Franco Colapinto heredó la pasión por el automovilismo de su padre Aníbal, un ex piloto de autos y motos. Corrió a nivel zonal y nacional y sus participaciones estuvieron marcadas por anécdotas junto a amigos en su Bahía Blanca natal. De despuntar el vicio en las pistas de tierra del Speedway a convertirse en dueño de uno de los equipos más emblemáticos del Turismo Carretera en tiempos en que su pequeño hijo comenzó a ir a los autódromos.
Con su habitual predisposición, Aníbal se presta al diálogo con Infobae y explica que “si sos bahiense y te gusta el deporte, corrés en Midget o Speedway o jugás al básquet, otra no tenés”. Bahía Blanca y ciudades aledañas constituyen una zona de influencia tuerca y Aníbal recuerda que “de chico era loco por las motos y vivía en los talleres. Un día me armaron una Gilera 175 cm3 para correr y cuando arranco ese año empiezan a caer todos los extranjeros porque acá hubo fecha por el Campeonato del Mundo de Speedway. En esa época vino un italiano muy conocido llamado Giuseppe Marzotto, el inglés John Davis, que estuvo entre los cinco mejores del mundo; un austriaco, Walter Grübmuller. Yo era la mascota de ellos porque estaba todo el día en el taller. Un día me agarran y me dicen ‘vos tenés que correr en 500 cm3′. Les digo, ‘no, cómo voy a llevar bien un 500 cm3 si todavía no puedo llevar bien un 175 cm3′. Entonces me dijeron ‘tenés que correr en 500 porque podés salir campeón en 175. Cuando te subas a 500 tenés que aprender a manejar de vuelta’. Y era cierto”.
Les hizo caso a sus amigos y gracias al apoyo de ellos comenzó a competir. “Entre todos me dan una mano y me compro una Jawa 500 nueva. Hago dos o tres tiradas en la tierra y me agarra el Negro Contreras que era el dueño del taller y me dice ‘vamos a cargarla’. ‘¿Para qué?’ Le digo. ‘Esta noche vas a correr en Punta Alta’. Le digo, ‘¿vos estás loco? No giré nunca con esta, me voy a matar’. ‘Ah, ¡te cagás!’. Me dice, entonces le respondo ‘cargala’”.
Aunque en su casa tuvo reparos y en especial de su padre, Leónidas. “Ellos no querían saber nada con las motos. Mi viejo no me apoyó y quería que sea petiso para ser jockey porque le gustaban los ‘burros’. De hecho, yo le cuidaba los caballos a él y una vez cuando tenía 13 o14 años le vendí un caballo para comprarme mi primera moto y casi me mata”, cuenta riéndose por aquella historia.
El Speedway se corre en circuitos de óvalos de tierra y suele acompañar la actividad del Midget, pero en Bahía Blanca es tan fuerte la actividad que tienen fechas separadas. Aníbal, de 61 años, relata que en su época “se corría por equipos y eran entre 16 y 18 mangas de cuatro pilotos. Los ocho mejores pasaban a la final. Grübmuller me dice ‘vení a correr conmigo. Yo pido que te autoricen unas vueltas de pruebas’. Salgo y las tribunas estaban llenas. Tenía 16 años y ni en pedo iba a girar solo. Fui a la largada directo y cuando levantaron la cuerda elástica largué que parecía campeón del mundo. Aceleré, superé dos motos y cuando llegué a la curva no doblé, me pegué y me pasé del otro lado del alambrado. Pero como era pendejo me sacudí, me enderezaron la moto y largué en otra serie y lo tomé con más precaución. Me fui haciendo”.
El tiempo pasó y pese a abrirse la puerta para ir a correr al exterior, sus estudios de abogacía y otras obligaciones le impidieron correr de forma regular por un tiempo: “Tuve la chance de irme a correr afuera, pero tuve que hacer el Servicio Militar y no pude ir. Estuve en el V Cuerpo del Ejército y llegué hasta Río Gallegos y estuve en el hospital de alta complejidad donde llegaron heridos y los que tuvieron que ser amputados. Fue muy duro porque yo tenía 18 años y eran chicos que tenían un año más. Teníamos instrucción de 50 días en un campito. Apuntabas para un lado y disparabas para otro…”
Una vez que le dieron la baja volvió a competir y siguió sus estudios. “Seguí corriendo unos años hasta que dejé porque me vine a Buenos Aires a estudiar abogacía y en el verano corría alguna carrera, pero cuando podía, porque si iba a entrenar no podía comprar alcohol metílico para correr”, agrega.
En uno de sus regresos tuvo otro de sus fuertes golpes. “Volví a correr y tuve un accidente muy grande en el que nos enganchamos con un piloto de Punta Alta, uno de los hermanos Ilacqua, Horacio, y terminamos los dos en la tribuna. Fue tan fuerte el choque que pasamos al que iba adelante nuestro. Rompimos la pared de hormigón y terminamos del otro lado de la tribuna. A la semana siguiente había carrera en Punta Alta y era una locura porque pensé que los hinchas de Ilacqua me iban a putear, pero se paró y me aplaudió porque no podía creer que este pibe estuviese corriendo”, explica.
