El último gol del Mundial de 1990 lo hizo el alemán Andreas Brehme. La final la decidió un penal incierto, una sanción del mexicano Edgardo Codesal que reúne aprobación y repudio, y no puede librarse del mote polémico. Fue el primer y único partido definitorio con dos expulsados: los argentinos Pedro Monzón y Gustavo Dezotti. La consumación de la Copa del Mundo de Italia consolidaba un concepto: un torneo deslucido, avaro, anodino, aburrido, violento, vil, tramposo, donde hubo bidones con agua adulterada, estafas, artimañas, insultos, patadas a traición, donde hubo nula camaradería, lucidez, distinción, juego atildado, fútbol espectáculo. No: Italia 90 es por antonomasia y por consenso general el peor Mundial de todos los tiempos.
En la miseria radica su encanto. Porque es, al mismo tiempo, el mejor mundial de todos los tiempos: que la contradicción lo valga. Los puristas del juego lo cancelan. Los que hacen del fútbol una expresión sociocultural lo ponderan. Italia ‘90 explota su prédica en la música, en la fotografía, en los escenarios, en el arte, en los contrastes, en los personajes, en la mascota, en la canción, en el agravio y el llanto de Maradona, en el baile de Roger Milla, en los rulos de Rudi Voller: un Mundial épico, una pieza de culto. “Fue la última copa del viejo mundo. La de los bigotes, las camisetas multicolores y los raros peinados nuevos”, definió el periodista Javier Saúl en una nota publicada en La Nación.
Los estadounidenses, desprovistos de una mirada nostálgica y romántica de la pelota, vieron por primera vez en vivo por televisión un Mundial de fútbol en 1990. Su selección se había clasificado luego de cuarenta años de ausencia. Sin cultura futbolística, sin discernimiento sobre los misterios de un deporte repleto de pliegues, capas, matices, tramas, sensaciones y subtextos, con una lógica más nominal, criados en juegos de binomios, sin transiciones, con pautas estandarizas y segmentos definidos, se dispusieron a analizar algo ajeno. Estados Unidos se subió a la fiebre de Italia ‘90 porque había sido designado sede del campeonato siguiente, porque tenía intriga por entender qué era lo que tanto fascinaba a las otros, porque quería saber qué se estaban perdiendo. Exentos de todo el bagaje patrimonial, eligieron el Mundial incorrecto, e indirectamente instigaron su salvación.
William Reed escribió en Sports Illustrated el 16 de julio de 1990, una semana después de que terminara la Copa: “Nos gustan los patrones de nuestros juegos, con momentos de ataque y defensa claramente discernibles, en lugar de todo ese caos que vemos en el fútbol. El deporte que más a menudo se compara con el fútbol es el hockey, pero eso le hace un gran flaco favor al hockey. ¿Y qué pasa con la táctica? Podemos pensar como el entrenador de béisbol, fútbol americano y básquet, pero si hay un plan de juego en el fútbol (y los expertos insisten en que lo hay), sigue siendo un secreto para mí”.
Dan Shaughnessy confesó en el Boston Globe del 5 de julio de 1990: “Odio ver fútbol. Lo dije. ¿Eso me convierte en una mala persona? ¿Significa que no estoy preparado para escribir una columna deportiva en un diario? ¿Significa que soy el tipo de persona que hace trampa con sus impuestos, se come la última pata de pollo y se lleva once artículos a la caja de ocho artículos o menos en el supermercado? No, no y no. Simplemente odio ver fútbol y me estoy hartando de la culpa que se supone que debo sentir. ¿Cuándo podrán los estadounidenses dejar de disculparse y admitir que simplemente no está funcionando?”.
Steve Twomey firmó su descargo en el Washington Post del 24 de junio de 1990: “Vamos a los eventos deportivos para ponernos deliciosamente tensos, para relajarnos a través del nerviosismo. Esa paradoja es producto de la posibilidad de que la situación actual pueda cambiar en los próximos dos minutos. Si tu equipo va por delante, es esa sensación de que su ventaja no está asegurada. Si va por detrás, es esa esperanza de que una remontada sea inminente. El disfrute está en las posibilidades. En el fútbol, el aficionado tiene pocas esperanzas de que se produzcan tales reversiones. Hay tan pocos goles que el juego no tiene posibilidades. Está desprovisto de tensión. Y sin tensión, bien podría ser una clase de cocina…”. Twomey se preguntó: “Entonces, ¿cómo es que tantos miles de millones de personas adoran el Mundial? Es fácil. No conocen nada mejor. La mayoría de los países no tienen béisbol, fútbol americano o básquet. Sólo tienen fútbol. Tal vez, también, se sientan cómodos con un deporte cuya esencia es la falta de oportunidades. Les gusta su desesperanza; se siente como la vida”.
