Cuenta Irene que entre todo lo que Melina dejó en su casa de Hurlingham, en ese vacío repleto de momentos, vivencias y recuerdos, cargado de su amor ausente, hay libros. Muchísimos. “Una cantidad de libros…”, dice su mamá, con orgullo. Porque a su hija menor le encantaba leer y estudiar sobre cualquier tema.
Puede que también exista otro libro, no visible, jamás publicado. El libro de esta mamá. El libro de Irene. El de su vida. Sus páginas se van completando con las experiencias junto a sus hijos, sus nietos, sus amigos. “Todos ellos son mis motivos para vivir -resalta-. Con tanto amor, tengo la necesidad de seguir viviendo”.
Muchas páginas del libro de Irene van a estar para siempre en blanco. Son de un capítulo fundamental. El que protagonizaba Melina, quien en abril de 2023 tenía solo 39 años cuando se suicidó.
Hoy, Irene se sienta con Infobae para acercar el “relato de la vida y la muerte” de su hija. “Siento que debo hacer todo lo que pueda para que otros no pasen por lo que yo pasé con Melina”, explica.
Pocos después del desgarrador día de su partida, Irene se acercó a Empesares. Se trata de un grupo que nuclea, asiste y brinda contención a padres y madres de personas que se quitaron la vida. Y encontró nuevas razones para seguir adelante. “Gracias a Empesares cambié mi actitud de pensar en morir a pensar en vivir”, confiesa.
“Con esto que nos pasó en la familia con Melina, se abre un mundo nuevo sobre una realidad terrible que es ajena a uno. Y que le pasa a muchísima gente -agrega Irene-. Tengo la necesidad de que se visibilice más la problemática del suicidio. Si ya de por sí no se habla mucho de salud mental, menos se habla del suicidio. Y el incremento es preocupante: en 2023 hubo 4195 suicidios”.
Según el informe del Sistema Nacional de Información Criminal, es un 6% más que en 2022, y representa una cifra similar a las víctimas fatales de accidentes de tránsito.
—Irene, hablemos de Melina. ¿Cómo fue su infancia?
—Melina fue una nena muy dulce, como también lo fue de adulta. Vivió siempre conmigo, salvo un periodo en que decidió irse a vivir sola a un departamento de la familia. Pero no lo pudo sostener. Eso era lo que le pasaba: no podía sostener lo que quería hacer. Hacía algo, trataba de desarrollarlo, pero eso se caía. Tenía un carácter difícil y problemático que se empezó a manifestar cuando entró a la secundaria. Un problema en la columna la obligó a usar una faja ortopédica. Un corsé completo de un material plástico, que parecía una armadura.
—¿La molestaban en la escuela por eso?
—No. Pero ella se sentía muy mal ante esa situación: no se lo quería poner. Obviamente, ante lo que el médico decía que era necesario, yo le insistía con que lo usara. Y hubo una primera amenaza de muerte: me dijo que iba a subir a la terraza de la casa y se iba a tirar. En ese momento yo estaba luchando tanto para que usara el corsé que mi reacción fue ir a dormitorio, cerrar la puerta y acostarme. Antes le dije: “Hacé lo que quieras”.
—No le diste magnitud a lo que estaba sucediendo.
—Exacto. Pero evidentemente, había una tendencia en ella a estas situaciones de riesgo. El problema de la columna se corrigió, dejó de usar el corsé, y continuó su vida. Terminó la secundaria bien. Ingresó a Filosofía y Letras.
—¿Tenía amigos?
—Pocos, pocos. Porque Melina no se sintió cómoda con este mundo ya desde pequeña. Era sumamente sensible, muy espiritual. Y no podía encajar en ningún lado. Fue una chica difícil de insertarse. Cuando estaba por recibirse de editora, dejó la facultad. Pero tenía una formación intelectual muy importante. Era muy interesante hablar con ella: sabía mucho. Argumentaba mucho también. Eso hizo difícil su enfermedad, porque debatía todo lo que uno le decía y argumentaba a su favor.
—¿Cuándo entendiste que había una enfermedad mental?
—Unos diez años atrás, cuando empezó a manifestarse más. Melina empezó a trabajar, pero entraba en compañías importantes y encontraba un motivo para estar incómoda y renunciar. Decía que no podía soportar depender de alguien: tener un jefe, estar subordinada. Quería empezar a hacer algo por su cuenta. Empezó a estudiar distintas cosas para desarrollarse por su cuenta, pero eran todos proyectos: no concretaba nada. Ahí empezó a deteriorarse: se acentuaban más estos rasgos que tenía.