Mientras siguió trabajando en el campo familiar dejó las dos ruedas por las cuatro y probó suerte en una categoría zona que era monomarca de Fiat 128. “Estando en Buenos Aires, el mecánico de toda la vida de mis motos me dice, ‘¿armamos un Fiat 128?’ Le dije que sí y una vez que fui al taller me dice ‘bueno, nos vamos a correr a Pigüé’. Le digo, ‘¿cómo voy a correr en Pigüé? No conozco el auto ni el circuito. Va a ser un desastre’ Y otra vez me dijo ‘ah, bueno, ¡te cagaste!’. ‘Vamos’, le dije”.
Pigüé es uno de los circuitos más emblemático de la zona sudeste bonaerense y supo recibir al TC 2000 y Turismo Nacional. El estreno en autos también fue complicado. “Tenía unos 23 años. Fuimos a correr, en la final venía octavo y el auto que venía delante de mí se cruzó y por culpa mía por falta de experiencia, en vez de rozarlo y seguir, acostumbrado al Speedway, cuando voy al piano, lo choqué. Una carrera duró el auto nuevo, hasta el motor se partió. Un desastre, tuvieron que cortar el coche para sacarme. Me llevaron al hospital y ahí medio que se me terminó mi campaña porque mi hija mayor tenía 6 años y lloraba. Me había quebrado la clavícula, estuve cinco días sin enyesarme porque me hacía el boludo, que no tenía nada, pero me fui a Buenos Aires y me enyesaron”.
Pese a los impactos no se achicó, todo lo contrario, y pegó el salto a las “Grandes Ligas” y corrió en el Turismo Nacional y hasta fue dueño de una escudería histórica del TC. “Después compré un VW Gacel del TN y también corrí con un Gol un par de carreras. Cuando compro el Gacel lo vamos a buscar a Daireaux. Lo cargamos en un trailer y nos fuimos a Buenos Aires para llevarlo al taller”, aclara porque la atención no estuvo en Buenos Aires. Ese Gacel fue el que llevó el número 43 y que luego lo adoptó Franco para correr en el karting y hoy en la F1.
Todo a pulmón, con espíritu amateur y mucha pasión, algunos detalles se pasaron por alto y hubo una anécdota única: “Fuimos a la primera carrera en San Jorge, pero nosotros no sabíamos nada de mecánica porque mis mecánicos estaban en Bahía Blanca y los de Buenos Aires eran de chapa y pintura. Cargamos el auto y no habíamos leído el reglamento. Empezamos a girar, el coche iba bárbaro y estaba siempre entre los diez primeros. Salimos a clasificar, estábamos entre los de punta y de repente vuela el motor en mil pedazos. El coche fue a la verificación técnica y lo empezaron a ver y me dicen ‘¿cómo vas a venir a correr con este auto?’ Les respondo que ‘solo se había roto el motor, que cuál era el problema’. Me dicen ‘viniste con un coche que tiene el reglamento del año pasado…’ Claro, las suspensiones eran libres, las parrillas de dirección parecían de autos de Fórmula, y el auto doblaba como un scalextric porque era de otra categoría (risas). Me pegaron una ‘patada en el culo’ y me dijeron ‘no vuelvas hasta que tengas el auto en reglamento’”.
Aunque llegó el momento en el que no lograba complementar su trabajo y debió dejar de correr como él quería hacerlo, es decir, de la forma más profesional posible. “Tuve que dejar de correr porque me había recibido de abogado y trabajaba para una empresa muy grande. Tenía ciertas obligaciones familiares y decidí largarlo todo”.
Hasta que llegó al mundo del Turismo Carretera y allí el pequeño Franco comenzó a mamar su amor por el automovilismo. “Varios años más tarde tuve la posibilidad de comprar el equipo JC, que es el equipo más antiguo del TC y que era de Julio Nicieza que antes era Supertap. Lo armamos con socios míos. En el TC Pista tuvimos varios pilotos, entre ellos Lucas Benamo (el coach de su hijo). Franco venía de chiquito y cuando él se instaló en Europa me dediqué a acompañarlo”, resume.
Una vez que Franco quiso ver de qué se trataba el karting, a los 7 años, Aníbal lo llevó a su bautismo de fuego. “La primera vez que se subió a un karting lo llevamos a andar con unos amigos que corrían como Lucas Benamo (campeón de la Fórmula Renault) y Néstor “Bebu” Girolami (bicampeón del TC 2000). Franco iba despacio y se puso detrás el Bebu Girolami y en plena recta lo empezó a empujar. Franco ni miraba para atrás hasta que terminaron despistándose. Lo re putee al Bebu y Franco le pregunta, ‘ah, ¿vos me venías empujando? Bueno, arrancámelo de vuelta’. Ahí el Bebu me dice ‘este va andar bien, porque otro se hubiese asustado y no quiere andar más’ Al poco tiempo debutó y ganó en su primera carrera”.
Aquel abrazo con lágrimas el 28 de noviembre de 2023 en Abu Dhabi, luego de que su hijo se subió por primera vez a un F1, fue una foto de la relación entre Aníbal y Franco. Su padre fue su gran compañero en los primeros años y su primer sponsor, al punto de llegar a vender una casa para que pueda correr en Fórmula 4 Española, donde fue campeón en 2019. “Él nunca había hablado del tema y contó esa historia en una entrevista el año pasado. Ahora James Vowles volvió a hablar del tema. No me gusta hablar mucho de esto porque el protagonista es él. Yo por mis hijos lo doy todo y con Franquito nos metimos hasta el final”, confiesa sobre ese sacrificio que valió la pena y hoy su hijo es piloto de la Máxima.
Agradecimiento: Fernando Rodríguez – La Nueva Provincia