Reed, Shaughnessy y Twomey se iniciaron en el fútbol en Italia ‘90, el Mundial con el promedio de gol más bajo de la historia: apenas 2,21 gritos por partido. La Copa del Mundo fue particularmente hostil para los intrusos, para los ignorantes, para los paracaidistas del fútbol. Hubo poquísimos goles: cinco empates en cero y quince victorias de un único gol. Hubo violencia en las canchas y en las tribunas, en tiempos álgidos de hooligans. Twomey criticó con ironía: “De repente lo entiendo: los hinchas del fútbol se pelean entre ellos para mantenerse despiertos”. El reproche oculto era las lagunas de inactividad, de tedio profundo. El fútbol les aburría. Y no lo comprendían. Hubo definiciones por penales que premiaban a aquellos que no habían conseguido marcar en tiempo reglamentario: “Imagínense, si quieren, que el Abierto de Estados Unidos termine en un empate y, digamos, Jack Nicklaus y Nick Faldo decidan al ganador con un concurso de putting. O que el Super Bowl se decida con el mejor de cinco lanzamientos desde la línea de veinte yardas. O que Wimbledon se resuelva con la precisión y velocidad de cinco servicios. Absurdo, ¿verdad?”, cotejó, indignado, Paul Attner en Sporting News el 23 de julio de 1990.
Hubo momentos en los que nada pasaba: no había ni ataques ni acciones defensivas, solo arqueros recibiendo pases de sus propios compañeros. Italia ‘90 significó el final de una era: desnudó falencias, evidenció las miserias y los grises del reglamento e inspiró un cambio de paradigma. Tal vez en el descarte de ese viejo fútbol se concentre la devoción de los melancólicos. Lennart Johansson, presidente de la UEFA, dijo por entonces que no recordaba más de veinte minutos de un partido de fútbol. “El resto suele ser extremadamente aburrido”, graficó. “El Mundial de 1990 fue un drama. Parecía que no querían marcar goles. Pero el objetivo del fútbol es ir hacia delante, marcar, no defender”, dijo Joseph Blatter, mandatario de la FIFA, según el artículo firmado por el periodista neerlandés Michiel de Hoog y publicado en De Correspondent.
En los seis partidos del grupo F se registraron apenas siete goles y ningún equipo marcó más de un tanto en un partido. El 17 de junio de 1990, Egipto e Irlanda igualaron cero a cero en un duelo correspondiente a la segunda fecha del grupo F, una zona que completaban Holanda e Inglaterra. Fue un suplicio, una tortura, un hartazgo. Hay quienes se tientan a clasificarlo como el enfrentamiento más aburrido en la historia de los Mundiales. Hay otros que lo identifican como el partido que definió al fútbol moderno. “Hay una historia sobre un partido en Italia ‘90 entre Egipto e Irlanda en el que alguien sumó la cantidad de tiempo que el arquero irlandés tuvo el balón en sus manos durante todo el partido: fueron seis minutos”, retrató Adam Hurrey, periodista y escritor británico. El siete por ciento del partido consistió en ver cómo Pat Bonner manipulaba la pelota y el juego.
El partido conforma la mitología del fútbol, integra la leyenda: Irlanda como una selección mezquina -el antifútbol-, una carga que prescinde de verosimilitud. El germen es un área gris. A Irlanda el empate le favorecía. Su artimaña para ganar tiempo -esgrimen los irlandeses en su defensa- fue una represalia al juego impuro de Egipto, que consistía en devolvérsela sistemáticamente a su arquero para que sacara largo. No era la pérdida del tiempo en sí una innovación en el fútbol, sino el modo inmoral, perverso y descarado para sacar ventaja de un vacío del reglamento. El pase atrás repetido al arquero sintetizaba la premisa de un espíritu deportivo deplorable.
Cuando Graeme Souness lo hizo en la primera fase de la Champions League de 1987 pareció un recurso ridículo. Faltaban pocos minutos para que terminara el partido: el Rangers en el que jugaba el futbolista escocés le ganaba dos a cero al Dynamo de Kiev y se clasificaba a la siguiente fase de la Copa. Recibió un pase corto de Davie Kirkwood en tres cuartos de cancha. Su equipo se desplegaba en ataque y los rivales se replegaban en defensa. Souness controló, giró y sin miramientos lanzó un pelotazo alto y profundo contra su propia área: no fue un despeje, una traición o una locura. Ochenta metros más allá y cinco segundos después, su arquero, Chris Woods, la tomó con las manos.
