La música lo salvó. Y lo volvió a salvar. A sus 85 años, Néstor Fabián se luce con sus presentaciones en Michelangelo, la clásica tanguería de San Telmo que reabrió sus puertas a mediados del 2022. Y se muestra feliz, como cuando comenzó a cantar siendo apenas un niño que vivía en la calle y daba serenatas a cambio de comida. Su vida no fue nada fácil. Y aunque alcanzó el éxito y la fama, sin lugar a dudas su gran logro fue haber encontrado el verdadero amor de la mano de Violeta Rivas, la mujer que lo acompañó durante más de cinco décadas (51 años de matrimonio y 3 de noviazgo), quien falleció el 23 de junio de 2018 tras una larga lucha contra el Alzheimer. Sin embargo, tras la partida de la cantante, él se aferró al cariño de su hija, Analía Verónica, y su nieta Zoe. Y aunque no hay un solo día que no recuerde a quien fuera su gran compañera, la posibilidad de seguir trabajando es lo que lo impulsa a seguir adelante.
—Sé que tuvo una pequeña intervención, ¿cómo está de salud?
—Por suerte, muy bien. Hace unos diez días me colocaron otro marcapasos y salió todo bárbaro. Así que, desde el jueves de la semana pasada, pude volver a trabajar a este espectáculo de tango y folclore que me encanta. Somos tres cantantes: Chiqui Pereyra, María Pisoni y yo, junto a cuatro parejas de baile y un dúo de boleadoreas y bombos que es maravilloso. Y la verdad es que, a mi edad, es una gran fortuna poder seguir en un escenario haciendo lo que tanto me gusta.
—¿Lo sorprendió la propuesta?
—Fue hace ya dos años, después de la pandemia. Y a mí me alegró mucho, porque para una persona como yo que vivió toda la vida de esto es muy importante el aplauso y el cariño del público. A mí hay mucha gente que me conoce desde hace muchísimos años, pero también hay otra que me está conociendo ahora. Y eso es un gran incentivo.
—También lo debe haber ayudado a superar el dolor por la pérdida de su gran compañera…
—¡Imaginate! En algún momento pensé en retirarme. Pero yo sé que a ella le hubiera gustado que yo siguiera cantando como cuando nos conocimos. Y así fue que seguí. Hoy estoy en un lugar muy importante dentro de los espectáculos dedicados al turismo en Buenos Aires. Así que pienso que Violeta estaría contenta. Pero el último tiempo fue muy difícil. Yo pienso que, si ella se hubiera dado cuenta de lo que le estaba pasando, se hubiera ido antes.
—¿A qué se refiere?
—A que ella era una mujer muy elegante, que siempre estaba impecable. Salía de casa como para ir a una fiesta. ¡Era su forma de ser! Y, después de que empezó el Alzheimer, directamente, no se daba cuenta de nada. Hasta a la familia le costaba darse cuenta de algunas cosas.
—Es una enfermedad muy dura, sobre todo, para el que está al lado.
—Yo siempre digo que a la persona que padece esto hay que decirle que tiene razón en todo. “Sí, sí, sí”, no hay que contradecirla. Al principio es complicado, porque por ahí es la gente la que te va haciendo notar ciertas cosas. En el caso de Violeta, antes de que la diagnosticaran, ya habíamos decidido que no podía manejar porque era un peligro para todos. Así que le sacamos el coche. Y, después, por ahí era la familia la que me iba haciendo ver que había comportamientos que no eran normales.
—Usted se mantuvo a su lado hasta último momento, ¿verdad?
—Sí, claro. Y no me di cuenta cuando se fue. Ella estuvo en casa hasta que ya no se pudo más y la llevamos al Sanatorio Güemes. Pero yo estaba ahí, con ella. Me acuerdo que ese día vinieron los médicos y me dijeron que me retirara, que me iban a llamar. Ya estaba prácticamente fallecida, le estaban haciendo respiración. Así que yo me fui a caminar hasta la esquina de Córdoba y, cuando volví, ya había partido. “Se fue Violeta”, me dijeron. Y había una persona al lado mío que no sé quien era, es como que no tengo registro de ese momento. No sabía ni dónde estaba.
—¿Lo borró?
