No puedo dejar de citar una frase de mi abuela Teresa: “Fuimos al cine, qué bien la pasamos, cómo lloramos”. Si este fuera el índice para hacer la calificación, León —la hermosa película de Andi Nachon y Papu Curotto— se llevaría mil Teresitas. Cómo lloramos y qué bien. Porque León baja al fondo de la tristeza y sale de ahí con los diamantes más brillantes del corazón humano. Así nomás.
Te lo cuento brevemente: apenas empieza la película sabemos que alguien murió. Es Barbi, la pareja de Julia (Carla Crespo) Con la que criaban a León, el hijo biológico de Barbi, que está empezando la adolescencia. Barbi y Julia —que, error, nunca se casaron— tenían un restaurancito en un patio, que se llamaba como el nene. Ahí, en el pizarrón, quedó el último plato que dejó escrito Barbi con su letra: brochette de vegetales. (León está interpretado por Lorenzo Crespo, mismo apellido que Carla pero ningún parentesco).
Sobre la tristeza imposible de la partida de una pareja, además de lidiar con el propio corazón, Julia tiene que lidiar con el restaurante, ver cómo hace para sacarlo adelante. Pero la cosa se pone más compleja todavía: la mamá de Barbi piensa que León —su nieto, después de todo, ¿acaso es algo de Julia?— tiene que vivir con ella. Y el papá de León —a quien casi no ha visto y que vive en Córdoba— parece tener ganas de recuperarlo.
Sí, se le viene la vida abajo. Como si Julia tuviera fuerza para andar sosteniendo algo.
Pero qué remedio. De a poco —con la ayuda de otro cocinero— va abriendo el restaurante. Va negociando cosa por cosa con la suegra, que se ha quedado con las cenizas de Barbi. No puede negarse al pedido del papá de León: el nene va a viajar ¿y va a volver?
Esa es una de las intrigas que recorre la película, ¿Julia va a perder también a ese nene al que vio crecer?
Mientras mira cinco minutos el teléfono y los mensajes de León se van espaciando, Julia planea vender el negocio e irse a la costa. Llama a un inversor, trata de aligerar la mochila.
Además del dolor, de cómo seguir viviendo, de la vida después, León va a plantear un tema que ya tocó Alejandro Zambra en su novela Poeta chileno: ¿qué es ese otro que crió a un chico cuando el progenitor titular por H o por B ya no es su pareja? ¿Qué derechos, qué responsabilidad, qué amor tiene?
Y un tema más, que vi en Prohibido morir aquí, la novela de Elizabeth Taylor: cómo se forman familias por fuera de los lazos de sangre. Hablo aquí de Julia y de León, claro, pero no solamente: la nueva familia será más grande.
El spoiler ya lo dije: saldrán cosas buenas de la gente más inesperada.
No te la pierdas, acaba de terminar en el Gaumont, ahora sale por espacios Incaa del país y desde el 20 de junio se la podrá ver en cine.ar.
Pero esto es un newsletter de libros
Claro, se llama Leer por leer y —aunque Andi Nachon es poeta, búsquenla— no se trata de películas.
Así que aprovecho y te sugiero un libro con tema parecido, la viudez. Lo escribió una grande de la literatura estadounidense, y mundial, Joyce Carol Oates.
Memorias de una viuda arranca con una cita que deja claro lo que vendrá: “Mi marido murió, mi vida se derrumbó”. Se derrumbó como en un terremoto: no se veía venir y pasó.
Todo empieza cuando ella se despierta. Él se ha levantado de madrugada, ya le dio de comer a la mascota, tiene la frente húmeda y los ojos rojos. Y lo más raro: ya habló con el médico para verlo lo antes posible. Pasan cosas extrañas: de pronto él pide que lo lleven al hospital. Eso, analiza Joyce luego, cuando ya es viuda, es una señal: el marido nunca quiere ir al hospital, es la mujer la que suele insistir.
Dentro de un rato ella lo va a llevar al hospital sin imaginarse que nunca lo traerá de vuelta. Eso, haberlo llevado, no la va a dejar en paz más tarde: si no hubieran ido, él no hubiera tenido esa infección hospitalaria, si lo hubieran tratado en casa ¿estaría vivo? “Mientras se imagina que estará de vuelta en casa para la cena, está consiguiendo que no vuelva a casa jamás. ¡Qué inconscientes, todas las futuras viudas que imaginan que están haciendo lo debido, llenas de inocencia e ignorancia!”, escribe Oates.
Cómo hacemos ante una muerte querida, Oates reconstruye cada escena en mil detalles. ¿Acaso empezó todo un año antes, cuando chocaron y el airbag lastimó a Ray?
Todo se está viniendo abajo desde el principio, pero la señal de que esto se acaba llega por teléfono. El aparato suena después de medianoche, suena cuando no tiene que sonar. Joyce responde con terror y el corazón sostiene un segundo la esperanza: que sea número equivocado. Pero no, no es. La llaman del hospital. Y ella hace la pregunta que no puede evitar hacer ¿está vivo todavía? Sí, está vivo. Entonces, a correr. La carrera por un minuto más, la carrera de por lo menos que no muera solo.
