Esta es una crónica surrealista; la trama absurda y onírica podría pertenecer a la saga de cuentos medievales de “Las mil y una Noche”. El personaje principal es un sirviente indio, Mir Sultan Khan, que con el mero conocimiento del movimiento de los alfiles, torres, caballos, damas, reyes y peones fue invitado a un torneo de ajedrez en Londres en 1928. Lo que sucedió fue fantasmagórico. Sus planes y jugadas parecían ser ejecutadas por el genio que se disparó de una lámpara.
Permaneció casi cinco años en Inglaterra jugando de manera oficial hasta 1933; en dicho lapso se adjudicó tres campeonatos nacionales, venció a dos campeones mundiales: al cubano José Raúl Capablanca (en dos ocasiones) y a la local Vera Menchik, y le empató a otro, el ruso Alexander Alekhine. Además, derrotó a la mayoría de sus rivales y se ubicó entre los diez mejores jugadores de esa época. Luego, como si el hechizo tuviera fecha de vencimiento, el ajedrecista-esclavo fue obligado por su amo a regresar a su terruño natal. Se cobijó en la soledad de un campo; nunca más volvió a jugar al ajedrez. Murió aislado de rivales y familiares a causa de tuberculosis que le asestó un jaque mortal.
Pero el final es aún más patético. Es que, a más de cincuenta años de su muerte, intereses mezquinos salieron a luz para explotar su figura; hace algunas semanas la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE, según sus siglas francesas) rescató su gloria del olvido y le otorgó el máximo galardón al que aspira cualquier ajedrecista: el título de gran maestro. El primer post mortem en el historial de esta actividad. Pero el tributo no fue una puntada sin hilo, acaso, por conveniencia política y económica, lo reconocieron como el primer gran maestro de Pakistán y no de India. Nace la historia.
A comienzos del siglo XX, en 1905, cuando los ingleses dominaban la India, en el seno de una humilde familia con papá (líder religioso) y mamá (ama de casa) llegó el décimo fruto de ese árbol del amor; lo llamaron Mir Sultan Khan. Su menesterosa infancia transcurrió en Punjab, en la aldea de Mitha, en el sur del subcontinente indio; tenía 9 años cuando su progenitor le enseñó los rudimentos del “Ajedrez Indio”, una variante del juego clásico en el que, por ejemplo, los peones carecen del avance de dos casillas en la posición inicial y no existe la conversión en dama. Tampoco había enroques. A fuerza de práctica -prueba y error-, ya que nunca tuvo un libro para completar el aprendizaje, el pequeño Khan se abrió camino sobre la base de su talento. Y, diez años después, ya era el mejor ajedrecista de la región.
Aquello pudo haber sido su techo deportivo; su máxima gloria. Sin embargo, cuando varias de las más importantes dinastías indias de la zona organizaron una competencia de ajedrez en Delhi, el destino del joven ajedrecista cambiaría para siempre. Con casi 23 años se convirtió en el campeón del subcontinente indio.
La noticia llegó a oídos de un militar y uno de los grandes terratenientes de Punjab, el coronel Malik Sir Uman Hayat Khan (ayudante en el campo militar y asesor de los reyes Jorge V, Eduardo VIII y Jorge VI -el último emperador de la India-) aficionado al ajedrez y que decidió utilizar su poder para que ese joven talentoso fuera parte de su séquito de criados. Semanas después viajaron juntos a Inglaterra.
El primer paso del militar fue que su sirviente aprendiera las reglas del ajedrez clásico, pero había un inconveniente, Sultan Khan sólo hablaba la lengua natal, el urdu, no leía ni hablaba el inglés. La práctica pudo más que la teoría, y en abril de 1929, el joven indio de 24 años ganó su primer match ante el bicampeón sudafricano, el alemán Bruno Siegheim. Pero hay más, días después volvió a sorprender a incrédulos e inocentes cuando derrotó al campeón mundial, José Raúl Capablanca en una exhibición que el ajedrecista cubano brindó en Londres.
La alegría de su amo no se detuvo ni siquiera con los primeros síntomas de la endeble salud de su criado, que había contraído malaria antes del viaje a Inglaterra; incluso lo obligó a que se recuperara pronto, porque en agosto de ese año se disputaba el campeonato británico en Chatham House en Ramsgate. Y otra vez el sirviente no defraudó a su amo. Al cabo de once partidas disputadas entre el 29 de julio y el 9 de agosto, Sultan Khan totalizó 8 puntos y aventajó en una unidad a los escoltas. De esta manera, ese joven de figura ascética, tez morena, serio y de fuerte mandíbula y frente amplia, que utilizaba smoking y turbante, se había convertido a los 24 años en el mejor ajedrecista de todo el imperio británico. William Wedgwood, secretario de Estado de la India, le envió a The Times la carta de felicitación al joven campeón. Bajo un gran titular (“Este logro es un gran honor para la India”), la nota fue publicada íntegramente por la editorial.
