Dentro del variado repertorio cafetero dela barrio de Almagro, el establecimiento de la esquina noroeste de Billinghurst y Guardia Vieja puede ufanarse la representación de Monumento a la Insignia Barrial. Es un auténtico cafetín: El Banderín.
El Café Bar El Banderín nació en 1923 como despacho de provisiones y fiambrería bajo el nombre de El Asturiano. Sus fundadores, el matrimonio Riesco, eran oriundos de Cangas de Narcea, Asturias. La familia Riesco administró el negocio durante casi una centuria. Con mucho trabajo pero sobre todo, con natural donaire, don Justo y doña María transformaron su emprendimiento en un clásico entre los vecinos de Almagro. Y para cuando los primeros Riesco se pusieron mayores, los sucedió su hijo: Mario.
Pero pasaron cosas. Durante la década de 1960, se permitió la instalación de grandes supermercados dentro de la ciudad. El perjuicio comercial causado a los pequeños almacenes resultó letal. Nuevos y foráneos hábitos de consumo —los primeros supermercados en nuestro país fueron propiedad del estadounidense Nelson Rockefeller— transformaron la dinámica vecinal. Cientos de negocios de cercanía, con historias forjadas por familias reconocibles, se vieron obligadas a bajar sus persianas a causa de la apertura de mega lugares impersonales y anónimos. Estas primeras brisas globalizadoras pudieron con la identidad de muchas barriadas. Para bien de Almagro, Mario Riesco mantuvo abierta y preservó la construcción de la esquina de Billinghurst y Guardia Vieja. Aunque la reconvirtió en un café bar.
Y fue un detalle de color, mínimo e inconsciente, lo que cambió para siempre la suerte del lugar. Me refiero a la decisión de Mario de colgar banderines de River Plate, el club de sus amores. Pronto los vecinos, entusiasmados por la idea, le fueron acercando otros según sus favoritismos. Así se armó la colección que dio paso al natural cambio de nombre del negocio. A mediados de los ‘70 el boliche adquirió su denominación definitiva: El Banderín.
A los fanáticos del fútbol local, los siguieron turistas del exterior. El bar completó sus paredes con estandartes de todos los rincones del mundo. Y las mesas fueron ocupándose con ex futbolistas, periodistas deportivos y artistas famosos. Entre tantos, pasaron por El Banderín: Adolfo Pedernera, Daniel Passarella, Ariel Ortega, Pascualito Pérez, Tato Bores y Diego Capusotto.
Con los años a Mario también lo sucedió su hijo: Silvio. Fue este representante de la tercera generación de los Riesco quien inició un cambio en el, hasta ese momento, rumbo del negocio familiar. En una oportunidad Silvio se encontró disminuido físicamente para realizar las tareas que exigía el bar. Le preguntó entonces a Luis Sarni, un taxista que se aquerenciaba a diario en busca de un café con leche con medialunas, si quería darle una mano al término de su jornada. Luis fue asumiendo cada vez más labores y así, con naturalidad, entre viejos conocidos, a mediados de 2019 se concluyó con el traspaso societario.
En 2023 los Sarni —porque también colaboran los hijos de Luis— se dieron el gusto de festejar el centenario de El Banderín. Hago mención al hecho porque existe una confusión con respecto a la antigüedad del local. El cartel comercial de la ochava recuerda la celebración, en el año 1999, del cumpleaños setenta. Reza: 1929-1999. Me contó Luis que fue por equivocación de su autor, el maestro fileteador Martiniano Arce, y que nunca nadie se animó a meter mano para enmendar el error del gran artista porteño.
Los Sarni le hicieron reformas al local. Lo que se mantuvo inalterable son los más de quinientos banderines. Pero no son estos estandartes los que vengo a recordar. Sí, otras banderas. Pabellones nacionales clavados en puertos de todo el mundo por un marino mercante de la antigua Empresa Líneas Marítimas Argentinas (ELMA): Cacho Luna.