Italia ‘90 convirtió el recurso de Souness en un método cínico, abusivo. La FIFA constató la sistematización del artilugio y el desencanto de los estadounidenses: el Mundial siguiente se realizaría allí. El 13 de diciembre, en la primera reunión posterior a la Copa del Mundo, el ente rector del fútbol global ordenó la creación de un comité para elaborar propuestas que mejoren la estética del juego, que lo hagan más atractivo. Querían renovar una regla: que el arquero pudiera agarrar con las manos el pase de un compañero. Debían convencer a la International Football Association Board (IFAB), una entidad creada en 1886 -dieciocho años antes que la propia FIFA- y facultada para alterar las reglas del juego.
La raíz de esa transformación la conserva Daniel Jeandupeux, por aquel entonces técnico del club francés Caen. El Mundial de Italia no lo aburrió, lo preocupó. Procuró estudiar la regla que más inquietud le generaba: el pase al arquero. Y se concentró en la fisonomía que adoptaban los equipos que se habían puesto en ventaja. Aplicó un sistema de análisis de datos, un iniciático software, para estudiar patrones de posesión. “Cuando estaban ganando, los arqueros tocaban diez veces más la pelota que todos los jugadores de campo sumados. Las cifras eran asombrosas”, detalló. Descubrió, con cierto desagrado, que su equipo incurría en la misma estrategia: entregársela a su arquero para ganar tiempo y aplacar el partido. Se había constituido como una ley del fútbol.
Plasmó su desvelo en una carta. El remitente fue Walter Gagg, asistente técnico de la FIFA y estrecho colaborador de Joseph Blatter. “Mi arquero -escribió Jeandupeux, según una investigación de Michiel de Hoog- es un verdadero campeón en perder tiempo”. La misiva tenía un sentido reparador: avisarle a los dueños de la pelota que podían salvar al fútbol. “Esa posesión terminará por matar el juego”, dijo y propuso dos modificaciones del reglamento en pos de dinamizar el trámite: más pelotas disponibles en la circunferencia del campo para reanudaciones rápidas y la imposibilidad de que el arquero pueda agarrar el pase de un jugador al que se lo había entregado anteriormente.
Blatter recibió con beneplácito la propuesta. Estaba interesado en favorecer al espectáculo deportivo y revitalizar el concepto del partido de fútbol como un entretenimiento de consumo, un producto vendible. Jeandupeux fue convocado al comité de renovación del reglamento. Había una conciencia común: el reglamento necesitaba cambios urgentes. El consejo -presidido por el ex futbolista Michel Platini- corrigió la propuesta del entrenador suizo, a quien Blatter definió como un “filósofo del fútbol”: los arqueros no podrán controlar la pelota con sus manos luego de una cesión de cualquiera de sus compañeros en cualquier parte del área. El experimento de la FIFA se implementó en el Mundial Sub 17 de 1991 que se desarrolló, paradójicamente, en Italia. “Nuestras estadísticas muestran algo extraño: el arquero es el jugador que más pases recibe durante un partido. Los jugadores, pero también los entrenadores y los árbitros, deben cambiar su actitud para que el fútbol siga siendo el deporte líder”, argumentó Blatter.
Sus dichos pretendían persuadir las rígidas voluntades de los miembros de la International Board: habían pasado sesenta y siete años desde la última vez que impusieron una norma disruptiva, cuando en 1925 ajustaron la regla del fuera de juego. La experiencia en el Mundial juvenil había sido fructífera. El superpoder que tenían los arqueros para controlar los tiempos, neutralizar las ansiedades y abortar la diversión entraba en revisión. Lo que practicó la selección de Dinamarca en el torneo siguiente fue demasiado: saturó la naturaleza del juego e indujo a los viejos reguladores del fútbol a renovar sus leyes.
Dinamarca no se había clasificado a la Eurocopa de Suecia 1992. Fue invitado quince días antes del inicio del torneo luego de que en Yugoslavia se desatara la guerra de los Balcanes. Jugó cinco partidos: empató en el debut contra Inglaterra sin goles, perdió por la mínima contra Suecia, venció dos a uno a Francia, superó por penales a Holanda en semifinales luego de igualar en dos y le ganó por dos goles a Alemania, campeón mundial vigente, en la final. “Quizás la victoria más extraña en un torneo internacional de la historia”, consideró Michael Cox en The New York Times. Las crónicas atestiguan la singularidad del ganador al converger en un título semejante: “El milagro de Dinamarca”.