—Claro. Sí recuerdo el velatorio, que fue una cosa descomunal. Me acuerdo que mi nieta fue la que maquilló a su abuela. Y vi a una persona allegada con la que íbamos a comer cada tanto, que tenía problemas graves de salud y que sin embargo llegó subiendo las escaleras como si nada y dijo: “Por Violeta hago cualquier cosa”.
—¿Cómo fue el día después, cuando se encontró solo?
—Bastante difícil, la verdad. Porque yo tengo en el dormitorio todas las fotos de Violeta, además de las de mi hija y mi nieta por supuesto. Así que siempre estoy con ella. ¡Imaginate que ella me dio todo! Me dio una familia, cuando yo no sabía lo que era porque había perdido a mi mamá siendo muy pequeño y a mi papá cuando tenía apenas 10 años.
—Entiendo.
—Mi familia me la dio Violeta.
—Usted venía de una infancia muy dura…
—Mi madre falleció cuando yo tenía 6 años. Yo la vi desde el jardín del hospital, después de que ella había dado a luz a mi último hermanito. Y después no la vi más. Mi papá murió tiempo después por un problema estomacal. Así que yo me quedé en la calle, porque mis cuatro hermanitos ya habían sido adoptados.
—¿No tenían otros parientes que pudieran hacerse cargo de ustedes?
—Cuando digo adoptados, era sin papeles. En esa época era: “Vos vení conmigo y vos andá para allá”. Yo había quedado en una pieza de conventillo de la que se había apoderado un hermanastro, del matrimonio anterior de mi papá, que era muy requerida en aquel entonces. Pero, prácticamente, me echó. El tema es que a mí me gustaba mucho la calle. Así que me quedé solo. Me iba a Constitución, abría las puertas y hacía changas a cambio de comida. Me quedaba a dormir en los vagones. Y había una persona que tenía varios chicos a cargo que un día me invitó a almorzar y, cuando estuve mal, me dijo: “Hay un plato más, no hay problema”.
—¿Hasta que la música lo salvó?
—Claro. Desde que tenía 12 años, algunas personas me llevaban a cantar a las casas o a dar serenatas. Ahí me daban plata o, directamente, me daban de comer. Ya a los 16, hice una prueba con Aníbal Troilo. Lo que pasa es que él, muy atinadamente, me llevó al Hospital Fernández para que el médico dijera si estaba en condiciones de trabajar. Porque yo cantar, podía. Pero el doctor dijo que lo que no podía era ir a locales nocturnos, hacer radios, giras y todo eso. Así que, recién cuatro años después, tuve mi primer contrato que fue con Mariano Mores.
—El resto es historia conocida: El club del Clan, Todo es amor con Violeta Rivas, Sábados continuados…
—Son 63 años de carrera contando desde que debuté profesionalmente en el ‘61. Así que no puedo pedir más.
—¿Qué piensa cuando hace un balance de su vida?
—La verdad es que yo nunca pensé llegar a este punto de mi vida y seguir tan vigente. Estoy actuando todas las semanas en un espectáculo y, además, la gente me llama para cantar en sus cumpleaños. Pero yo fui uno de los primeros cantantes de tango que estuvo en el teatro Colón. Y el primero en cantar el Himno Nacional Argentino en tiempo de tango. Muchos le pusieron Fabián a sus hijos por mí, Y, en una época, iban a las peluquerías a pedir el corte de pelo que yo tenía. Hoy suena jocoso, pero fue una locura. Los programas en los que estábamos tenían muchísima audiencia y el público nos demostraba su cariño en todas partes.
—Sin embargo, nunca perdió la humildad.
—Yo soy un tipo agradecido. Y siempre trato de ayudar a los demás. En Michelangelo, por ejemplo, yo digo que somos un elenco, que no hay figuras. No importa si uno está arriba o abajo en el afiche. Cuando uno se sube al escenario, tiene que ser el mejor. Y abajo somos todos iguales.
—¿Le quedó alguna asignatura pendiente?
—Sí, me hubiera encantado haber podido estudiar. Yo hice primero inferior, nada más, cuando era chiquito. Y tenía capacidad, porque siempre me encantó leer. De matemáticas no sé nada, pero con respecto a los autores los conozco a todos porque leo de Truman Capote a Jorge Asís. Sin embargo, cuando ya de grande quise entrar a la escuela nocturna fue imposible, porque era de cuarto grado para arriba y me costaba muchísimo integrarme. Eso es lo único que me faltó. Pero no me puedo quejar. Y hoy, lo único que pido es salud.