Mientras estuvo el en hospital, él trató de trabajar. Quería sacar el último número de la revista literaria que hacían juntos desde 1974, la Ontario Review. Esa mañana, la que seguía al llamado, ella iba a llevarle las pruebas de imprenta. Pero no, él ya no estará para verlas.
Después llegará la noticia, estará él como en un sueño profundo pero no, le dirán que se haga cargo de sus cosas, esos objetos que de repente son significativos y tienen algo, alguito de la identidad del marido. Después llega la incredulidad, cierto mareo, los llamados a los amigos, los mails profesionales contando qué pasó. “Oh, Joyce, qué desdichada vas a ser”, le dice una amiga. No lo puede, no lo quiere contener.
La segunda parte se llama “Caída libre”. Esa es la sensación, que Joyce no sabe ni por dónde empezar. Pero no es cierto. Duele, pero sabe. “No puedo hacer esto sola. Y, sin embargo, ¿qué otra opción hay? La viuda es alguien que ha descubierto que no hay otra opción”, escribe.
La vida, el amor, el dolor de ir a dar de baja la suscripción de Ray al gimnasio, de contestar mil veces a la pregunta tonta de “¿Y Ray qué tal?”
Con la casa vacía -salvo los gatos, no es poco, están los gatos-, Oates deberá hacerse cargo de todas esas cosas en las que nunca había pensado y tomar una gran decisión: ¿qué hacer con la revista? “Seguir editando Ontario Review sin Ray no podría tener ningún sentido para mí, sería como celebrar el cumpleaños de alguien sin estar él”, escribe. Habrá que avisarles a los autores. Habrá que hacer lo correcto.
Oates mostrará que la vida, el amor, un romance profundo, están hechos de millones de pequeñas cositas, gestos, costumbres, acuerdos nunca explicitados, temperaturas. Todo eso frena en seco y ni la casa de uno es ya la casa de uno cuando faltan ciertos olores, cuando no está doblada la almohada de al lado, cuando nadie cambió de canal.
“Lo que ha dicho mi amiga Jeanne es verdad y no es verdad. Nunca —jamás— dices realmente adiós”, dice Joyce Carol Oates.
Es un año tremendo. Pero la vida sabe recauchutarse.
Mis subrayados
1. “Uno podría esperar una cosa que no le hiera mientras le protege de lesiones más graves, pues no. En el instante de la explosión del airbag, Ray recibió en el rostro, los hombros y el pecho una paliza como si hubiera sido el esparrin de un boxeador peso pesado; las manos que agarraban el volante quedaron salpicadas de ácido y con unas quemaduras del tamaño de una moneda que le iban a picar durante semanas”.
2. “11 de febrero de 2008. Hay una hora, un minuto —lo recuerdas para siempre— cuando sabes, por instinto, basándote en la prueba más insignificante, que algo va mal”.
3. “Lo primero que va mal en esta mañana corriente de un lunes de febrero es que Ray se ha levantado en plena oscuridad invernal, antes del amanecer. Cuando le descubro en un remoto rincón de la casa, no son más que las seis y cuarto de la mañana, y lleva en pie, según dice, desde las cinco”.
4. “Ray hace un gesto cuando lo toco, como si le doliera. Tiene la frente caliente y fría a la vez, húmeda. Hace ruido al respirar. De cerca veo que su rostro tiene una palidez enfermiza, pero está sofocado; sus ojos están llenos de venas finísimas y no parece enfocar del todo bien”.
5. “Sin embargo, la noche anterior, Ray había estado aparentemente bien la mayor parte del tiempo, incluso había preparado algo ligero para que cenáramos; yo había estado de viaje y había vuelto a casa alrededor de las ocho de la tarde. Nuestra última comida juntos en casa, la última comida que Ray iba a hacer para los dos, fue una de sus especialidades: huevos fritos, pan integral, sopa Campbell de pollo con arroz salvaje”.
6. “En coche, a primera hora de la madrugada, por una carretera oscura, las dos pensamos: ‘¿Está muriéndose mi marido? ¿Está muriéndose? ¡No puede estar muriéndose! El médico ha dicho… está vivo…’”.
7. “Tengo la mente en blanco. Me cuesta recordar por qué estoy aquí. ¿Y por qué sola?”.
8. “Janette me confiesa que no sabe cómo soportaría la muerte de su marido, un profesor jubilado, especialista en sánscrito, en historia comparada y en filosofía de las religiones mundiales, que había dado clase en la Universidad de Queen, en Kingston, Ontario; piensa que quizá ‘me acurrucaría en posición fetal y me taparía la cabeza con las sábanas durante un par de meses’. Y pienso: ‘¡Sí! Qué imagen tan atractiva’”.
9. “Y pensé: ‘Ésta es mi vida ahora. Absurda pero impredecible. No absurda por impredecible, sino impredecible por absurda. Si he perdido el sentido de mi vida y al amor de mi vida, quizá pueda encontrar todavía pequeñas cosas que valoro entre la basura derramada y saqueada’”.
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Patricia