—¿Qué rasgos?
—En cuanto a no poder sostener nada. Bordaba muy lindo. Yo tengo una casa muy amplia, y toda la parte de arriba la tenía para ella. “Bueno, voy a empezar a enseñar bordado”, me dijo. Tenía muchas alumnas. Y yo estaba muy contenta porque veía que podía hacer algo que le gustaba. Pero lo aguantó dos meses: “Se van y yo quedo extenuada. Me tengo que ir a acostar”. Su descarga era tan grande, era tanto el esfuerzo que hacía para poder sostener eso, que tenía que ir a descansar.
—¿Se había buscado un diagnóstico?
—Sí. Lo que más nos alertó es que se hacía cortes en los brazos, tomaba pastillas. Pero inmediatamente avisaba. Una vez yo estaba fuera de casa y me llamó: “Mirá, tomé pastillas. Pero quédate tranquila que ya llamé a la ambulancia”. Inmediatamente me fui a casa.
—¿Qué edad tenía en ese momento?
—30 años. Estos episodios empezaron más de adulta.
—Cuando Melina se cortaba, ¿tenía que ver con autoflagelarse o manifestaba otra cosa?
—Manifestaba que tenía un sufrimiento que atenuaba con otro sufrimiento.
—¿Algo que doliera tanto que la sacara de su dolor mental?
—Exactamente. “¿Meli, por qué hiciste esto?”, le preguntábamos. “Porque tengo un sufrimiento que lo tengo que eliminar o atenuar con otro sufrimiento”.
—¿Y ahí empezó una terapia?
—Sí. Con una psiquiatra y psicóloga.
—¿Y aparece un diagnóstico?
—Apareció, pero no preciso. Fui a hablar con la psiquiatra para preguntarle cuál era su diagnóstico. Y me dijo: “Mirá, suelo tener reuniones con otros profesionales con los que comparto mis casos, y no podemos tener una certeza sobre el diagnóstico. Es un caso difícil porque tiene síntomas de distintas cosas”. Le fueron dando distintos medicamentos. Tomo mucha, mucha medicación; llegó a tomar litio.
—¿En todo este proceso, Melina en algún momento se sintió mejor?
—No. Tenía periodos, momentos de cierto alivio, pero era más la molestia que seguía sintiendo. Pasaba un tiempo, aparentemente mejoraba, y después caía de nuevo.
—¿Cuál fue tu momento de mayor temor?
—Cuando esta situación se prolonga en el tiempo y se va acentuando, uno tiene cada vez más temor. Además, yo era su acompañante constante: vivía sola con ella, en casa. Al principio se podía enojar o culparme de ciertas cosas, pero después recapacitaba, se acercaba y me decía: “Perdóname, yo estaba errada. Tenés razón”.
—¿Se ponía violenta con vos?
—De palabra. Nunca me agredió.
—¿Quién te acompañaba a vos? ¿El papá de Melina, sus hermanos?
—Estos casos de enfermedad mental son muy difíciles porque todos se alejan. La misma persona agrede tanto de palabra, le hace tan mal al otro, que se aleja. Mis otros hijos acompañaron en lo que pudieron; algunos más, algunos menos.
—¿Y el papá?
—No, el papá no. Melina tenía muchas dificultades en la relación con su padre, y él no quiso meterse más. Le costó entender que esto era una cuestión de enfermedad, de salud mental: “Esta chica se aprovecha, nos maneja”, decía. No lo supo aceptar.
—¿Qué te pasaba a vos con ver a tu hijita tan enferma?
—Es una situación muy dura. Porque uno no sabe cómo ayudarla. Al convivir con ella, veía sus cambios: se convirtió en otra persona.
—¿En quien se había convertido tu nena?
—En una extraña a la que yo no conocía. Había sido una chica maravillosa, muy sensible. Muy atenta conmigo.
—¿En qué momentos Melina se sentía bien?
—Pocas veces. Se había dedicado a pintar. Estaba con pinturas a la tiza. Un día me voy a dormir y ella se quedó despierta. A la mañana siguiente nos vemos y me dice: “Anoche no me quería ir a dormir porque me sentía tan bien, mamá, que yo quería atesorar este momento. Porque no me pasa siempre”. Y es durísimo eso. Lo que para uno es normal, pasar un momento bien, para ella era un privilegio.
—¿Qué es lo que le dolía tanto a Melina?
