Me había pedido que nos encontráramos con urgencia así que salí corriendo de la oficina y me subí al primer taxi que pude. No había terminado de entrar en su casa cuando se despachó:
-Estoy muy preocupada con tu hermano; ahora quiere estudiar psicología. ¿A vos te parece?
Más que sorpresa, mi primera reacción fue de fastidio. ¿Para eso necesitaba verme? ¿Por qué no dejaba a mi hermano en paz, y a mí también en paz?
-¡Con lo bien que le está yendo en la empresa! Yo entiendo que tiene condiciones para ser psicólogo, gran capacidad de escucha, es contenedor y compasivo, siempre te dice algo valioso. Pero de ahí a dejar el cargo que tiene en el banco y empezar a armar una modesta clientela de pacientes a los 40…
Mientras escuchaba la catarata de palabras de mi madre, me aflojé. Como si me hubiera tomado dos gin tonic.
-Tiene 35 años, dije tratando de aligerar el desproporcionado drama de mi madre.
-Sí, pero para cuando se reciba y empiece a trabajar tendrá 40. ¡De no creer! Con tres hijos, el nivel de vida que lleva… ¿Va a tirar todo por la borda para juntar los pesos de a uno?
-Vos también juntaste los pesos de a uno como dermatóloga y mal no te fue. Calculo que habrá evaluado los pros y los contras, le contesté sintiéndome cada vez más desconectado de la charla.
Ella hablaba sin parar, más de sus propios miedos que de los que sentiría mi hermano. De repente dijo algo que me movilizó un poco más.
–¿Cómo va a abandonar la carrera que tiene?
Me aflojé un poco más, como si me hubiera tomado otro gin tonic.
Abandonar la carrera trajo a mi cabeza las olimpiadas del colegio, en las que competíamos todos los años en varias disciplinas.
Yo era bueno en varios deportes pero brillaba en las carreras. Las amaba y las odiaba por igual. Con frecuencia, tres o cuatro de nosotros llegábamos a la recta final sin saber quién ganaría. Aun con la meta ahí nomás, todo era incertidumbre. Seguíamos esforzándonos, sufriendo, empujando el umbral del dolor con la ilusión de ser primeros. El segundo puesto no servía para nada, no existía. ¿Quién se acuerda del segundo hombre que pisó la luna, o de la mano derecha de Cristóbal Colón? A veces llegaba primero y era la gloria; otras terminaba segundo y era el vacío, la nada. Me daba lo mismo que terminar cuarto o decimoséptimo. Quizás hasta fuera mejor porque no me habría esforzado tanto ni expuesto inútilmente.
Me acordé del último año del colegio, en el que llegué a la final con mi rival de toda la vida. Si bien nos anotamos unos cuarenta chicos, en realidad solo estábamos él y yo. Era la carrera definitiva porque no habría revancha posible; el año siguiente estaríamos en la universidad. Nadie lo aclaraba pero los dos lo sabíamos.
Dieron la señal de largada y todos salimos a paso rápido formando un pelotón. Algunos inexpertos y otros pretenciosos apuraron el ritmo y se adelantaron. Dos kilómetros después estaban tirados al costado del camino intentando respirar como peces fuera del agua. Mi rival y yo, en cambio, seguíamos sin sacarnos dos metros de ventaja. A veces lideraba él, a veces yo. ¿Quién ganará?, me preguntaba a mí mismo queriendo descifrar el futuro.
La carrera era de diez kilómetros y cuando estábamos por el séptimo sentí que me moría. Me sostuve recordando a un campeón olímpico que siempre estaba muerto al promediar la carrera. Él explicaba que no era una cuestión de entrenamiento sino que había que cruzar un umbral psíquico. Por más que su preparación le permitiera correr cuarenta y dos kilómetros, en las carreras de veinte solía ahogarse cuando iba por el kilómetro quince. ¿Cómo era posible si estaba entrenado para correr más del doble? Peor aún, en las carreras más cortas también le pasaba: siempre se sentía morir cuando había recorrido más de la mitad del camino pero seguía sin divisar la meta, fuente de inspiración final. Misterios del alma humana.
Llegué al último kilómetro exhausto. Mientras buscaba algún lugar de mi cuerpo del que sacar fuerzas ocurrió algo inesperado. Inexplicablemente mi rival empezó a perder ritmo hasta que paró.
Sin aflojar el ritmo me di vuelta para mirarlo y confirmar que era cierto. Mi agotamiento desapareció, así que apuré el paso queriendo rematar al muerto con un disparo en la cabeza. Me angustié al pensar que podía ser una trampa, que quizás estaba subestimando algo. Volví a mirar atrás y lo vi a lo lejos, chiquitito, sentado en un costado del camino. Era verdad: yo era el nuevo y último campeón para siempre. No habría revanchas, la historia era toda mía.
Los quinientos metros que me faltaban recorrer fueron un paseo. El agotamiento que tenía dos minutos antes había desaparecido. Sentí un gran alivio, como si me hubiera sacado un enorme peso de encima. Ya no necesitaba seguir esforzándome, ya no podía perder. Igual que ahora con mi hermano.
Mi madre seguía hablando y hablando mientras yo estaba en mi laberinto y empezaba a entender lo que estaba pasando. ¿Cuándo había arrancado toda esta locura? ¿En qué momento y a raíz de qué se había originado esta competencia a muerte con mi hermano? ¿A él también le pasaba? Y yo que estaba convencido de que nos llevábamos tan bien porque éramos distintos…
Sentía un alivio enorme, parecido al de aquella carrera. Y al igual que entonces, la angustia se filtraba como el humo debajo de la puerta. ¿Será cierto? ¿Y si después que me ilusione cambia de idea y sigue en el banco? O peor aún, ¿y si llega a ser un terapeuta célebre y termina siendo más importante que yo? Las preguntas no tenían fin.
Ahí estaba yo con mis fantasmas, solo ansiando que me amaran. Y no me alcanzaba con ser amado sino que pretendía ser el único amado.
El alivio inicial que había sentido se fue transformando en cansancio, al tomar consciencia de que me había pasado toda la vida compitiendo por amor.
Tenía haber mejores formas de vivir.
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Voy a ser exitoso para que no tengan más alternativas que quererme, para que no tengan más remedio que estar orgullosos de mí.
Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”