bien y le doy gracias a Dios por lo poco que puedo hacer, que es confesar y hacer alguna dirección espiritual”.
-¿No hay castigos?
-No. Lo que tenemos, de motu propio, es hacer penitencia los que quieren. Pero es optativo, no es obligatorio y menos a la edad que tengo yo. Es más para los chicos, es una especie de empezar a dominar el cuerpo castigándolo de alguna manera, fortaleciendo la voluntad y el espíritu.
-Usted de joven tuvo un pensamiento de izquierda. ¿Cómo piensa hoy?
-Yo sigo siendo de izquierda. Porque Dios busca la igualdad de todos. Lo que pasa es que no cumplimos con lo que Dios nos dice. Acá en la finca todos vivimos pobres. Tenemos alguna subvención, ayuda de gente. Pero es la forma de seguir al Señor. Nada que ver con lujos. En todo caso, esos son para la honra de Dios, dentro de los templos.
-¿Conoció al Papa Francisco?
-No, no.
-¿Y le gustaría?
-Yo estoy en Argentina y él en Italia. No se me pasó por la mente, che.