“Tenía que instalar una cocina nueva en mi casa, pero de repente nos llamaron para jugar en Suecia”, contó Richard Moller Nielsen, el técnico danés, para ilustrar el imprevisto. Había sido el ayudante de Sepp Piontek, quien condujo al seleccionado en su última excursión mundialista en México 1986. El mítico arquero Peter Schmeichel resumió la transición: Piontek había construido un fútbol de “clase alta” y Nielsen pregonaba un fútbol de “clase baja”. Luego debió disculparse. Dinamarca pasó de la aventura a la mesura: el nuevo técnico postulaba un juego amarrete, discreto, ultradefensivo. Tampoco era un motivador nato: a sus jugadores no les pidió que vayan a ganar, sino que se aseguraran de no “pasar vergüenza”.
Tal era la discordia que generaban los modos y la filosofía del entrenador que Michael Laudrup, el futbolista danés más talentoso de la historia, prefirió renunciar a la selección. Su hermano, Brian Laudrup, primero lo acompañó y después se arrepintió. El delantero fue la principal arma de ataque del seleccionado en la Eurocopa. El centrocampista ofensivo Henrik Larsen marcó tres de los seis goles de su equipo a pesar de no haber sido titular los primeros dos partidos. La figura destacada fue Peter Schmeichel, el arquero, el eje del funcionamiento de su equipo: no por sus atajadas sino por dominar los tiempos del partido a partir de su juego de posesión desde su arco.
Una recopilación de momentos de la final certifican la idea del “otro fútbol”. John Jensen había puesto el uno a cero en el minuto 18. Dinamarca quiso que el resto del partido lo administrara su arquero. Schmeichel se la da a Kent Nielsen para que se la devuelva. Un joven Jürgen Klinsmann lo presiona. Kim Christofte saca un tiro libre sobre la izquierda: se la pasa a su arquero. Claus Christiansen reanuda el juego y también se la cede. Flemming Povlsen ejecuta un tiro libre en el círculo central -como Graeme Souness cinco años antes- con dirección a su arco. Schmeichel espera y la agarra. “El fútbol entonces era un poco diferente”, aceptará el arquero en redes sociales tres décadas después cuando distinga su conducta en un video. Acompañará a la frase con una carita sonriente. En ese recuerdo, mientras el estadio abuchea, el comentarista de la transmisión suelta una risa genuina. La jugada es una burla tácita al reglamento. La última: la cesión del defensor alemán Stefan Reuter al arquero Bodo Illgner, en el epílogo de la final, despide la regla del pase atrás del fútbol profesional.
La FIFA ya había manifestado su posición. “El arquero tiene un privilegio poco común en el fútbol. El uso de sus manos para evitar que el balón entre en su portería, lo que de otro modo sería prácticamente imposible. Pero es un privilegio del que no se debe abusar”, expresó en un comunicado dotado de apreciaciones e interpretado como un ejercicio de presión al comité de deliberación. Funcionó: la International Board decidió, en la sesión número 106 celebrada en mayo de 1992, que cada vez que el arquero agarre con la mano un pase intencionado será penado con tiro libre indirecto. Establecieron que la nueva norma -regla doce, sección dos- comenzara a regir a partir del 24 de julio, luego de la Eurocopa y antes de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Significaba una represalia contra la pérdida deliberada de tiempo. “En cualquier ocasión en que un jugador patee deliberadamente el balón hacia su propio arquero, éste no podrá tocarlo con las manos. En caso contrario, el partido se reanudará con un tiro libre indirecto desde el lugar donde se produjo la infracción para el equipo adversario”, establece el acta del organismo. “Analizando los partidos del último Mundial, se advierte que en muchos de ellos sólo hubo cuarenta y cinco minutos de juego real y que cada uno de los arqueros perdió como mínimo cuatro minutos aguantando la pelota”, justificó Blatter.
El 24 de julio de 1992 marcó el inicio del fútbol moderno: Italia y Estados Unidos estrenaron la disciplina fútbol en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Fue el primer partido con la nueva disposición. En el minuto 65, Francesco Antonioli, arquero del Milan, se olvidó que regía una modificación del reglamento y tomó un pase atrás dentro de su área. El estadounidense Joe-Max Moore convirtió el descuento a través de un tiro libre indirecto, el primero de la nueva era, en la que los arqueros tuvieron que aprender a usar los pies.