Para comprender la formidable actuación de este hombre que nunca leyó un libro de ajedrez, bastaría con repasar los números de su breve y electrizante carrera. En sólo cinco años disputó 222 partidas, con 120 victorias, 55 empates y 47 derrotas. En su currículum sobresalen las conquistas de otros dos campeonatos británicos -además del de 1930-, el de 1932 y 1933, respectivamente.
En Scarborough 1930 se ubicó 4° (detrás de Colle, Maroczy y Rubinstein; allí venció a la campeona mundial femenina, Vera Menchik). En Bélgica, Lieja 1930 fue 2° detrás de Tartakower, y en Hasting 1930, ocupó el tercer lugar como escolta de Euwe y Capablanca. Allí venció por segunda vez al campeón mundial, que tras rendirse solicitó un aplauso para el vencedor. “Este hombre es un genio”, exclamó el cubano tras sufrir su segunda derrota consecutiva ante Sultan Khan.
En gran labor, este sirviente indio actuó como defensor del primer tablero del equipo inglés que disputó las olimpíadas de ajedrez en Hamburgo 1930, Praga 1931 (allí empató con Alekhine y Bogoljubov, y venció a Rubinstein y Flohr) y Folkestone 1933. En esta última competencia, el equipo de EE.UU. resultó ganador, por lo que el coronel Uman Hayat organizó una cena de camaradería para homenajear a los campeones. Los ajedrecistas norteamericanos fueron asistidos en la cena por su par y sirviente… Sultan Khan.
Tras la celebración, el coronel emprendió el regreso a la India y su fiel sirviente comprendió que aquello era el final de un cuento de hadas; no volvería jamás a Europa y nunca más jugaría al ajedrez. Sólo la gran recepción alteró en parte el final anunciado. Sultan Khan fue obligado a disputar un match con el campeón indio de ese momento, un tal V.K. Khadikar. La fuerza de juego de Sultan Khan aún era suficientemente fuerte; se impuso sin transpirar, 9,5 a 0,5 al cabo de 10 partidas.
Alejado del ajedrez y cada vez más débil a causa de una nueva enfermedad, tuberculosis, el indio Khan pasó sus últimos días en una granja que su amo, el coronel Malik Sir Uman Hayat Khan (fallecido en 1944), le dejó como herencia y acaso como agradecimiento por los favores recibidos.
Para muchos, Sultan Khan -que falleció en 1966 en Punjab, la misma aldea de su nacimiento, pero que desde 1956 pasó a ser parte del territorio de la República de Pakistán- se trató de una especie de eslabón perdido entre el período de nacimiento del ajedrez (según algunos historiadores en el siglo IV a.C, en Cachemira, a través de la fusión de dos juegos, el Chaturanga y la Petteía) y la llegada del primer gran maestro indio, Viswanathan Anand, en 1987.
“Sultan Khan fue un pionero. Debería servir de inspiración para los jugadores de ajedrez de toda la India, el subcontinente y cualquier persona que luche contra viento y marea. Con una modesta formación se enfrentó a los mejores del mundo y demostró que podía igualarlos”, dijo el ex campeón mundial Anand al ser consultado por su antecesor, y sin dejar dudas sobre el origen indio de Khan.
Sin embargo, a la FIDE poco le importó la historia y frente a la necesidad de sumar nuevos socios que auspicien sus competencias no dudó en proclamar a nuestro héroe como gran maestro de Pakistán sin considerar que todos sus logros fueron conseguidos como indio.
Esta es la historia de Sultan Khan; la vida de un sirviente indio, autodidacta que jugó sólo cinco años al ajedrez, que derrotó a la mayoría de sus mejores jugadores y puso en jaque a un Imperio. Disfrutó de una herencia que lo volvió terrateniente. Luego formó un hogar con una mujer y dos hijos; ninguno jugó al ajedrez y a nadie les transmitió sus conocimientos. Pudo ser rey, pero eligió el camino de la muerte en soledad. Lejos de todo, incluso, del ajedrez.