Espejos de México, en Fundación Proa, presenta obras emblemáticas de cuatro artistas contemporáneos del país norteamericano, que proponen lecturas universales sobre cuestiones humanes (personales y sociales), la relación con las tecnologías (usos y costumbres).
La exposición propone una simbiosis atípica, a través de artistas de una misma generación que primero fueron reconocidos internacionalmente antes que en su casa, que ingresan desde distintas perspectivas en la fragmentación; la suma de las partes que pueden componer una idea —nación, vocabulario, historia, industria, etc— pero no por eso deja ser de una ilusión y que tiene a la autoconstrucción como eje.
Así, en los distintos espacios se puede recorrer la videoinstalación de Julieta Aranda, las obras “construidas” de Abraham Cruzvillegas, el arte multimedial de Rafael Lozano-Hemmer y el expandido de Damián Ortega.
En el ingreso se encuentra “Robar el propio cadáver (un conjunto alternativo de puntos de apoyo para un ascenso a la oscuridad)”, donde Julieta Aranda (1975) propone, a través de un video e instalaciones, “un relato de ciencia ficción que problematiza sobre la libertad”, a partir de “trampas para animales de distintos tipos y épocas”.
“Ella indaga en el vínculo de la presa y el predador, con la figura del ser humano, según su punto de vista, atravesado por esta dualidad: es tanto el está cazando como el cazado. Así que, plantea, que no existe una salida, excepto la locura”, explicaron durante el recorrido.
En la siguiente sala, Abraham Cruzvillegas (1968) se presenta con una serie de pinturas en grandes lienzos, esculturas (una mayor que ocupa el centro de la sala, tres más pequeñas) y otra colorida instalación, realizada a partir de papeles. En todos los casos, considera que los trabajos son autorretratos.
Las obras escultóricas fueron hechas para la muestra, a partir de sobras de las plantas metalúrgicas de Tenaris-Ternium en Veracruz y Campana, de “distintos tipos de vida y de momentos del material, desde la mina hasta el tubo que sale de la fábrica y que no está certificado y regresa” y de “desperdicios de otras industrias como la automotriz o la ventilación”, explica el artista.
“Las piezas fueron recogidas por ayudantes, que después también asistieron en la realización. Todos ellos se vuelven mis ojos y mis manos, y yo me vuelvo ellos también, por lo que hay un cruce de miradas, de subjetividades. Sin embargo, siempre soy el que hace la obra al final, con su ayuda, pero pongo el cuerpo allí y así se produce un autorretrato, en todo caso, aunque no hay una representación”, comenta.
Así, en este jardín metálico aparece el acero, el cobre, el aluminio, pero también la tierra y, junto a los pilares de la sala, algunas plantas autóctonas, conformando un ecosistema entre lo industrial y lo natural, caótico, de formas ondulantes, grotesco, salvaje y sútil.
Para Cruzvillegas su estilo surge de la economía regional en la que creció, donde si alguien deseaba hacer algo, como una vivienda por ejemplo, lo hacía con el conocimiento propio y la ayuda ajena, en un trabajo que mancomunaba saberes populares.
Con respecto a las pequeñas escultura sostuvo que “la idea es que sean interpretadas por un músico que las pueda ejecutar, percutir, frotar, soplar, cantarles”, mientras que la serie de dibujos poseen cierta familiaridad con un plano de cañerías internas como con el shodō, el arte de la caligrafía japonesa, sin buscar serlo.
Las cinco telas, también realizadas para la expo, fueron intervenidas estando sobre el suelo, por su tamaño, aunque no se buscó la perfección, sino a partir de una rápida ejecución creó “rutas imaginarias entre lugares favoritos de la gente de Proa, de parrillas y restaurantes, museos y escuelas” en un sistema de líneas y círculos.
Estas obras fueron realizadas con una escoba, pero no buscó, dijo, darle el sentido de una performance, como si fuera “tai chi, una danza, un espectáculo”, sino con la “la idea de utilizar un objeto que no fuera un pincel, sino que estuviera al alcance, en la casa de todo mundo”: “Acudir al objeto que se usa para limpiar tiene una connotación de clase, es decir, es un comentario político también en términos de quién hace arte, por qué y para qué”.
También se presentan dos obras figurativas, con mandriles como protagonistas, por un lado porque el artista dibuja “primates desde hace casi 40 años” y por otro, porque “en la planta de fabricación de los caños, el instrumento que se usa para horadar la materia de acero al rojo vivo” lleva el nombre del animal.