—No lo sé. Yo creo que eso es mental y es difícil de transmitir. Mirá, el otro día estuvimos (con los padres y las madres de Empesares) en la plaza frente al Congreso. Y había un cartel que me conmovió mucho: “Yo no elegí morir. Lo que no quería era sufrir”, decía. Y eso es lo que pasa.
—¿Melina llegó a estar internada?
—Tuvo internaciones psiquiátricas voluntarias, más que nada por estos episodios de cortarse o tomar pastillas. Lo primero que se hacía era internarla, ponerla en condiciones, y de ahí, a una clínica psiquiátrica. En una oportunidad estuvo un mes; en otra habrá estado 15 días. Siempre por estos episodios.
—¿En qué momento aparecían las oscuridades para Melina?
—No había realmente había una causa segura.
—No había un detonante.
—No. A mí me preocupaba mucho su cumpleaños, y evidentemente tenía razón: Melina cumplía años en abril, que es cuando se suicidó. Y era muy difícil para ella, porque era como un año más… Pienso que hacía un balance y se daba cuenta de que la cosa estaba siempre igual, o peor. Entonces, a mí me daba mucho miedo el mes de abril…
—Cuando sucede lo que sucede, ¿Melina estaba en tratamiento?
—Estaba con un psiquiatra. Le recetaron una medicación pero se negó terminantemente a tomarla porque sabía los efectos que le podía causar. Entonces se puso muy agresiva de palabra, de recriminarnos: que no la entendíamos, que la dejábamos sola, que la familia no se ocupaba. Y realmente me asusté tanto que dije: “Tengo que hacer algo, no la puedo dejar así”. Fui a la Comisaría de la Mujer y planteé el caso. Me derivaron a un juzgado en Morón, que era lo que correspondía.
—¿Ahí estabas pidiendo una internación?
—Sí. Estaba pidiendo que me ayudaran porque yo notaba que la situación se me escapaba de las manos. El juez me dio dos actas: una era para llevar a la comisaría y otra, para el (Hospital) Posadas.
—¿Para que le hicieran una evaluación interdisciplinaria?
—Exacto. Lo llamo a su psiquiatra porque tenía que venir un patrullero a casa y, Melina quisiera o no, llevarla con ese patrullero a la comisaría. El psiquiatra me dijo: “No. Yo no le recomiendo que tomen esa actitud porque Melina ya tiene mucha dificultad con la familia. Esto va a terminar de romper el vínculo. Y esto va a terminar mal”. Y no me animé a hacerlo.
—¿Eso fue previo al suicidio de Melina?
—Un año antes. Cambió de psiquiatra. Y así anduvimos. En la parte final nos culpaba mucho a nosotros, a la familia.
—¿De qué los culpaba?
—De que no la acompañábamos en esta necesidad que ella tenía de salir de mi casa. Relacionaba su malestar con eso. Porque todos los demás (por sus cinco hermanos) sí se habían ido. Era difícil explicar algo cuando uno parece que habla con una pared, porque no te entienden.
—¿Cómo era para vos vivir con Melina?
—Muy difícil. Yo siempre estaba esperando que sonara la sirena de los bomberos, por así decirlo, ante la emergencia. La conocía tanto que cuando bajaba de su dormitorio, yo ya veía en su mirada cómo iba a ser el día. A veces tenía una mirada tormentosa. Me agredía verbalmente, no con insultos, sino con las cosas que me decía: “Vos cambiaste conmigo. Antes me acompañabas, ahora me dejaste sola. No me defendés. Estoy sola ante toda esta situación, no tengo a nadie”. Y me daba muchísima pena porque yo dejé mucho por ella. Sentía que la tenía que acompañar de todas las maneras que podía.
—¿Alguno de los profesionales que la atendió en todos estos años se comunicó con vos para decirte que había una situación de riesgo?
—Hablemos del último. No, no. Él no vio la situación de riesgo.
—Pero, ¿y los anteriores?
—No. Pero no es algo que me haya pasado a mí, solamente. Lo veo también con otros padres, que me hacen este comentario: “Se establece la relación paciente-psiquiatra y nosotros no quedamos involucrados. Nos dejan un poco afuera”. Yo también lo he notado.
—¿Vos la creías capaz de lo que vino después?
—Eso lo vemos mucho en este grupo de padres… En más de una oportunidad, hablando con ella, Melina me decía: “Yo voy a tratar de hacer todo lo posible para mejorar”.
—¿Qué pasó en ese abril de 2023?
