Si hay un problema filosófico, es aquel que inquiere acerca del carácter de la verdad. ¿Existe ese grado cero de la subjetividad? ¿Existe lo real Real? Si es así, ¿cómo se enuncia, quién lo determina, cómo? Y más, claro. De las preguntas sobre la verdad es que se derivan algunas respuestas acerca de las formas de la inteligencia humana.
Ahora, una sociedad en constante debate sobre la verdad, sobre su posibilidad o no, no podría existir: quedaría paralizada. Por eso, vivos, los seres humanos determinamos tribunales que dictaminan sobre esa cuestión. A cada momento y ante una coyuntura dada, aquello que la Justicia sentencia tiene carácter de verdad. “Culpable” o “inocente” adquieren entonces un estatuto de lo verdadero. Por eso nos fascinan las películas del género judicial: a partir de la anécdota –el crimen, el proceso, la sentencia– se despliega ante el espectador el simulacro de la verdad. Que no es poca cosa.
Anatomía de una caída, la recién estrenada película de Justine Triet que ganó la última Palma de Oro en Cannes (además de haber sido nominada en varias categorías al Oscar, pese que a Francia no la postuló como “mejor película extranjera”), es un extraordinario artefacto que se adentra en las posibilidades (e imposibilidades) de la justicia, a la vez que se interna en las mareas que constituyen la psiquis humana.
La realidad.
Un hombre va a caer. Pero para eso faltan unos minutos. La primera escena del film muestra a Sandra (la excelente Sandra Hüller), una escritora en sus cuarenta y pico, que se ufana de una obra perteneciente al género de la “literatura del yo” –en la que el personaje narrador se confunde con la figura del escritor, que remarca que la obra tiene origen en los sucesos de la vida misma–, frente a una joven estudiante que la entrevista, que le pregunta sobre esas marcas de la realidad en la obra ficcional. Es un diálogo ameno: Sandra bebe vino, le hace preguntas a la estudiante (“claro que me intereso por vos: acá arriba casi no recibo visitas”). La escritora vive con su marido Samuel y su hijo Daniel (un prodigioso Milo Machado Graner), de 11 años, en una cabaña solitaria en las alturas de los Alpes franceses.
Pronto, comienza a sonar una canción a alto volumen. Cada vez más alto. Una trompeta, un mix de trompetas y bases rítmicas caribeñas. Más alto. Se trata de Samuel, el marido. Las mujeres no pueden hablar, la entrevista debe interrumpirse. Es una situación incómoda. “La seguimos en Grenoble”, dice Sandra a la desconcertada estudiante, mientras la saluda desde una ventana del caserón de tres pisos. Daniel saca a pasear al perro Snoop. Sandra se retira. Al regresar del paseo entre los bosques, cruzando puentes, Snoop abandona a Daniel y corre. En la nieve yace el cuerpo muerto de Samuel. ¿Ha caído?
Las realidades.
Se inicia así el proceso judicial, ni bien llega la ambulancia y los peritos forenses. Algunas manchas de sangre indican que no fueron realizadas al golpear la superficie fatal, sino previamente. La sospechosa es Sandra, por default. Debe llamar a un abogado. La vida de la pareja, el pasado, el presente, la culpa (Daniel no ve: a los cuatro años mientras estaba bajo responsabilidad de su padre una motocicleta lo atropelló y dañó irreversiblemente el nervio óptico), la infidelidad. Todo es examinado por peritos, que deben encontrar en esas realidades el motivo que impulsó a Sandra a dar muerte a Samuel. Alemana ella, en el hogar hablan en inglés. La justicia le recomienda que hable en francés. La lengua también crea realidades.
El proceso
En el Directorio de los inquisidores, de Nicolás Eymeric, publicado en el reino de Aragón a mediados del siglo XIV y en pleno auge de la Inquisición, se puede leer: “Tener conmiseración a los hijos del culpable que quedan reducidos a la mendicidad no debe disminuir la severidad, ya que según las leyes divinas y las leyes humanas, los hijos son castigados por las culpas de sus padres”.
Daniel es el principal testigo de los acontecimientos. Un testigo ciego e hijo de la posible víctima y de la posible victimaria. La Justicia le asigna a una persona para que no sea presionado durante el proceso. Asiste a cada audiencia, que –según las normas tribunalicias francesas– se asemeja a una puesta en escena de lo que debería ser el tribunal ideal: togas, la jueza impertérrita y severa, el fiscal de toga roja que avanza y avanza sin límites con el fin de probar la culpabilidad de la sospechosa, las togas negras de los defensores, las interrupciones a los testigos en cualquier momento. Debe señalarse que se trata de una situación incómoda para el espectador, que asiste él mismo al proceso: la Justicia no intenta probar indubitablemente que la sospechosa ha cometido un delito, sino que Sandra debe probar por qué es inocente. La circunstancia de que sólo haya habido dos adultos en el momento de la muerte de Samuel permite ese sino dramático. El espectador, en el siglo XXI, asiste a una sesión moderna de la Inquisición.
La verdad.
¿Pero existe o no la verdad? ¿O cómo se llega a ella? Por aproximaciones. El tribunal escarba en la sexualidad de Sandra. El fiscal inquiere sobre la relación de los personajes de sus textos literarios y la realidad. Se van haciendo revelaciones. Revelaciones que son nuevas para Daniel, que asiste sin ver entre el público que se congrega cada día (si el tribunal es una puesta en escena; es también un espectáculo en directo o en los noticieros). Revelaciones que se hunden en el pozo de la existencia. Si la música del comienzo del film incomoda a las dos mujeres, cada escena posterior posee la cualidad de incomodar al aletargamiento de las relaciones humanas.
Se trata de un guión perfecto, escrito por Triet y Arthur Harari. El mundo concentrado entre las paredes judiciales da cuenta del propio mundo y las perfectas actuaciones de Huller, Machado Graner e incluso el irritante fiscal interpretado por Antoine Renartz lo refuerzan. Los giros formales para dar cuenta del punto de vista de la narración de los hechos logran una originalidad llena de frescura cinematográfica, a la vez que la directora no abunda en esos destellos más de lo necesario. Son ciento cincuenta minutos de energía dramática fílmica. Ningún comentario sobre esta película podría ser serio sin destacar el papel central realizado por el perro Snoop. Y esto va muy en serio.