Una última obra, un collage mural con papeles que acumula desde hace 3 décadas, que es la única realizada en México, se despliega por toda la parte. “Está hecha con material de mi vida cotidiana, son las recetas del doctor, el recibo del súper, la lista del mercado, recortes del periódico, todos pintados por el revés”.
A continuación se encuentra “Matriz de voz”, pieza sonoro-visual de Rafael Lozano-Hemmer (1967), primer artista en representar a México en la Bienal de Venecia en 2007, que se especializa en la producción de plataformas para la participación pública, en las que a través de la tecnología -luces robóticas, fuentes digitales, vigilancia informatizada, muros multimedia y redes telemáticas- llega, como en este caso, a generar perspectivas transhumanas.
En lo técnico, la obra es un sistema luminoso desplegado de manera horizontal, que va titilando a partir de la reproducción de unas 800 voces grabadas que se van fundiendo. En un extremo, el visitante puede apretar el botón del intercomunicador en un sistema de timbre eléctrico para introducir una frase dentro del coro, que comienza a replicarse y, lentamente, desaparece en el vocerío.
Así, se van generando nuevas historias y, en una época de múltiples plataformas y discursos de toda índole, la pieza parece proponer la importancia de custodiar las “voces originarias”, ya que las nuevas terminan siendo efímeras, desaparecen en el mar de otras y, si bien al principio se las puede oír, identificar, de manera clara, luego son siquiera un recuerdo.
En el primer piso del espacio de La Boca, finalmente, se encuentra Damián Ortega (1967) presenta “Cosmic thing”, una pieza de arte expandido que ha recorrido el mundo, en la que disecciona un Volkswagen Beetle del ‘98 para suspender sus partes en el espacio, creando una especie de explosión congelada que sugiere tanto la deconstrucción de la pieza como la fragmentación de las ideas que representa.
“El Beetle fue toda una identidad, un paisaje de México. Era parte de la vida cotidiana de toda la ciudad, porque era el taxi, el coche obrero, el de los estudiantes, era el coche de circulación más común, porque además se podía reparar muy fácilmente”, comenta Ortega.
La obra, cuenta, comenzó a partir de un manual de su auto, que tenía un instructivo de cómo repararlo con “unas gráficas muy tridimensionales, muy didácticas”. Como le gustó la idea de “la representación de cómo hacer esta disección para repararlo” comenzó a pintar las imágenes y que, en un momento, “ya había mucha conciencia del objeto” por lo que pasó a la escultura, a “deshacerlo”.
Y agregó: “Me seducía la idea de que fuera como una especie de fósil, como los dinosaurios de los museos en lo que puedes ver el esqueleto, porque también me interesaba mostrar una tecnología que estaba en extinción”.
Además, se presenta una videoinstalación “Sobre Escarabajo”, en la que se observa un entierro funerario del Beetle que había heredado de su padre. “Él lo había usado por muchos años, y luego yo lo usé más todavía. Entonces, no quería venderlo, regalarlo y me pareció que era más humano darle una sepultura, enterrarlo, un homenaje”, recordó.
Así, cuando el auto se dejó de producir, condujeron hasta la ciudad de Puebla, donde estaba la fábrica ensambladora de Volkswagen. “Fue como un viaje a los círculos del infierno, un poco dantesco. Una travesía con la cámara, haciendo estaciones, desde pasar por los deshuesaderos donde se desarman los coches y finalmente llegar a la fábrica, a la que no nos dejaron entrar”.
“Entonces, dimos la vuelta a la fábrica y en un espacio privado le pedimos permiso a una señora para poder cavar una fosa y enterrarlo dado vuelta, como mueren los escarabajos. Fue una ceremonia muy linda, porque había algo de complicidad en la comunidad que se acercó a ver qué es lo que estaba pasando. Entendieron que era un funeral y estaban algunos en silencio y a la vez había una fiesta también, la gente se reía, bien mexicano”.
En psicología, el “efecto espejo” refiere al reconocimiento de características del otro como reflejo de nosotros mismos, negativas o positivas, y en ese sentido la muestra permite encontrar los puntos en común, que siempre los hay, no solo entre el arte aquí y allá, sino también para observar nuestra propia fragmentación.
*”Espejos de México”, en Fundación Proa, Av. Pedro de Mendoza 1929 (La Boca). Desde el 29 de junio hasta septiembre. De martes a domingo, de 11 a 19 hrs. Admisión: hasta las 18 hs. Lunes cerrado.