—La pandemia le hizo mal a Melina. Tuvo que estar aislada, como todo el mundo, con problemas para conseguir la medicación, para que la viera un psiquiatra. Y cuando la pandemia pasa, seguía todo igual: con sus altibajos, con las cosas que quería hacer y no lograba. Se fueron incrementando los reproches. Y tuvo un par de episodios. Me acuerdo de uno, especialmente. Tuvimos una discusión y se fue. Vuelve con un par de latas de cerveza y me dice: “Ahora voy arriba, me tomo las cervezas y las pastillas que tengo”. Estaba ese tipo de amenaza. Y yo no sabía cómo manejar la situación.
—¿Y qué hacías en esas situaciones? ¿Llamabas al psiquiatra?
—En esa oportunidad lo llamé para comentarle. “Dejeme que la llamo a Melina”, me dijo. Ella fue a verlo y todo se calmó. Pero después, esas situaciones pasaban y todo seguía igual. Digamos, venía un periodo de estabilidad, en que estaba un poco más tranquila, y después, por algún episodio, volvía a empeorar.
—Hasta que llega abril.
—Me acuerdo que le dije a mi hija mayor: “Viene el mes de abril, tengo mucho miedo por Melina”. Eran terribles los abriles para ella. Y yo la vi: estaba muy delgada, la veía muy cansada. El médico clínico de mi familia me dice: “¿Por qué no la llevas al Pirovano, que tiene muy buen servicio psiquiátrico?”. Esto fue un 13 de abril, a la noche. Fuimos. La atendieron muy bien, pero me dijeron que no había lugar: “No la podemos atender. Vayan al Alvear”. Melina estaba decaída.
—¿Y lo podía manifestar? ¿Podía explicar esa tristeza y esa falta de ganas de vivir?
—Sí. Cuando le pregunté “¿Qué te pasa?”, me dijo: “No doy más”. Fuimos al Alvear. Viene una psiquiatra: “¿Cómo la mandaron acá? Acá no recibimos mujeres, solamente hombres, sobre todos con tema policial”. “¿Y ahora qué hago?”, le digo. “No vayan a ningún lado porque está todo colapsado. No la van a recibir en ninguna parte. En el Moyano sí la van a atender”. Era de noche, tan tarde… Y estábamos las dos solas. Nos volvimos a casa, con la idea de ir al Moyano al otro día. “¿No te das cuenta de que no hay más nada que hacer?”, me dijo Melina. Pero uno siempre cree que hay algo más para hacer. Y yo trataba de darle mi fuerza para seguir: “¡Vamos, Meli, dale! ¡Vos podés! Con todas las aptitudes que tenés, con todo lo que vos sabés. ¡Vos podés, Meli! Tenés derecho a tener una vida feliz”. Y uno cree que le puede transmitir toda esa fuerza. Pero no.
—Melina ya no podía.
—No. Ya no podía más…
Al día siguiente, Melina se quitaría la vida.
Una razón para vivir
“Siempre les decía lo mismo a mis hijos: ‘Si Meli muere, me voy yo también. No puedo vivir después de Meli’”, recuerda Irene, quien luego de inhumar los restos de su hija, regresó a su casa. Aquella que habían compartido tantos años. Y así como entró, fue directo a la habitación de Melina. “Entonces comencé a pensar: ‘Yo no me tengo que morir. Tengo que lograr que su muerte sirva para algo’”.
—¿Así te acercaste a Empesares?
—Claro. Y empecé inmediatamente. Eso me ayudó a ver esta situación de otra manera. Sentir que tengo que hacer todo lo que pueda para que otros no pasen por lo que yo pasé. En este grupo de padres nos acompañamos mutuamente. Hay cosas que si una se las cuenta al que no entiende lo que estamos pasando, le parecen ridículas; pero nosotros nos entendemos. Por ejemplo, Melina hacía vinagre de manzana, que es una técnica muy sencilla. Y dejó un frasco. Y ahora yo sigo con el vinagre de manzana. A la botella hay que taparla, cubrirla del frío, para que el fermento continúe. Y yo lo hago todos los días. Y abrazo el frasco porque la abrazo a ella. Estas cosas solo las puede entender aquel que pasó por esta situación.
En el Centro de Asistencia al Suicida de Buenos Aires atienden a cualquier persona en crisis en las líneas gratuitas #135 desde el celular en Buenos Aires y GBA o al (54-11) 5275-1135 desde todo el país (o 0800 345 1435).
Línea telefónica nacional y gratuita para la orientación y apoyo en la urgencia de salud mental: 0800 999 0091. Atiende las 24hs los 365 días del año, gratis y para todo el país.
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