A Cacho Luna lo conocí en 2013 en el Almagro Tango Club. La noche que su íntimo amigo, el cantor de tango Osvaldo Peredo, se presentó junto a la Orquesta Típica Almagro. El club vendía las ubicaciones en mesas para cuatro personas. Nosotros éramos tres. Quedaba una silla vacía. Y Peredo, a quien conocíamos bien, ubicó a Cacho con nosotros. Estoy hablando de una persona que rondaba por entonces los ochenta años. Muy bien llevados, por cierto. Antes de comenzar el show intercambiamos algunas palabras. Entre tango y tango Cacho nos iba diciendo autor de la música, poeta de la letra, año y cantante de la primera grabación. Cuando la función terminó se levantó, pidió disculpas por abandonar la mesa y se fue hacia la trastienda a saludar a su gomia de la juventud.
La estampa y sabiduría de este buen hombre me quedó grabada. Meses más tarde, con amigos directores de cine y fotografía participamos del Concurso de Cortos “Un barrio de película”. Yo escribí el guion que resultó ganador de la Comuna 5. Es la historia de un tango maldito que produce conjuros a todo aquél que lo cante, toque o silbe. El corto lo produjo el INCAA y se filmó en locaciones representativas de Almagro. El papel protagónico lo actuó Osvaldo Peredo, que hacía de sí mismo. Una escena la rodamos en El Banderín que, en ese entonces, estaba al cuidado de Silvio, el último de la dinastía Riesco.
La situación requería la participación de un personaje secundario. Con poco texto. Un bolo. Había que representar a un viejo amigo de Osvaldo. No resultaba fácil dar con el actor adecuado. No queríamos incomodar a ningún actor octogenario, en una noche fría de agosto, para aparecer unos pocos segundos en un cuadro menor de la historia. Fue entonces cuando me acordé de Cacho y, dada su larga amistad con el protagonista, le propuse la escena.
La toma la hicimos un domingo, cerca de las 21, el bar estaba cerrado y a disposición de la producción. Las adyacencias vacías. Todo era silencio. La gente estaba en sus casas, guardados todos, a la espera de los goles de la fecha por televisión. El único movimiento en la esquina de Billinghurst y Guardia Vieja lo aportábamos los técnicos y miembros del staff. El guion marcaba que este personaje de reparto se encontraba en un boliche en la previa para ir de milonga. Cacho Luna cumplió con la consigna. A la hora señalada hizo su arribo acompañado por Celia, su hija. Vestía un elegante traje y timbos de bailarín. No quisimos demorarlo. No bien entró le colocamos el micrófono corbatero por debajo de la camisa y le pedimos que dijera unas palabras. Lo que sea. Sólo queríamos probar sonido. Pedimos silencio. Acción.
Una hora más tarde Cacho calló y preguntó si todo estaba bien. Su misa había sido seguida con respetuoso silencio y atención por una feligresía, ya evangelizada, de un domingo de Luna Cacho. Cacho, milonguero de salones y carnavales, nos narró su vida. Las varias vueltas al mundo embarcado en buques de la ELMA. Viajes donde enseñó a milonguear a nativos de Auckland, Mumbai, Hanoi o Bangkok. Luna fue un porteño pirata que salió de nuestros diques para clavar la bandera argentina en cuánto puerto tocó. Un Hipólito Bouchard del siglo XX. Destino que alcanzaba, bajaba a tierra en busca de bares portuarios. Y siempre encontraba músicos que supieran tocar un tango. Entonces con los primeros acordes sacaba a bailar a una lugareña y ahí nomás se armaba el bailongo.
Mientras Cacho hablaba, los banderines de clubes de fútbol transmutaron en enseñas de recónditos puertos donde este corsario porteño había llevado nuestra cultura. Por pura impericia de nuestra parte, su charla no quedó grabada. Fue una clase de historia para hacer circular por las escuelas secundarias.
Hace unos años que Cacho partió para siempre. Allí en la dimensión en que haya echado anclas estará organizando una milonga. Para los pocos afortunados que estuvimos presentes esa noche, el Café-Bar El Banderín siempre será el lugar donde un Cacho nos enseñó todo Buenos Aires.
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