La Real Academia Española define como ciencia al “conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales con capacidad predictiva y comprobables experimentalmente”. La ciencia estaría, así, vinculada a la formulación de teorías que explican el funcionamiento de distintos fenómenos.
Esa posibilidad de comprobar de manera experimental los resultados hace que el experimento sea el corazón mismo de la labor de todo científico. La ciencia moderna hunde sus raíces en el “método experimental” desde la época de Galileo. Un investigador que replique un experimento en las mismas condiciones obtendría siempre el mismo resultado. Se abriría ante él la posibilidad de poder anticiparlo incluso antes de acudir al laboratorio. Por ejemplo, mezclando dos átomos de oxígeno con uno de hidrógeno un químico siempre conseguirá agua.
No hay “experimentos históricos” que podamos replicar en el laboratorio
Desde esta perspectiva, resulta difícil clasificar la historia como disciplina científica. No se puede replicar la inmensa cadena de eventos que se encuentran detrás de un determinado acontecimiento. Los contextos políticos, económicos y sociales están en constante evolución.
El comportamiento humano es consecuencia de un sinfín de factores (psicología de masas, papel del azar, etc.) ¿Es acaso posible replicar las condiciones de las negociaciones que llevaron al tratado de Versalles? ¿De verdad podemos reconstruir las emociones, deseos y traumas de quienes firmaron aquella célebre paz en 1919?
En mi libro El mundo de la historia. Una guía para explorarlo analizo hasta qué punto la historia es científica y el papel de las ciencias humanas y sociales.
Teorías indemostrables
Según Karl Popper, la línea que delimita lo que es ciencia y lo que no lo es puede ser fijada a través del falsacionismo. Si una teoría falla una vez no podrá ser considerada como científica, por mucho que haya sido validada en cientos de otras circunstancias.
Por ejemplo, a lo largo de la historia muchas revueltas estallaron durante hambrunas. De hecho, ya es un tópico el del pueblo hambriento que, inevitablemente, hace la revolución. Pero bastará que una sola carestía se desarrolle sin revueltas para invalidar el teorema.
Sin ir más lejos, la hambruna que se desarrolló en China entre 1959 y 1961 fue una de las más catastróficas de la historia. No obstante, el régimen de Mao Zedong no fue derrocado. No hubo levantamientos destacados, pese a que fueron precisamente las reformas gubernamentales (el llamado Gran Salto Adelante) las que propiciaron aquella catástrofe humanitaria.
El nexo entre falta de alimentos y rebeliones, en suma, no puede considerarse una teoría científica.
El papel de la interpretación
En realidad, cualquier evento histórico puede ser interpretado de forma distinta por diferentes observadores. El historiador no reproduce el mundo de nuestros progenitores. Rescata del olvido los acontecimientos del pasado e intenta remontarse al significado que tuvieron en aquel momento. Paul Veyne decía que el oficio del historiador recuerda al trabajo de un filósofo. Bastante menos a la labor de un científico.
Pero la ciencia tiene otra definición: es la actividad humana dedicada a la creación del conocimiento. De esta forma, la historia sí que puede ser catalogada como disciplina científica. Volvamos a buscar la palabra ciencia en el Diccionario de la lengua. En su segunda acepción, se nos deriva a los conceptos de “saber o erudición”.
Subjetividad, pero rigurosa
Sería ingenua la pretensión de poder escribir la historia desde un estado de objetividad absoluta. Tampoco podremos hacerlo según las obligaciones dictadas por el método experimental. No obstante, el trabajo del historiador debe, necesariamente, responder a determinados criterios de calidad. Es lo que a la postre distingue su obra del mero relato escrito por algún aficionado.
La historia comparte la tradición empírica con el resto de las especialidades académicas. Un historiador sabe que cualquier afirmación debe basarse en algún tipo de evidencia (fuentes documentales, restos arqueológicos, etc.). También asume como propios todos los cánones de rigurosidad de las disciplinas científicas. No es suficiente llegar a una conclusión. En un texto académico, el historiador debe explicar de forma detallada el método que le ha permitido alcanzarla.
Tal y como ha sugerido el profesor Gwyn Prins en el libro Formas de hacer Historia (editado por Peter Burke) la tarea del historiador no consiste solo en explicar los eventos del pasado, sino en inspirar al lector confianza en su capacidad metodológica. En suma, hay que justificar todo lo que se hace y explicar por qué se ha hecho de una forma determinada.
Toda investigación histórica, además, parte del examen de la labor realizada por los investigadores que trataron la misma temática con anterioridad. Requiere la búsqueda metódica y la selección razonada de los datos y del material sobre el que se desarrollará la investigación. Los resultados serán difundidos a través de congresos, revistas y libros científicos. Todo ello según el método de estudio propio de la disciplina historiográfica en general. Y también con aquellos específicos del área concreta de la investigación (prehistoria, historia del presente, etc.).
El historiador no se conforma con confeccionar meras descripciones de los fenómenos del pasado. En realidad, a través del estudio minucioso de dichos fenómenos, trata de comprender sus dinámicas de funcionamiento. También reconstruye los mecanismos que los llevaron a originarse y posteriormente a extinguirse. “Igual que cualquier otro científico –afirmaba E. H. Carr en su célebre obra ¿Qué es la historia?– el historiador es un animal que pregunta sin cesar ¿Por qué?”.
Lo hace contrastando distintos tipos de fuentes (documentos, fuentes orales, restos arqueológicos, etc.), preguntándose las razones por las que una evidencia concreta fue elaborada, interrogándose sobre los motivos por los que determinados datos podrían haber sido ocultados. Se trata de análisis cualitativos que no pueden considerarse menos valiosos con respecto al trabajo de laboratorio de quienes se dedican a las llamadas ciencias puras.
Observación, selección y rigor
El cometido del historiador no es el de descubrir leyes generales que puedan explicar con precisión el comportamiento de los individuos y sociedades del pasado, ni mucho menos predecir las conductas de individuos y sociedades del futuro. Pero tampoco se trata de elaborar meros relatos sobre los eventos de la historia.
Ante la avalancha de publicaciones de pseudohistoria que inundan las redes sociales (y a veces también las librerías) hay que reivindicar las buenas prácticas de un oficio que se cimienta en la observación escrupulosa de los fenómenos del pasado, en un extremo rigor a la hora de seleccionar y analizar las fuentes y en la observación meticulosa de un método de trabajo que permite alcanzar conclusiones sustentadas en sólidas bases empíricas.
Fuente: The Conversation