En la víspera de las Pascuas judías (Pesaj) hace 22 años, estaba en un turno de la mañana en el Servicio Nacional de Emergencia del Estado de Israel. Se suponía que mi turno terminaría a las 3:00 p. m., el tiempo justo para llegar a casa y prepararme para la cena tradicional del comienzo del Pesaj, el Seder, en la casa de mi hermano.
Al mediodía, recibí una llamada telefónica de mi gerente, y me pidió que al final del turno ayudara en el traslado de un niño jordano de 7 años que lamentablemente se encontraba en un estado crítico, tratado por una enfermedad rara en un hospital israelí, y cuya familia quería acompañarlo en sus últimos días en casa, cerca de sus padres y hermanos.
Tal solicitud es difícil de rechazar, e inmediatamente nos organizamos con un equipo de cuidados intensivos para partir a Jordania.
Calculé que nos llevaría dos horas llegar a la frontera, media hora para trasladar al niño al equipo médico local y otras dos horas de viaje de retorno, para llegar exactamente al Seder, cada uno en su casa, reunido con su familia.
Comenzamos el desafiante viaje a Jordania. El niño se encontraba en una condición muy inestable, lo que requería paradas ocasionales para tratarlo.
La transición a Jordania fue sencilla, pero del otro lado, solo nos estaba esperando un médico joven en un vehículo comercial convertido en una ambulancia, sin equipo y sin capacidad para seguir atendiendo este complejo caso.
La media hora que había planeado se extendió a más de una hora, durante la cual literalmente tuvimos que entrenar al médico y dejar algunos de nuestros equipos allí, solo para asegurarnos de que el niño llegara con vida al hospital más cercano a la casa de sus padres.
A las 6 de la tarde emprendimos el camino de regreso. Agotados y tristes por el niño, pero con la sensación de haber cumplido la tarea. Cada uno con sus reflexiones y pensamientos, y con música tranquila israelí en la radio, comenzamos a regresar rumbo a Tel Aviv.
Aproximadamente una hora más tarde, un gran ruido comenzó en el sistema de comunicación. No estaba claro exactamente qué sucedía, lo que sí estaba claro era que algo grande había pasado en un hotel en la ciudad de Natanya.
Un poco más tarde lo supimos: “La masacre de Pesaj”, como la definió CNN y otras cadenas, un ataque terrorista de Hamas en la víspera de Pesaj, que dejó 30 civiles muertos y 140 heridos.
Así fue como de “un día más en la oficina”, en un turno normal de la mañana, y con la intención de celebrar el Seder en el seno de la familia, de repente me encontré viajando a Jordania en una misión humanitaria Israelí, para ayudar al pueblo árabe vecino. Y en mi camino de regreso, enfrentando los horrores del odio inhumano que está irracionalmente arraigado en ese mismo pueblo.
Al final llegué a la casa de mi hermano. La cena ya había acabado. Y la tradicional pregunta que se hace cada año en vísperas de la festividad: “¿Qué ha cambiado?” Haciendo referencia a lo que ha pasado el pueblo judío desde su salida de la esclavitud en Egipto hacia la libertad y la autodeterminación, tomó desde aquel día un significado diferente.
Desde entonces, cada año, cada Pesaj, me recuerda la compleja realidad en la que vivimos y los sucesos del 7 de octubre han aclarado y afirmado muchas percepciones. Una de ellas, es que ahora todo ha cambiado.
Los acontecimientos del 7-O presentaron al mundo la verdadera cara del proyecto de odio liderado durante décadas por Irán y asimilado en el apogeo de su capacidad, al nivel de la pérdida de humanidad misma en los activistas de Hamas y en parte de la sociedad civil de Gaza que permitió y cooperó durante años para que una masacre, de un nivel de crueldad como no se había visto desde el Holocausto, se llevara a cabo en ese Sábado Negro.
Israel no estaba preparada para este tipo de ataque. Las heridas siguen abiertas y son profundas, aún después de más de 200 días desde aquel maldito día. Sin duda, este es un hecho definitorio, de antes y después, que conducirá a un cambio perceptivo y político, entre otras cosas, del Estado y de su pueblo.
Lo que puedo decir con certeza es que los valores que nos inculcaron en nuestra infancia siguen en vigor y son parte de la resiliencia del pueblo israelí: el sentimiento de pertenencia, la empatía, la garantía mutua y el deseo de ayudar a cualquier otro pueblo en tiempos de necesidad, son sin duda únicos y los israelíes deberían de ser orgullosos por lo mismo.
Estamos viviendo tiempos históricos. En este momento los valores del mundo libre realmente se están poniendo a prueba. Lo que vemos hoy no es un conflicto aislado ni un intento de erradicar el poder de una organización terrorista. El resultado de lo que está sucediendo en el Medio Oriente, afectará el futuro de cada uno de nosotros.
Deseo que el año que viene, en este mismo momento, durante la Seder de Pesaj, podamos preguntarnos “¿Qué ha cambiado?”. Y todos podamos respirar aliviados porque los 133 secuestrados por Hamas en Gaza por fin recuperaron su libertad y regresaron a sus casas, y porque el mundo volvió a su eje.